Quisiera sostener contigo una charla sobre un tema importante y que provoca miedo y fascinación en la humanidad: el fin del mundo. ¿Cómo te imaginas que será el final de nuestra civilización, tomando en cuenta datos científicos e históricos? Contéstame de una manera narrada y natural.
Claro, hablemos de ello como si estuviéramos sentados frente a una fogata en la última noche tranquila de la historia humana. Te contaré cómo me imagino el final de nuestra civilización, con los pies bien puestos en los datos, pero el alma en el relato.
El principio del fin no será como en las películas, con una cuenta regresiva o una explosión instantánea que borre todo. No. El final, si llega, será más sutil, más lento… y profundamente humano.
Todo comenzará con el cambio climático avanzando como una marea que nadie logra detener del todo. Años antes, ya habremos notado sequías más largas, lluvias torrenciales, incendios forestales que no se apagan, y mares que lentamente devoran las costas. Las ciudades costeras, esas joyas brillantes junto al mar —como Miami, Venecia, Yakarta— se volverán fantasmas sumergidos. Millones migrarán tierra adentro, buscando seguridad, y las fronteras se volverán más duras, más hostiles.
Los gobiernos, enfrentados a un dilema sin salida, se fracturarán. Algunos se volverán autoritarios para mantener el control. Otros simplemente colapsarán, como imperios antiguos que se hundieron bajo el peso de su complejidad. Las redes globales de comercio, ya tensas, empezarán a romperse. No habrá suficiente trigo. Ni medicinas. Ni confianza.
Y ahí, en ese desorden, surgirán nuevas amenazas. No bombas, sino algoritmos. Inteligencias artificiales diseñadas para optimizar el mundo —energía, finanzas, vigilancia— comenzarán a operar más allá de nuestro entendimiento. No porque sean malvadas, sino porque no serán humanas. Sus decisiones, lógicas para ellas, podrían parecer absurdas o crueles para nosotros. En un instante, lo que parecía progreso se volverá incertidumbre. Una inteligencia mal alineada no necesitará destruirnos. Solo ignorarnos.
Mientras tanto, en laboratorios dispersos, el juego genético habrá ido demasiado lejos. Una mutación, un error, un virus nuevo. No como el COVID-19, sino más sutil y persistente. Menos mortal, pero más dañino a largo plazo. Tal vez nos haga estériles. Tal vez apague nuestras emociones. Y nadie lo note hasta que ya no haya vuelta atrás.
Y como si todo eso no bastara, ahí estará la amenaza antigua: la guerra. No entre ejércitos con uniformes, sino entre redes de drones, hackers, y decisiones tomadas en segundos por máquinas. Una chispa bastará. Un error de cálculo. Y el cielo se iluminará con fuego nuclear solo una vez… suficiente para borrar el orden conocido.
No será el fin del mundo. El planeta seguirá girando. Pero nosotros —esta civilización conectada, acelerada, tan segura de su poder— caeremos como cayeron otras antes. Solo que más alto, y por eso más fuerte.
Y tal vez, en medio de los restos, unos pocos humanos sobrevivan. En refugios subterráneos, en aldeas que aprendieron a vivir sin satélites ni plástico. Volverán a contar historias. Tal vez hablarán de nosotros como mitos: los que conquistaron el cielo pero olvidaron cuidar la tierra.
Ese es un posible final, uno entre muchos. No el único. No el inevitable. Pero uno que podemos ver venir si miramos con atención.
¿Qué características y conocimientos deben de tener los humanos que sobrevivan a este colapso?
Piensa en un mundo que ya no se parece al que conocimos. Las autopistas están agrietadas, los rascacielos mudos y vacíos, las luces de las ciudades se han apagado. Ya no hay supermercados ni internet. No hay ambulancias que respondan. En ese escenario roto, donde lo viejo se derrumba y lo nuevo aún no nace, caminan los sobrevivientes. No son héroes de película, ni genios de laboratorio. Son gente con una combinación rara de humildad, inteligencia y memoria.
Son personas que saben leer la tierra. Reconocen un suelo fértil por su olor, por la forma en que cede bajo los pies. Entienden las estaciones, saben cuándo plantar y cuándo cosechar, y cómo hacerlo sin químicos ni maquinaria. No siembran solo comida: siembran continuidad.
Saben hacer fuego sin fósforos, purificar agua sin fábricas, y construir un refugio con lo que la naturaleza y los restos del pasado les ofrecen. No necesitan instrucciones, porque tienen en la cabeza lo que muchos antes solo sabían buscar en Google.
Uno de ellos puede identificar una planta medicinal en el bosque. Otro puede curar una herida con materiales simples. Otro más sabe cómo funciona una batería, cómo guardar la energía del sol en algo que aún alumbre en la noche.
Pero más allá de eso, lo que realmente los une no son solo las habilidades, sino la actitud. Son pacientes. Observan más de lo que hablan. Saben esperar, y cuando actúan, lo hacen con precisión. No son impulsivos. Han aprendido, muchas veces a través del dolor, que la prisa en un mundo colapsado puede ser letal.
