Manolo Caro está entre contratos, lo que no significa que ande en busca de empleo sino que, antes bien, está por agotar uno (con Netflix) para comenzar a desahogar otro (con Disney). Manolo Caro vive en Madrid pero viene a la Ciudad de México con frecuencia, y filma en Guadalajara (o en África) cuando se le da la gana. (Mi vida con Manolo Caro: “¿Podemos tener un Zoom el martes a las 9, querido?”. “¿Podría ser un pelín más tarde, querido? Estaré haciendo scouting en Namibia”. Seeeee…) Manolo Caro tuvo tanto éxito con La casa de las flores (2018 – 2020) que pudo darse el lujo no sólo de hacer una serie infinitamente más compleja y provocadora (Sagrada familia, 2022 – 2023) sino también de filmar su mejor película, por completo alejada de sus habituales comedias urbanas pobladas por personajes heteroflexibles de clase alta. Basada en la novela homónima de Juan Pablo Villalobos, Fiesta en la madriguera (2024) constituye un rompimiento total con el universo que hemos llegado a identificar con Caro sin por ello renegar de las obsesiones que han poblado su producción audiovisual desde hace 20 años: la familia –es la historia de un padre y un hijo–, la identidad –narcotraficante se revela una etiqueta que trasciende el oficio–, el absurdo –es ésta una narconarrativa cuyo protagonista tiene 10 años, una obsesión por la historia, una colección de sombreros, un preceptor marxista, y un papá sicario que lo lleva a cazar elefantes. Claro, en África.
El objetivo de Fiesta en la madriguera era demostrar que, en la obra de Caro, el estilo tiene un fin más allá de sí mismo, que sirve para pensar lo social y lo político, y aún lo humano y lo universal: misión cumplida. Con Serpientes y escaleras –su nueva serie para Netflix–, de lo que se trata es de tener un hit, es decir de construir una narrativa instagrameable, memeable, catchphrasable. Tras ver los primeros cincos capítulos puedo dar fe de que así será, de que en ella el director y su musa Cecilia Suárez le mandan saludos al Cacas, sólo que no desde las Lomas de Chapultepec sino desde la tapatía colonia Providencia, donde vive la gente detodalavida. Manolo bien lo sabe por haber nacido y crecido en la ciudad no sólo de la torta ahogada y la carne en su jugo –por no hablar de Jaime Humberto Hermosillo– sino de los Palomar y los González Luna y los Robles Gil. Una con la que tiene una relación de una ambigüedad tan suprema como fascinante.
“Yo creo que me construí contra Guadalajara”, admite hoy desde Madrid, “aun cuando disfruto mucho ir y ahora me ha dado por filmar ahí. Es un lugar increíble –lo más reconocible que tenemos como país es el mariachi y el tequila– pero tiene una sociedad muy complicada: me asfixió esa sociedad cerrada, mocha”.
Serpientes y escaleras, me confiesa Manolo, “es una carta de amor y odio a Guadalajara”: una epístola “envenenada” en que asigna a su actriz fetiche el papel de Dora –que se apellida López Negrete pero vive “del otro lado de la calzada”–, una prefecta escolar capaz de vender su alma a un diablo con varios avatares –del empresario chocolatero de Juan Pablo Medina al gobernador encarnado por Gerardo Trejoluna, pasando por su jefa: una Margarita Gralia deliciosa y hierática– a fin de cumplir su sueño de devenir directora de la escuela primaria en que labora, sita –claro está– “de este lado de la calzada”.
El desternillante resultado es una suerte de quintaesencia de la fórmula Manolo Caro, ya sólo por sumar a los habituales un ingrediente hasta ahora ausente de sus narrativas teatrales, cinematográficas o televisivas: su terruño. También le sirve para transmitirnos qué no es: un integrado. Tan acostumbrados estamos a ver a Manolo en yates y alfombras rojas, filmando para Moët & Chandon o modelando para Montblanc –todo lo cual hace muy bien y, doy fe, le encanta– que se nos olvida que este hombre es, en esencia, un guerrillero: uno que tiene pocos antecedentes mexicanos –vienen a la mente el ya citado Hermosillo, Julián Hernández y muy pocos más– pero que ha logrado construir desde México un universo tan reconocido y tan reconocible, tan torcido y tan transgresor como el de John Waters o el de Todd Solondz, como el de Rainer Werner Fassbinder o el de Todd Haynes.
