Durante siglos, la noche del 31 de octubre ha cambiado de piel tantas veces como las máscaras que la representan. Lo que hoy reconocemos como Halloween —una mezcla de fiesta, marketing y disfraces— hunde sus raíces en un antiguo ritual celta conocido como Samhain. En aquella Europa de nieblas y cosechas, el Samhain marcaba el final del año agrícola y el comienzo de un invierno incierto. Era, ante todo, una noche de frontera: el instante en que los muertos cruzaban hacia el mundo de los vivos.
Y en medio de esa oscuridad ritual, una humilde hortaliza se convirtió en faro del más allá. No era una calabaza. Era un nabo.
Linternas del otro mundo
Para los pueblos celtas, la línea entre la vida y la muerte se desdibujaba durante el Samhain. Los espíritus podían caminar entre los vivos, y no todos eran bienvenidos. Para guiar a las almas benévolas —y confundir a las malignas— se tallaban figuras grotescas en nabos, se vaciaban sus entrañas y se colocaba dentro una brasa encendida. Estas linternas, primitivas y espectrales, se colocaban a la entrada de las casas o a lo largo de los caminos, iluminando la frontera entre dos mundos.
El nabo, de piel dura y forma irregular, tenía un aire siniestro natural. Aquellas luces vacilantes en la noche celta no eran simple decoración: eran amuletos, señales de respeto hacia los muertos y advertencias para los vivos.
Jack el Tacaño y el nacimiento del Jack O’Lantern
Siglos después, el mito tomó un nombre y un rostro. En Irlanda, la leyenda de Jack el Tacaño comenzó a circular entre los campesinos. Se decía que Jack era un bebedor y embaucador que había engañado al diablo en más de una ocasión. Cuando murió, fue rechazado tanto del cielo como del infierno. Condenado a vagar eternamente, el demonio le lanzó una brasa infernal para alumbrar su camino. Jack la colocó dentro de un nabo hueco, y desde entonces su alma recorre la tierra como una linterna errante: el Jack O’Lantern.
El símbolo estaba completo. Aquella luz en medio de la noche se convirtió en metáfora del alma atrapada entre dos mundos. Una figura que representaba, al mismo tiempo, la astucia humana y el miedo ancestral a lo desconocido.
Cuando el nabo cruzó el Atlántico
A mediados del siglo XIX, Irlanda fue devastada por una hambruna sin precedentes. Miles de familias emigraron a Estados Unidos, llevando consigo sus costumbres, sus leyendas… y a Jack. Sin embargo, en América los nabos escaseaban. Lo que sí abundaba eran calabazas: redondas, huecas, fáciles de tallar y en plena temporada otoñal.
La sustitución fue natural. La calabaza se adaptó perfectamente al nuevo continente. Más grande, más visible, más vistosa. Era el soporte ideal para aquellas caras torcidas y sonrientes que querían mantener viva la tradición del Jack O’Lantern. Así, el viejo nabo celta se transformó en el emblema naranja del Halloween moderno.
De la cosecha al espectáculo
Durante el siglo XX, el Jack O’Lantern se expandió por todo Estados Unidos. Primero en comunidades rurales, luego en las grandes ciudades. Los desfiles de Halloween en los años 20 consolidaron su presencia; la televisión en los 60 la multiplicó. Con programas como It’s the Great Pumpkin, Charlie Brown (1966), la calabaza dejó de ser un símbolo de lo oculto para convertirse en un ícono familiar, mezcla de inocencia infantil y nostalgia otoñal.
Pero el cine de terror de los 70 y 80 volvió a teñirla de sombras. Desde el logo encendido de Halloween (1978) hasta los campos vacíos iluminados por faroles anaranjados, la calabaza volvió a su esencia: la del miedo que sonríe.
El poder del símbolo
Hoy la calabaza de Halloween ha conquistado el mundo. Aparece en cafés, escaparates, videojuegos y redes sociales. Es, a la vez, una figura de consumo y un recordatorio de las raíces paganas. Algunos la ven adorable, otros perturbadora. Pero su función sigue siendo la misma que en los tiempos del Samhain: encender una luz frente a la oscuridad.
Porque detrás de cada Jack O’Lantern aún se esconde la historia de un hombre que desafió al diablo, de una brasa robada al infierno, y de una humanidad que, desde hace miles de años, intenta domesticar sus miedos con fuego, formas y rituales.
En el fondo, Halloween no celebra la muerte. Celebra el hecho de seguir encendiendo una llama para enfrentarla.