El caso Roswell: Cómo un globo espía y un mentiroso crearon una leyenda sobre alienígenas

La historia real del incidente de Roswell en 1947 es más humana, más sucia, y más digna de una novela de espionaje que de una película de ciencia ficción.

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GETTY IMAGES

Desde hace décadas, el nombre Roswell evoca imágenes de platillos humeantes, alienígenas cabezones y científicos callados con trajes grises. La cultura pop lo convirtió en sinónimo de “encubrimiento extraterrestre”. Pero si estás aquí, es porque ya sospechas que hay algo más profundo —y más interesante— detrás del mito. La historia real del incidente de Roswell en 1947 es más humana, más sucia, y más digna de una novela de espionaje que de una película de ciencia ficción. Y sí, lo sentimos: aquí no hay extraterrestres, pero sí una buena ración de paranoia nuclear, secretos militares y un mentiroso profesional.

El 7 de julio de 1947: cuando cayó algo del cielo

Todo comenzó cuando William “Mac” Brazel, un ranchero del desierto de Nuevo México, encontró en su terreno un montón de escombros que parecían, según sus palabras, “no de este mundo”. Alarmado, avisó al sheriff local, George Wilcox, quien a su vez contactó a la base militar más cercana, el Roswell Army Air Field.

El mayor Jesse Marcel, junto con agentes de contrainteligencia, recogió los restos. La oficina de prensa del ejército —en uno de los momentos más torpes de la comunicación militar estadounidense— publicó un comunicado al día siguiente anunciando que habían recuperado los restos de un platillo volador. Fue el equivalente a soltar dinamita en una balsa: la noticia explotó.

Pero el furor duró poco. Al día siguiente, el general Roger Ramey dio una rueda de prensa para explicar que lo recuperado no era un OVNI, sino un globo meteorológico. Asunto zanjado. O eso pensaban.

Proyecto Mogul: el secreto peor guardado del cielo

Detrás del telón se escondía una verdad más incómoda. El famoso “globo meteorológico” formaba parte del Proyecto Mogul, una operación ultrasecreta del gobierno estadounidense para detectar pruebas nucleares soviéticas usando globos aerostáticos con reflectores de radar. El Vuelo Mogul #4 —el mismo cuyos restos se encontraron en Roswell— había sido lanzado el 4 de junio de 1947 y se estrelló semanas después.

Este proyecto tenía un nivel de seguridad Top Secret A-1, el mismo del Proyecto Manhattan. Su objetivo: escuchar los ecos acústicos de posibles detonaciones nucleares soviéticas desde la estratósfera. Pero claro, en medio de la paranoia posbélica, el gobierno no podía reconocer abiertamente que estaba espiando a la URSS desde el cielo. Así que optaron por una solución clásica: mentir con una versión menos peligrosa, pero también más ambigua. Mala idea.

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¿Por qué la historia mutó en un cuento de extraterrestres?

Durante treinta años, el caso Roswell no fue más que una nota al pie. Pero en 1978, el ufólogo Stanton T. Friedman revivió el interés cuando encontró al mayor Jesse Marcel y lo entrevistó. Marcel insinuó que los restos eran “algo que nunca había visto antes”. Pero aquí entra el verdadero villano (o el guionista frustrado) de esta historia: Frank J. Kaufmann.

Kaufmann trabajaba en la base aérea de Roswell… como administrativo. Años después del incidente, comenzó a contar relatos cada vez más fantásticos: naves recuperadas, cuerpos alienígenas, autopsias. Se presentó como agente de inteligencia y alimentó con detalles novelescos las publicaciones más vendidas sobre Roswell. Lo hizo tan bien, que su testimonio se convirtió en la piedra angular de la versión alienígena del evento.

Hasta que en 2002, un trío de investigadores serios —Saler, Ziegler y Moore— examinó sus archivos personales. ¿El resultado? Todo era falso. Documentos alterados, cartas falsificadas, relatos inventados. Kaufmann había construido una carrera como “testigo clave” del mayor encubrimiento alienígena de la historia… a partir de humo y papel carbón.

Guerra Fría, propaganda y la necesidad de creer

Roswell ocurrió en un momento clave: el inicio de la Guerra Fría. El miedo nuclear se respiraba como el polvo en el desierto. El espionaje se volvía sofisticado, la política se endurecía, y el ciudadano medio empezaba a desconfiar de todo. ¿Y qué mejor metáfora para esa ansiedad que pensar que el gobierno oculta alienígenas?

Cuando las Fuerzas Aéreas desclasificaron los documentos del Proyecto Mogul en 1994, lo hicieron con fotos, nombres, fechas, hasta esquemas técnicos. Pero era tarde. La maquinaria de la conspiración ya estaba en marcha, y cualquier prueba oficial era, para los creyentes, parte del encubrimiento. Lo que en lógica se conoce como una hipótesis no falsificable: no importa cuánta evidencia tengas, nada puede demostrar que estás equivocado.

¿Y entonces? ¿Qué nos queda de Roswell?

Nos queda una lección de historia contemporánea: que la verdad muchas veces es más compleja —y más interesante— que la ficción. Que los secretos militares pueden terminar convertidos en relatos de ciencia ficción por culpa de una combinación explosiva de malas decisiones, miedo colectivo y oportunismo. Y que a veces un buen mentiroso puede cambiar la historia cultural de un país.

Roswell no fue el inicio del contacto extraterrestre, sino el primer gran capítulo de la guerra psicológica moderna, donde el rumor puede más que la evidencia, y donde el cielo puede esconder espías… o las fantasías de alguien con demasiada imaginación y poco que perder.

Epílogo para escépticos y creyentes

Si aún prefieres creer que en 1947 se estrelló un platillo volador con tripulantes de otro mundo, hazlo. Es parte del encanto de la leyenda. Pero si te interesa la historia, el poder, la política y las narrativas que sostienen la cultura contemporánea, Roswell es un caso de estudio brutal sobre cómo funciona la desinformación.

No es una historia de ovnis. Es una historia sobre nosotros.

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