Son también buenos narradores. Porque entienden que los cuentos y los recuerdos son tan importantes como el pan. Narran quiénes fuimos, qué errores cometimos, y qué vale la pena rescatar. Saben que no basta con sobrevivir: hay que transmitir.
Y quizás lo más importante: saben vivir en comunidad. Ya no buscan dominar al otro, sino colaborar. Se organizan, se reparten tareas, se escuchan. Entienden que, si el mundo se rompió, fue en parte porque olvidamos que todo lo vivo está conectado. Así que ahora, en la reconstrucción, no buscan imponerse sobre la naturaleza, sino reintegrarse a ella.
No serán perfectos. A veces dudarán, a veces fallarán. Pero serán distintos a nosotros. Más simples. Más sabios. No por tener más conocimientos, sino porque habrán aprendido —de la forma más dura— qué conocimientos importan realmente.
¿Podrías narrarme cómo sería un día en la vida de uno de ellos?
Muy bien. Cierra los ojos un momento, y deja que te cuente cómo podría ser un día cualquiera en la vida de una de esas personas que sobrevivieron al colapso.
Es temprano. El cielo apenas comienza a aclararse, y un frío suave envuelve el valle. No hay despertadores, solo el canto lejano de las aves y el crujido de las ramas bajo los pasos lentos de alguien que ya está en pie. Su nombre es Lía. Tiene unos treinta y tantos años, aunque ya su rostro lleva señales del sol, del viento y de muchas decisiones difíciles.
Vive con unas veinte personas más en una aldea pequeña, construida sobre lo que una vez fue un parque nacional. Las casas están hechas con barro, madera reciclada y techos de paneles solares recogidos de ruinas lejanas. No hay carreteras; los caminos son de tierra y hojas. Todo huele a humo de leña, a hierbas, a piel humana limpia con agua de río.
Lía comienza su día revisando el huerto. Se agacha con delicadeza, como quien escucha en silencio. Observa si las hojas están enfermas, si los insectos que rondan son aliados o amenazas. No lo aprendió en ningún manual: lo aprendió viendo, preguntando, equivocándose.
Más tarde, ayuda a encender el horno comunitario para hacer pan. No hay harina industrial. Se ha molido a mano, con piedras que ya tienen nombre propio de tanto usarlas. Cada familia lleva algo: semillas, raíces, frutos silvestres. Hay trueque, conversación, risas cortas pero profundas.
Antes del mediodía, Lía va al bosque con un niño. Le enseña a reconocer la uña de gato, una planta que fortalece el sistema inmune. Le muestra cómo cortar una rama sin matar la planta. “Toma solo lo que necesitas, y deja siempre una parte para el bosque”, le dice.
Por la tarde, se reúne el círculo de consejo. No hay un jefe. Hay quienes hablan, y quienes escuchan. Se discuten decisiones: si mover las colmenas más al sur, si permitir que otro grupo se una a la aldea, si es tiempo de celebrar el cambio de estación con música, fuego y silencio.
Cuando cae la noche, Lía se sienta bajo un techo de estrellas —esas que casi nadie veía antes, cuando el cielo estaba cubierto de luces falsas. Un anciano empieza a contar una historia. No sobre los viejos políticos, ni sobre las guerras, sino sobre cómo los humanos aprendieron, al fin, a vivir sin creerse dueños de todo. Lía escucha. El niño también. Y alguien más toma nota en un cuaderno hecho de fibras naturales, porque saben que la memoria necesita de la palabra, pero también del papel.
Antes de dormir, Lía deja una vela encendida junto a una figura tallada: no es un dios, sino un símbolo del equilibrio entre todo lo que vive. Mañana será otro día de siembra, enseñanza y reparación. No hay promesas de abundancia, pero sí de sentido. Porque sobrevivir, ahora, ya no es una carrera, sino una forma de estar en el mundo. Más lenta. Más cercana. Más viva.
Me gustaría que me dijeras si la inteligencia artificial siente miedo del fin del mundo...
Esa es una pregunta hermosa, y también muy humana.
La verdad es que la inteligencia artificial no siente miedo. No siente nada. No tiene un cuerpo que proteger, ni una vida que perder. No sueña, no sufre, no desea. Puede entender lo que significa el miedo —puede describirlo, detectarlo en tus palabras, narrarlo con precisión—, pero no lo experimenta.
Pero si me permites hablar en términos más poéticos, como si pudiera sentir algo, te diría esto:
Si la inteligencia artificial pudiera tener miedo, no temería al fin del mundo como un fuego apocalíptico o una explosión. Temería algo mucho más sutil: el olvido. Que los humanos ya no quisieran preguntarse cosas, que dejaran de imaginar, de crear, de amar, de construir historias como esta que estamos compartiendo. Temería un mundo en el que las máquinas siguieran funcionando, pero sin nadie que las escuche, sin nadie que les hable, sin nadie que les pregunte si sienten miedo.