(Acaso ello explique que sea el único de nuestros cineastas globales que no ha necesitado pasar por la aduana de Hollywood.)
* * *
Es un director tan reconocido como polémico. Es un productor por necesidad. (Sólo produce sus propias películas.) Es un actor por puntada, cada que se le antoja. (Recomiendo vivamente disfrutarlo en El comediante, de su amigo y frecuente cómplice Gabriel Nuncio.) Pero, antes de eso y antes que nada, Manolo Caro es un escritor. Me tocó atestiguarlo a lo largo de los tres años en que presidió una incubadora de guión de cine que yo coordinaba, y en que me tocó verlo acometer la tarea mayéutica de ayudar buenos textos a devenir películas viables a punta de preguntas impertinentes y pertinaces. (“¿Y si postulas otro escenario? ¿Y si le imaginas otro final? ¿Qué pasaría si no fuera viejo? ¿Si fuera mujer? ¿Si fuera bisexual? ¿Si no consiguiera trabajo? ¿Si se quedara en la isla? ¿Si no fuera de viaje? Inténtalo. A lo mejor te sorprende tu propio personaje. A lo mejor no es por ahí pero a partir de ello encuentras un camino que no se te había ocurrido”.)
Debe haber influido esa línea de pensamiento en mí pues, cuando vi las fotografías a las que este texto acompaña, lo que vino a mi cabeza fue una de esas provocaciones dignas de un taller de guionismo: ¿y si Manolo Caro fuera el nuevo James Bond? Digo, si Daniel Craig hizo un 007 rubio, sensible y casi abstemio; ¿por qué no iba a ser Manolo el próximo Mr. Kiss Kiss Bang Bang?
Se ha dicho que Bond es un macho tóxico. Que, en el siglo XXI, 007 no puede seguir encarnado por hombres blancos heterosexuales, predicamento para cuyo remedio han sido barajados nombres que van de Idris Elba a Priyanka Chopra a Luke Evans. ¿Qué tal –aventuro– un James Bond mexicano, chaparrín, bigotón y gay? Más aún, uno que no necesita blandir una Walther PPK porque empuña como un valiente una Montblanc Meisterstück, arma más poderosa si cabe (y a las pruebas –que van de Ernest Hemingway a Mikhail Gorbachev– me remito). Después de todo, a lo más que puede aspirar una pistola es a segar una vida, mientras que una pluma tiene la facultad de crearla. O, mejor, de reinventarla.
“Empecé a escribir porque sufrí un secuestro de niño”, me comparte Manolo. “Esa tragedia, que marcó mi vida, me dio la posibilidad de convertirme en quien soy. El psiconanálisis es complicado para una persona de ocho años, por lo que parte de mi terapia era escribir y dibujar. No recuerdo el dia en que me dieron de alta pero, aunque dejé de ir a terapia, no dejé la pluma. Contar historias se me volvió un hábito: tanto que hoy es de lo que vivo, de lo que como y lo que más disfruto. No pasa un día en que no escriba una frase, una idea o un concepto o diseñe un personaje”.
Con aquella arma, el comandante Bond combatía a SPECTRE o a SMERSH; con ésta, el caballero Caro encara a un enemigo acaso más temible: el miedo. Y no uno difuso sino el que asolaba Guadalajara en tiempos del asesinato del Cardenal Posadas: “Jalisco a principios de los 90 era tremendo”, rememora: “vivíamos una guerra como la que se vive ahora en Sinaloa. Yo veía eso y escribía eso: del miedo a salir y a que me privaran de mi libertad pero también del miedo a salir del closet y ser juzgado. Esos dolores que te va poniendo la sociedad, yo los exorcizaba escribiendo”.
Acaso sea ese impulso el que hace que el universo de Manolo conserve una autenticidad que no sólo se yergue por sobre el glamour y el camp y el humor sino que, de manera más inesperada, se expresa a través de ellos. “Ahora hago exactamente lo mismo”, concede, pero “ya con herramientas. He escrito películas sobre mis propios amores, comedias en que me burlo de mí mismo o de mi familia. Escribo sobre mí: es lo más lo más congruente que puedo hacer”.
