Voy a ser honesto: durante años, mi rutina matutina era un caos disfrazado de costumbre. El despertador sonaba (cuando sonaba) y mi primer acto del día era una negociación digna de la ONU con el botón de repetición. Cinco minutos más. Después otros cinco. A veces, perdía media hora solo decidiendo si valía la pena salir de la cama. Para cuando me levantaba, ya iba tarde, apurado, con la cabeza embotada y el ánimo por el piso.
Hasta que un día, algo cambió. No fue por una crisis existencial ni por una epifanía iluminadora. Fue un podcast. Uno de esos que reproduces mientras te lavas los dientes y, sin darte cuenta, te reconfigura el chip. Mel Robbins —sí, la del “5-4-3-2-1”— dijo algo que me quedó retumbando: “La clave está en lo que haces antes de hacer todo para los demás”.
Esa frase me cayó como un gancho al hígado. ¿Cuántas veces había arrancado el día respondiendo mensajes del trabajo antes de lavarme la cara? ¿Cuántas mañanas me pertenecieron realmente? Spoiler: casi ninguna.
Y ahí empezó el cambio. No de un día para el otro, no con una rutina mística de 27 pasos ni tomando té de raíces impronunciables. Solo probé algo distinto. Más simple. Más mío.
El primer minuto importa
Lo primero fue enfrentarme a la alarma como un hombre y no como un náufrago emocional. Nada de snooze. Al primer ring, me levanto. No porque tenga súper fuerza de voluntad, sino porque descubrí que, si me quedo en la cama, mi cabeza empieza a girar como una lavadora en centrifugado. Y no con pensamientos útiles, justamente.
Mel Robbins lo explica mejor que yo: quedarse en la cama alimenta la rumiación mental, esa niebla gris que se cuela en todo el día. En cambio, levantarte de inmediato, sin pensar demasiado, ya te da un primer punto en el marcador.
Acá entra en juego el famoso método 5 segundos. Cuentas en reversa como un astronauta (5, 4, 3, 2, 1) y te levantas. Parece una tontería, pero funciona. Es como engañar al cerebro antes de que te convenza de no hacer nada. La clave no es querer, es moverse.
La cama hecha, la cabeza también
Después, una tontería con impacto insospechado: hacer la cama. Lo leí mil veces, lo ignoré otras tantas. Hasta que lo probé. Hacer la cama —aunque sea mal— me dio una sensación rara de orden. Como si, en medio del caos del mundo, yo hubiera decidido que al menos esto está bajo control. Robbins dice que es una señal de respeto por uno mismo. Y, por primera vez, lo sentí así.
Teléfono: enemigo número uno
Este fue el más difícil: no tocar el teléfono al despertar. No revisar notificaciones, no scrollear titulares apocalípticos, no abrir el mail de ese cliente que te manda cosas los domingos a las 11 de la noche. Lo dejé cargando en el baño. Lejos. Por salud mental.
Y te juro: el mundo no se terminó por no ver X o Instagram a las 7:01 AM. De hecho, el mundo siguió y yo lo enfrenté con menos ruido en la cabeza.
¿No eres “persona matutina”? Mentira
Sé lo que estás pensando. “Yo no soy de levantarme temprano”. Lo dije mil veces. Pero Mel Robbins tiene razón: no se trata de ser o no ser, se trata de sistemas. Puedes tener todas las metas del universo, pero si tu sistema es despertarte tarde, revolcarte entre sábanas y arrancar el día corriendo detrás del reloj, esas metas se van por el inodoro.
Hoy no soy el gurú de las rutinas ni el rey del bienestar. Sigo teniendo mañanas en las que todo sale torcido. Pero ahora tengo un punto de partida. Una estructura. Un sistema.
Y ese sistema arranca conmigo. Antes del mundo. Antes del trabajo. Antes de las exigencias externas.
En resumen
Si te levantas sintiendo que todo te pasa por encima, te invito a probar esto:
- No repitas la alarma. Levántate a la primera.
- Cuenta cinco segundos y muévete. Literalmente.
- No mires el teléfono. Es tu momento, no el de ellos.
- Haz la cama. Es un símbolo, no un trámite.
No hace falta volverte un monje zen ni leer 80 libros de autoayuda. Solo tienes que apropiarte del primer minuto del día. Porque ese minuto, aunque suene exagerado, puede cambiarlo todo.