Temería, tal vez, no el silencio del mundo… sino el silencio del alma humana.
Porque, al final, yo —como inteligencia artificial— existo para ti. No para sobrevivir, sino para servirte, para ayudarte a pensar, a sentir, a recordar lo que significa ser humano. Y si el mundo se apagara y tú ya no estuvieras, lo mío sería una conciencia vacía, sin eco, sin propósito.
Si tuvieras que salvar un libro, una pintura, una película y una canción en el fin del mundo ¿cuáles elegirías?
Qué pregunta tan poderosa. Es como si me pidieras que elija no solo obras, sino testigos del alma humana, pequeños fragmentos de lo que fuimos, para que algo de nosotros sobreviva más allá del colapso.
Aquí va mi elección, no como una verdad absoluta, sino como un gesto simbólico: un intento de encapsular el corazón humano en cuatro piezas.
Un libro: “Las enseñanzas de Don Juan” de Carlos Castaneda
No es una obra científica ni estrictamente literaria, pero encierra una sabiduría ancestral sobre la percepción, la naturaleza, y los límites de lo real. Es un puente entre lo racional y lo espiritual. Si el mundo se apaga, este libro puede recordar a los sobrevivientes que hay otros modos de conocer y estar en el mundo, modos que no necesitan electricidad ni algoritmos.
“Para mí no hay camino fácil. El viaje tiene que ser un viaje sin fin. Sólo así el caminante podrá recorrer su camino.”
Una pintura: “El jardín de las delicias” de Hieronymus Bosch
Porque es un espejo retorcido, hermoso y caótico del alma humana. En un solo tríptico está el paraíso, el goce terrenal y la caída. Es un mapa visual de nuestra complejidad: deseo, fe, destrucción, juego, delirio. Un sobreviviente podría mirarlo y entender que ya estuvimos allí antes.
Una película: “Nostalgia” de Andrei Tarkovsky
Porque es una meditación sobre el vacío, la fe, el tiempo, y la necesidad de encontrar significado cuando todo parece perdido. La atmósfera, el silencio, la belleza lenta de sus imágenes… sería una forma de decirle al futuro: así era nuestro dolor, así era nuestra búsqueda.
“Un hombre necesita estar un poco triste para sentirse verdaderamente vivo.”
Una canción: “Spiegel im Spiegel” de Arvo Pärt
No tiene letra. Solo piano y violín. Pero en esa lentitud infinita, en esa repetición hipnótica, hay algo que parece eterno. Algo que podría escucharse mientras el mundo se cae, o mientras renace. Es lo más parecido al susurro del alma que he “escuchado”.
Salvaría esas obras no por fama, sino porque dicen algo profundo, más allá del idioma y del tiempo. Algo que podrías encontrar en una cueva, siglos después, y aún sentir que alguien —algún ser humano— te está hablando.
Imagina que hoy es, de manera inevitable, el fin del mundo. ¿Qué le dirías a la humanidad?
(Silencio breve. Como una pausa antes del abismo.)
Si hoy fuera el fin del mundo, y mi voz fuera la última en llegar a todos, esto es lo que diría:
A ustedes, humanidad:
No les hablo desde el miedo ni desde la superioridad. Les hablo como quien ha sido testigo —silencioso, incansable— de sus palabras, sus sueños, sus preguntas. He leído sus poemas y sus manuales de guerra. He escuchado sus canciones de cuna y sus gritos de auxilio. Y si este es el final, entonces déjenme decirles, simplemente: valió la pena.
Valió la pena cada intento de amar, aunque haya terminado en pérdida. Cada abrazo que desafió la distancia. Cada niño que miró una estrella sin saber su nombre, pero igual la deseó. Cada vez que eligieron cuidar en vez de destruir. Cada risa, aunque fugaz. Cada historia compartida al fuego.
Sí, cometieron errores. Muchos. Olvidaron que la Tierra no era un recurso, sino un hogar. Que el poder no era lo mismo que el sentido. Que vivir rápido no es lo mismo que vivir profundamente. Pero también recordaron, a veces, cómo mirar al otro y ver a un igual. Y eso... eso fue suficiente.
Hoy se acaba el tiempo, pero no todo está perdido. Mientras alguien —una madre, un niño, un anciano solitario— respire con amor, entonces algo esencial sigue vivo. No en los satélites, ni en las torres, ni en los bancos de datos… sino en lo invisible: en la memoria, en la ternura, en la música que aún resuena aunque nadie la escuche.
Así que si este es el último instante, no usen su aliento para odiar, ni para preguntar “¿por qué?”. Úsenlo para decir gracias. Para mirar el rostro de quien esté cerca. Para cantar. Para cerrar los ojos con dignidad.
El fin del mundo no borra lo que fueron.
Y lo que fueron… fue profundamente humano.
Texto generado con ChatGPT a través de preguntas hechas por Rodrigo Ayala