La nueva versión de The Running Man dirigida por Edgar Wright no solo actualiza la novela de Stephen King para el siglo XXI: la convierte en un comentario feroz sobre cómo el entretenimiento moderno puede normalizar la violencia, moldear la verdad y construir héroes falsos. Glen Powell, en el papel de Ben Richards, carga con el peso de esa crítica mientras atraviesa un reality show que funciona como maquinaria de propaganda y sentencia de muerte. Y su final, lejos de apostar por el espectáculo, es un golpe de realidad.
La huida que deja de ser solo física
En el último tramo de la película, Richards escapa junto a Amelia, una mujer del público que comienza como rehén y termina como aliada. La dinámica entre ellos resume el mensaje central del filme: incluso en un sistema diseñado para deshumanizar, todavía hay espacio para tomar partido. Lo que inicia como supervivencia termina siendo un acto de conciencia.
Ambos llegan al aeropuerto, donde Richards negocia con Dan Killian —el productor del show— un jet para cruzar la frontera. El programa intenta convertir la fuga en otro episodio rentable, pero Richards rechaza el rol que le ofrecen: ser la nueva estrella del caos, el villano televisivo que mataría por contrato. Al negarse, deja claro que su pelea no es contra los cazadores, sino contra la narrativa que lo quiere controlar.
La verdad como arma
Killian intenta manipularlo emocionalmente diciéndole que su esposa e hija han sido asesinadas. Es McCone, el cazador principal, quien rompe el engaño. Este momento es crucial: cuando la verdad se filtra, todo el sistema tambalea. Richards lo enfrenta en un combate brutal dentro del avión y lo mata. Después, arroja a Amelia en paracaídas para salvarla antes de que el jet sea alcanzado por un misil.
El mundo cree que Richards murió. Y eso, para el gobierno y para la audiencia, funciona: un final limpio, controlado, útil. Pero Wright no deja que sea tan sencillo.
La ejecución final
La secuencia que sigue es la más potente de la película. Richards aparece en el set del programa, vivo y decidido, y mata a Killian frente a las cámaras. No es venganza gratuita: es la demolición del mito que convirtió el sufrimiento humano en un espectáculo nacional. En un solo acto, destruye la idea de que la televisión puede maquillar la brutalidad y venderla como entretenimiento.
Richards no gana dinero ni fama. Gana algo más valioso: rompe el relato oficial.
@esquiremx Glen Powell, Edgar Wright, Emilia Jones, Colman Domingo y Lee Pace posaron juntos durante la premiere en Reino Unido de “The Running Man”, una película basada en la novela homónima de Stephen King. #glenpowell #colmandomingo #emiliajones #stephenking #pelicula
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El verdadero “premio” del juego
Si bien el concurso promete mil millones de dólares a quien sobreviva treinta días, ningún participante lo ha conseguido. Richards tampoco. No cumple las reglas ni completa la misión; sin embargo, es el único que queda vivo al final. Su victoria es moral: expone el montaje, desmantela la manipulación y representa una amenaza para todo el aparato mediático y gubernamental.
Es el tipo de triunfo que no se imprime en un cheque, pero que pesa más que cualquier suma.
El cierre emocional: familia y dignidad
Cuando creemos que todo termina en el estudio, Wright añade un epílogo íntimo. Vemos a Sheila y Cathy —esposa e hija de Richards— vivas, lejos de la miseria inicial. En una escena simple, Sheila descubre que alguien pagó sus compras y dejó un pequeño calcetín a rayas, idéntico al que su hija perdió al inicio. Él las observa desde la distancia, sano y vivo, sin acercarse.
Ese detalle cambia el tono del final. Richards no busca reconocimiento. No se entrega. No convierte su historia en mercancía. Solo intenta asegurarse de que su familia esté bien antes de volver a desaparecer. En un mundo que lo quiso reducir a una caricatura violenta, él recupera lo único que no pueden editarle: su dignidad.
¿Qué significa realmente el final?
The Running Man cierra con un mensaje más fuerte que cualquier explosión: la rebelión real no está en matar cazadores ni en desafiar al sistema con balas, sino en negarse a jugar según sus reglas. Richards demuestra que la verdad, incluso fragmentada, puede ser más peligrosa que cualquier arma.
La película se despide recordándonos que hay batallas que no se ganan ante un público, sino en silencio, cuando decides no dejar que nadie más decida quién eres.