Una de las cosas más extrañas de crecer en esta época es que, sin darnos cuenta, empezamos a necesitar un glosario para explicar cómo nos están tratando. Lo que antes se llamaba simplemente “alguien me dejó de hablar”, hoy tiene nombre: ghosting. Si te bombardean de atención, te abruman de amor desde el minuto uno y después cambian la jugada, eso no es romanticismo: es love bombing. Y si alguien te ronda en redes sin decir nada, pero viendo todo lo que publicas, eso ya no es “casualidad”: eso es orbiting.
No son solo modas del lenguaje. Son términos que han brotado como síntomas de una época donde las relaciones se negocian entre stories, notificaciones, emojis, “visto” y ausencias virtuales. Y, al mismo tiempo, son intentos (algunos desesperados) de entender por qué seguimos saliendo heridos de situaciones que nunca fueron formalmente relaciones, pero nos dolieron como si lo fueran.
Este no es otro artículo para satanizar las redes sociales. Es más bien una pausa para mirar de frente lo que está pasando en nuestra forma de vincularnos, y entender por qué la Generación Z —y los que venimos siguiéndola de cerca— estamos obsesionados con ponerle nombre a lo que antes nos dejaba sin palabras.
El dolor en tiempos del Wi-Fi
Pocas cosas duelen tanto como la ausencia inexplicada. Esa desaparición digital, casi quirúrgica, que ahora conocemos como ghosting, puede parecer superficial en la teoría, pero en la práctica te deja con un montón de preguntas sin responder, y con una ruptura que nunca se dijo, pero igual se sintió.
El ghosting no solo pasa en relaciones románticas. Hoy desaparecen amigos, colegas, personas con las que pensabas que estabas construyendo algo, sin previo aviso. Lo peor es que el silencio no te permite cerrar nada. No hay pelea. No hay explicación. No hay duelo legítimo. Solo quedas tú, mirando el teléfono como si en algún momento se fuera a disculpar.
Y justo cuando comienzas a asimilar esa ausencia, de repente aparece. Ya no con un mensaje, claro, sino con un like en tu foto de hace tres días o viendo tu historia sin decir nada. Esa jugada se llama zombieing, y no es tan graciosa como suena: es un regreso sin intención, pero con impacto. Te pone en alerta, te reactiva emociones que estabas procesando, y muchas veces te obliga a pensar que tal vez, tal vez, esa persona “nunca se fue del todo”.
Otra versión más sigilosa, pero igual de inquietante, es el orbiting. Esa persona ya no habla contigo, pero sigue orbitando alrededor de tu vida digital. Como un satélite emocional que ya no transmite mensajes, pero sigue presente. No hay conversación, pero sí “presencia”. Y esa ambigüedad es brutal: no sabes si cerrar esa puerta o dejarla entreabierta “por si acaso”.
La ilusión como recurso
Hay quienes no desaparecen, pero tampoco se quedan. Te mandan un meme de vez en cuando. Te comentan una historia. Responden con un emoji. Justo lo suficiente para que no te olvides de ellos, pero jamás lo suficiente como para construir algo concreto. Eso es breadcrumbing: dejarte migajas de atención, solo para que sigas ahí, disponible.
Una versión un poco más elaborada es el benching, una metáfora perfecta para lo que muchas personas hacen: te sientan en la banca, como si fueras parte del equipo, pero sin darte un minuto en el juego. Interacciones superficiales, coqueteos esporádicos, promesas a medias. Nada grave. Nada que puedas reclamar. Pero tampoco nada real.
Y para completar esta orquesta de afectos en piloto automático, tenemos el cushioning: esas personas que, aún estando en pareja, mantienen vínculos latentes con otras personas “por si acaso”. No buscan necesariamente engañar, pero sí tener una red de seguridad emocional para no sentirse solos si lo suyo se derrumba. Suena calculado, y muchas veces lo es.
Cuando la manipulación se viste de afecto
De todas las prácticas emocionales de esta era, quizás la más peligrosa es el love bombing. Esa técnica en la que alguien te sobrecarga de elogios, detalles, mensajes, regalos y validación desde el día uno. Parece ideal. Te hace sentir elegido, especial, amado. Pero no es amor: es una estrategia.
El problema no está en la intensidad, sino en lo que viene después. Porque el love bombing casi siempre tiene una segunda fase: el control. Después del “eres lo mejor que me ha pasado” llega el “no me gusta que hables con otras personas”. Lo que parecía admiración se vuelve exigencia. Lo que parecía conexión se transforma en dependencia. Y cuando esa dependencia está instalada, la atención disminuye… y tú ya no puedes salir.
Una variante más retorcida es el gaslighting, esa forma de manipulación psicológica donde la otra persona te hace dudar de lo que viste, sentiste o pensaste. Si reclamas algo, “estás exagerando”. Si recuerdas una conversación, “no fue así como pasó”. El gaslighting es perverso porque no destruye la relación: destruye tu confianza en ti mismo.
Y cuando creías haber logrado alejarte, llega el hoovering. Mensajes inesperados en fechas clave: tu cumpleaños, una fecha que compartieron, un momento vulnerable. No para volver, sino para asegurarse de que sigues ahí, pendiente. Es un “te suelto, pero no del todo”. Manipulación emocional de precisión quirúrgica.
¿Qué hacer con todo esto?
No se trata de dejar de confiar en las personas. Tampoco de convertirnos en policías emocionales. Pero sí de entender que las relaciones hoy ocurren en una realidad donde el silencio, la ambigüedad y la intermitencia tienen consecuencias reales sobre la salud mental.
La aparición de todos estos términos no es casual ni exagerada. Es el intento colectivo de una generación por no volverse loca tratando de entender vínculos sin nombre. Porque cuando no puedes explicar lo que te pasó, terminas creyendo que lo merecías. Y eso es peligroso.
Ponerle nombre a estas prácticas no es etiquetar por deporte. Es una forma de decir: esto no está bien, esto me hace daño, esto no es amor.
Lo que no deberíamos olvidar
No todo lo incómodo es toxic. No todo lo distinto es red flag. Las relaciones humanas están llenas de matices, errores, silencios y aprendizajes. Pero hay una diferencia enorme entre un vínculo que se construye desde la honestidad, aunque sea torpe, y uno que se sostiene desde la manipulación, aunque sea estéticamente perfecto.
Las redes sociales no inventaron estas prácticas. Solo las hicieron más visibles, más frecuentes y más fáciles de repetir. Pero también, paradójicamente, nos están dando las herramientas para identificarlas, compartirlas, cuestionarlas.
Si algo nos toca hacer en esta época, es desaprender las formas afectivas que se disfrazan de conexión pero solo generan ansiedad. Y reaprender otras, más simples, más lentas, más humanas.