La verdadera historia de Drácula (o por qué Bram Stoker no conoció a Vlad Tepes)

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Algo comúnmente aceptado y una duda. Imaginen: es una fresca noche de verano y están ustedes con unos amigos cenando en la terraza y la conversación deriva hacia el cine, los libros... Y dice alguien: “Vlad Tepes es Drácula”. Los demás dicen: “Claro”. Añade un tercero: “Más bien es que Bram Stoker se basó en la figura de Vlad para componer a Drácula”. La mesa protesta entonces: “No, Vlad Tepes es Drácula”.


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Por: Ginés Sánchez Y sí, sin duda eso es lo comúnmente aceptado: Vlad III, príncipe de Valaquia entre 1456 y 1462, famoso por ejecutar a sus enemigos empalándolos, es Drácula. Sin embargo, hay diversidad de opiniones. Veamos lo que dice en su ensayo Solicitud de divorcio: conde Drácula vs. Vlad Tepes la prestigiosa investigadora Elizabeth Miller, llamada la baronesa de la casa de Drácula por la Sociedad Drácula transilvana y ganadora del Premio Lord Ruthven al mejor libro de no ficción en el subgénero de vampiros: “No discuto que, al usar el nombre Drácula, Stoker se apropió del mote del voivoda del siglo XV. Tampoco contradigo que añadió pequeños fragmentos de detalles históricos desconocidos para darle mayor entidad al pasado de su vampiro, pero niego vehementemente la extendida opinión de que Stoker supiera nada sobre el Drácula histórico, más allá de lo que leyó en el libro de Wilkinson, o que basara su conde en la vida y las características de Vlad”. Entonces, ¿qué ha sucedido aquí? Retrocedamos, si les parece, hasta el momento en que Bram Stoker está concibiendo su novela.

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Un escritor de vacaciones

Es el verano de 1890 y el señor Bram Stoker está de vacaciones en la costa inglesa con su esposa Florence y su hijo Noel. En ese momento lleva unos meses trabajando en la novela que le dará fama universal. Sin embargo, está lejos de tenerlo todo bien sujeto. Sí sabe algunas cosas, líneas generales. Que será una historia de terror. Que su protagonista será un noble llamado “conde Vampiro”, natural de la provincia austriaca de Estiria. También tiene dudas al respecto del título y se debate entre dos posibilidades: El no-muerto o El muerto no-muerto… ¿Cómo? Rebobinemos. Sí, han leído bien. El protagonista sería un tal “conde Vampiro”, natural de Estiria, en Austria. “Ah”, dirán ustedes, “nos está usted falseando. Porque usted dijo que iba a hablar de Drácula y no de una novela que Stoker arrojara al fuego o abandonara”. Lo dirán ustedes, pero no. Me refiero a ‘esa’ novela. ¿Entonces? Rebobinemos otra vez. Es el verano de 1890 y el señor Bram Stoker está de vacaciones en Whitby, en la costa inglesa. Se aloja en una pensión en el número 6 de West Crescent. Está en los inicios del proceso creativo. Ya ha establecido quién es su personaje y cuáles son sus cualidades/superpoderes. También ha pensado que convendría que buena parte de la historia transcurriera en Inglaterra, y por eso una de las cosas que necesita concretar es el puerto por el que el vampiro llegaría. Y como se le ha ocurrido que Whitby puede ser un buen lugar, emplea en eso los días. Por las mañanas camina por la zona. Tal vez entra en el estudio de un fotógrafo local o habla con algún pescador. Tal vez baja hasta la abadía en ruinas o cruza hasta el antiguo cementerio que domina la colina. Toma notas. Aquí se detiene para trazar un mapa del embarcadero, allí se entretiene en anotar los nombres que aparecen en las lápidas. Por las tardes se sienta en el jardín de la pensión con su esposa y su hijo. Le interesan las costumbres de la zona, la forma de llamar a los vientos, los localismos del habla. Una mañana, el señor Stoker se dirige al museo de la localidad, que contiene la biblioteca municipal. Será en la biblioteca donde todo cambie. Donde de pronto ya no sea Estiria, sino Transilvania; donde de pronto ya no sea el “conde Vampiro”, sino el “conde Drácula”.