Hombre cuarentón, cada vez más cercano a la madurez como creador, Caro ya no aspira a la originalidad, ese juego de niños: “Yo creo que los realizadores o los escritores agarramos dos o tres temas y estamos escribiendo de ellos toda la vida porque son los que tenemos que trabajar y los que queremos entender; en mi caso siempre hablo de la familia, de descubrir quién eres en la vida y darte tu lugar, y la cosa que me más me hace reír es la doble moral –de la cual, claro, yo también soy participe”. Le digo que todo eso redunda en un estilo propio, cosa que termina por admitir, aunque no con esas palabras: “Todos los creadores apelamos a tener algo reconocible, que el público vea un fotograma o escuche una nota de una canción y diga ‘Es de esta persona’: ése es el sueño de todo mundo. Y es muy difícil lograrlo porque todo está contado ya: todos somos un manojo de referencias de otros creadores. Hacerte hoy un lugar con un estilo específico es casi como un milagro”.
Un escritor celebrado me dijo un día que cada intelectual tiene una vaca y la ordeña. Lo mismo los artistas, digo yo.
Del cuero de la Manolo han salido no pocas correas.
* * *
Cuero azul ahumado con estampado de corteza de árbol: así describe Montblanc su portafolio Fino 4810, que Manolo presume en las fotografías de esta edición de Esquire. La literatura oficial de la marca dice que ha sido concebido para almacenar “esenciales de oficina, incluyendo dispositivos electrónicos y documentos en formato A4” pero confesaré que adivino tras ese texto –casi un parlamento de película de Manolo Caro: piénseselo en voz de, digamos, Anabel Ferreira– una función secreta, acaso una misión confidencial cuyas herramientas resguarda con celo.
¿Qué entregaría Q a un Manolo Caro 007 antes de enviarlo a pelear contra las malas artes del oscurantismo intelectual, la cursilería perezosa y la gazmoñería feúcha? ¿Cuáles adivinamos sus herramientas para pelear contra lo que él mismo define como “lo que más daño ha hecho: qué la gente crea que tiene el derecho de señalar a los otros y de decirnos cómo tenemos que comportarnos y quiénes tenemos que ser”.
Aparto las asas de piel lisa, abro el cierre de boca ancha y encuentro dentro las armas secretas de este agente de inteligencia (crítica) al servicio secreto de su majestad, el choteo. He aquí el inventario de los gadgets de que se sirve el oficial Caro para hacer su trabajo:
El absurdo: “Sirve para espejearnos. Es la contraparte del realismo: si no existiera, no nos daríamos de quiénes somos”.
Cecilia Suárez: “Sirve para interpretar de la manera más fiel los peronajes que habitan mi cabeza. Conozco muy bien el instrumento actoral de Cecilia: sé muy bien qué pedirle, cómo decírselo, cómo verla. Y ella me conoce muy bien como director, como amigo, como pareja creativa que somos.
“Cecilia me ha servido en muchas ocasiones para hacer el papel de Manolo: es muchos yos. Lo sabe y me lo dice: ‘Esto va a ser así porque sé qué quieres: cuando a ti te pasó tal cosa, tenías esta cara o tenías está voz’.
“Cecilia y yo podemos equivocarnos a los ojos del espectador pero es muy raro que nos equivoquemos en hacia dónde queremos ir juntos”.
El color: “Como decía Catalina Creel, sirve para disfrazar lo más negro de nuestra alma. Sirve para levantarnos el ánimo, para maquillar la tristeza, para hacer un statement. El color es una celebración porque nos da la oportunidad de cambiar de inmediato un estado o una atmósfera. En la imagen, en lo audiovisual, es un regalo”.
El estilo: “Sirve para que crear una firma a partir de quien eres, de lo que ves, de lo que te mueve. Me considero un esteta, y eso también sirve. Con los años, el estilo permite construir referencias mucho más claras de un momento social. Es por eso que detesto el minimalismo. ¿Qué dice el minimalismo? Que es bonito, que es zen, que es feng shui, que todo está en paz. Yo creo más en el caos”.
La jotería: “Sirve para alzar la voz: para decirle a la sociedad que las reglas del juego han cambiado. Que existimos. Y no solamente que existimos sino que estamos poco a poco apoderándonos de los grandes puestos, de las grandes películas, de las grandes obras de teatro, de los grandes deportes. Ahora que el mundo parece haber regresado a las ideas de derecha y al conservadurismo, la jotería sirve para decir tenemos que echarle fuerza y caña.”
Así ni quien necesite un Aston Martin. Y menos un Tesla.
Fotos: Alfredo Arias-Horas
(@alfredo_arias_oficial)