Los relatos de vampiros

Hagamos unas aclaraciones previas. La primera, que el concepto de vampiro no es original de Stoker. No. El vampiro existe, en los mitos y las supersticiones, desde al menos seiscientos años antes del inicio de nuestra era. Hay vampiros acadios y asirios. Los sumerios hablaban de unos “muertos que no descansaban en sus tumbas y se movían por el cielo y la tierra”. Hay vampiros en China, y en la tradición hebrea encontramos a Lilith, que fue condenada por Yavé a convertirse en un demonio nocturno volador que se alimenta de sangre. Los árabes tienen a los guls y los griegos a la empusa, que visita a los hombres dormidos y les chupa la sangre. Más cerca en el tiempo están las supersticiones europeas. Así, el abad Agustín Calmet, en su Tratado de las apariciones de los espíritus y de los vampiros o revinientes de Hungría, de 1748, habla de zonas de Europa en las que es posible ver “hombres muertos desde hace varios meses, que vuelven, hablan, marchan, infestan los pueblos, maltratan a los hombres y los animales, chupan la sangre de sus prójimos, los enferman y, en fin, les causan la muerte: de suerte que no se pueden librar de sus peligrosas visitas más que exhumándolos, empalándolos, cortándoles la cabeza, arrancándoles el corazón o quemándolos...”. Establezcamos igualmente que no es Stoker, tampoco, el inventor de las historias de vampiros. De hecho, Stoker ha leído el relato que Polidori escribió la misma noche en que fue creado Frankenstein. Pero también los relatos de Varney el vampiro; y también El desconocido misterioso, de Karl von Wachsmann; y también Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu, que tiene la peculiaridad de tener lugar, precisamente, en Estiria. Establecido todo ello, sentémonos ahora con Stoker en la biblioteca municipal de Whitby y asomémonos por encima de su hombro en el momento en que abre su libreta de notas.

Las notas de Stoker

La primera nota que Stoker dejó en su libreta sobre Drácula está fechada el 8 de marzo de 1890. En ella se habla de un cierto “conde ______”, de Estiria, que pretende comprar una propiedad en Inglaterra y que, para ello, se dirige al presidente del Colegio de Abogados. Las siguientes tres páginas, bajo el título de “Vampire memo (1), (2) y (3)”, consisten en una enumeración de los poderes del vampiro. Stoker va enumerando posibles poderes, algunos de los cuales serán más tarde descartados. Establece que no hay espejos en la casa del conde o que nunca es posible verlo reflejado en ninguno. También se pregunta Stoker al respecto de si el conde da sombra o no. Le atribuye enorme fuerza, el poder de ver en la oscuridad, de hacerse grande o pequeño a voluntad. Le atribuye dientes blancos e insensibilidad a la música. E influencia sobre las ratas. Después Stoker sigue anotando. La siguiente página, sobre la que más tarde habrá que volver, lleva por título Historiae personae, y es la página en la que los escritores solemos organizar los personajes de nuestros libros. Hay nombres que ya están claros: los del doctor Seward, Lucy Westenra, Mina Murray o Jonathan Harker. Hay otros que no. Aparecen una mujer muda y un hombre silencioso. Hay un profesor alemán y un texano. Aparece también el conde, con una salvedad. Ya no tiene un espacio tras el título nobiliario, sino que ya tiene un nombre. Se llama “conde Vampiro”. Pero recuerden esta cita porque luego habrá que volver sobre ella. Stoker sigue anotando y en el cuaderno va tomando forma la historia. La siguiente página está fechada el 14 de marzo y en ella aparece ya la división de la novela en partes y una estructura inicial de los capítulos. Estos van desarrollándose en el siguiente tramo de la libreta. Abundan los tachones, los subrayados. La letra, enérgica, es la de quien está anotando para sí y no pretende que nadie más comprenda. Cada página está cruzada con una línea vertical, evidenciando con ello que se trata de una “toma de notas” que más tarde han sido pasadas “a limpio”. La novela avanza en forma de esqueleto. Stoker se detiene para enumerar los capítulos, como si necesitara recapitular para aclararse. Después anotará horarios de trenes. De Londres a París. De Múnich a Salzburgo. En una de las páginas se hace una autonota, como si ensayara el nombre de la novela: The undead o The dead undead. Siguen calendarios con las probables fechas de los acontecimientos, nuevas recopilaciones de personajes y hechos. Pero queríamos hablar de lo que sucedió aquella mañana en que Stoker entró en la biblioteca municipal de Whitby. Sigámosle.

En la biblioteca

Esa mañana Stoker se ha levantado temprano. Ha desayunado y ha echado a andar. Tal vez sus pasos sigan un plan o tal vez no. Supongamos que no. Que sube, mansamente, hasta la desembocadura del Esk, que mira desde lejos las ruinas de la abadía. Supongamos que es esa misma mañana cuando se detiene en el estudio de Frank Sutcliffe, el fotógrafo que vende postales. Allí hay una que le llama poderosamente la atención: en mitad de la playa hay varado un barco inmenso, una goleta rusa de nombre Dmitri que tuvo la mala suerte de encallar en Whitby cinco años antes. Stoker se pregunta: “¿Y si fuera esta la forma en que el conde llega a Inglaterra?”. Decide investigar sobre el asunto y la imagen queda en su memoria. Queda tanto que no solo es que Drácula llegue, efectivamente, a Inglaterra haciendo encallar un barco en esa misma playa. Es que además el barco será también ruso y se llamará Demeter. Pero Stoker sigue su paseo. Vuelve sobre sus pasos y callejea. Al final, llega a la biblioteca municipal. Y entra. ¿Qué hace allí esa mañana? Es difícil saberlo. Pero una cosa sí se sabe, y es que esa mañana tomará un pequeño libro en rústica de título An account of the principalities of Walacchia and Moldavia (‘Un informe al respecto de las regiones de Valaquia y Moldavia’), escrito por William Wilkinson, que fue cónsul británico en la zona a principios del siglo XIX. Stoker toma el libro y se sienta. Va hojeando. La página uno le habla de Transilvania y de los montes Cárpatos. Las siguientes, de la lucha de los dacios contra los romanos, de las invasiones godas y hunas. La página diez le habla de los valacos. Tal vez Stoker no sabe bien qué está haciendo, pero hojea un poco más. Tal vez salta cinco o seis páginas de golpe. ¿Por qué ha cogido este libro exactamente?, se pregunta. Y es entonces, tal vez cuando va a cerrar el libro, cuando una frase le llama la atención. Está en la página 17 y dice: “Ladislao, rey de Hungría, preparándose para hacer la guerra contra los turcos, comprometió al voivoda Drácula para que se aliara con él...”.

De repente, todo ha cambiado.

La palabra Drácula aparece tres veces más en el libro. En la página 19 merece incluso una nota al pie. Stoker la copiará más tarde en su libreta: “Drácula en el idioma valaco significa ‘diablo’. Los valacos acostumbraban a darle ese nombre a cualquier persona que se hiciera notar, bien por su valor, su crueldad o su astucia”. Tal vez Stoker cierre el libro en ese mismo momento. Tal vez se eche hacia atrás. No es posible saberlo. Pero sí es posible saber que más tarde, en su libreta, en la página Historiae personae (que, recordemos, fue escrita entre el 8 y el 14 de marzo), escribirá, arriba a la izquierda: “Count Drácula”. Y luego dos veces más, flanqueando el título de la página y como si anduviera saboreando la sonoridad de su descubrimiento: “Drácula”, “Drácula”. “¿Drácula era un personaje real? ¿Empalaba a sus víctimas y las hervía en calderos? Que vengan esos sujetos y nos cuenten esa historia tan maravillosa” Lo siguiente que hace Stoker es bajar unas cuantas líneas en esa misma página, en concreto hasta la undécima, y examinar con detenimiento lo que allí ha escrito. “Count Vampir”, pone. Entonces tomará su pluma y tachará “Vampir” y añadirá “Drácula”. A continuación, rebuscará entre las páginas de su libreta y hará esto mismo en cada ocasión en que se tope con el nombre “Vampir”, hasta extinguirlo.

¿Y Vlad Tepes?

¿Qué pasó con Vlad Tepes, el príncipe valaco que empalaba a sus prisioneros? ¿Él ‘era’ Drácula? ¿Stoker se basó en él para escribir Drácula? Pues no. En realidad, Stoker ya ha estado todo lo cerca de Tepes (que pertenecía a la familia de los Drácula) que jamás llegará a estar. Porque, digámoslo claro, en la novela Drácula no hay ni una sola referencia a Vlad Tepes. Pero hay más. En el libro de Wilkinson la palabra “Tepes” no aparece ni una sola vez. Y tampoco lo hace en ninguna de las libretas de notas de Stoker. Y acuérdense de lo que decía la prestigiosa investigadora antes citada. La verdad es que para que Tepes y Stoker estén frente a frente faltan, aquel día de 1890, casi cien años. La verdad es que cuando al fin puedan mirarse a los ojos no lo harán frente a frente, sino a través de persona interpuesta.

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La conexión

Estamos ahora en los años 70 del pasado siglo, más concretamente en la Universidad de Boston. Allí dan clases los señores Raymond T. McNally, profesor de historia y apasionado por la figura de Stoker, y Radu Florescu, de origen rumano y apasionado estudioso de Drácula. Serán ellos dos los que publiquen, en 1972, un libro llamado In search of Drácula, en el que tratan de profundizar en la conexión entre Tepes y Drácula. Más aún, tratan de convencer de que Tepes era, efectivamente, un vampiro. El libro será, con los años, largamente estudiado. Al mismo se le reconocerá la profesionalidad en la revisión biográfica de Tepes y de su época. Sin embargo, cuando hayan de referirse a la conexión entre Tepes y Drácula, los historiadores ya no estarán tan de acuerdo. El libro será acusado entonces de “nada persuasivo”, “nada apropiado” y “antihistórico”, entre otras lindezas. Pero ¿qué sucede? Sucede que el libro es un inesperado éxito de ventas, se convierte en un verdadero best-seller. De repente McNally y Florescu son las niñas mimadas de los programas de televisión del momento. La historia ha calado en el imaginario colectivo y ha sido creída por los medios ávidos de referencias espectaculares. “¡Oh!”, debieron decir los productores de los programas sensacionalistas: “¿Drácula era un personaje real?, ¿y además era un tipo que empalaba a sus víctimas y las hervía en calderos? Qué vengan estos sujetos y que nos cuenten esa historia tan maravillosa”. “Sería tan delicioso”, dice la gente… Pero falta el empujón final. El cine. Porque el cine también lo ha creído. O ha querido creerlo. La primera película en la que Tepes es relacionado con Drácula es un Bram Stoker’s Drácula de 1973 protagonizado por Jack Palance y con guion de Richard Matheson (autor de la novela Soy leyenda, que más tarde sería llevada al cine con Will Smith de protagonista). La película, que incluye también la idea de un Drácula muerto de nostalgia que encuentra a su amor reencarnado en Mina y que con tanto descaro utilizó Coppola hace 30 años en su otro Drácula de Bram Stoker, cala. Vendrán muchas más. Entonces, acuérdense. Háganlo la próxima vez que, en una fresca noche de verano, estén con unos amigos en la terraza y la conversación derive hacia el cine o los libros... Ginés Sánchez es autor, entre otros, de ‘Los gatos pardos’ y ‘Mujeres en la oscuridad’, todas ellas publicadas en Tusquets. Su última novela, ‘Las alegres’, también en Tusquets, fue publicada en marzo de 2020.

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