Antes de que Laura Palmer apareciera envuelta en plástico y el Agente Dale Cooper se convirtiera en el hombre más elegante en hablar con una grabadora, existió otra joven, una de carne y hueso, que vivía en un pueblo del norte de Estados Unidos. Se llamaba Hazel Irene Drew. En 1908, su cuerpo fue encontrado flotando en un estanque cerca de Sand Lake, Nueva York. Tenía solo 20 años.
La historia de Hazel Drew no es exactamente la de Laura Palmer, pero como todo en el universo lyncheano, está tejida con hilos de una realidad distorsionada. Su asesinato nunca se resolvió. No hubo culpables, ni justicia, solo rumores. Un misterio que vivió en susurros, como el viento entre los árboles, hasta que décadas después una abuela lo convirtió en cuento de terror doméstico para su nieto, Mark Frost.
Esa abuela, según el propio Frost, le contaba la historia de Hazel con una mezcla de advertencia y embrujo. “Cuidado con el bosque. Las chicas buenas pueden desaparecer”, parecía decirle. Y así, años después, cuando David Lynch y Mark Frost comenzaron a armar el rompecabezas narrativo de Twin Peaks, el espíritu de Hazel Drew regresó como una sombra entre los pinos.
Un cadáver entre los lirios
Hazel Drew era inteligente, atractiva y vivía una doble vida. Oficialmente era niñera para una familia prominente. Extraoficialmente, tenía amigos poderosos, relaciones ambiguas, y una afición por los secretos. Algunos dicen que mantenía correspondencia con hombres influyentes. Otros, que sabía demasiado de quienes no debía. Lo cierto es que, un día, se fue a caminar por el bosque y no regresó jamás.
La policía encontró su cuerpo golpeado y sumergido. El asesino nunca fue hallado. Pero los rumores persistieron: un amante celoso, un político que quería silenciarla, o simplemente alguien que pensó que podía desaparecerla sin consecuencias. Nadie lo sabe. Ni siquiera hoy.
Esa mezcla de vida común y corriente con una oscuridad inexplicable —una chica aparentemente perfecta que oculta demasiadas verdades— es lo que definió el espíritu de Laura Palmer. Porque Twin Peaks no se trata solo de resolver un crimen. Es una expedición al inconsciente de un pueblo donde todos son cómplices de algo, aunque finjan no saberlo.
El mal vive entre los árboles
Lynch siempre ha dicho que lo que le interesa no es el crimen en sí, sino “el mundo debajo del mundo”. Es decir: el mal que habita bajo la superficie de lo cotidiano. Por eso Twin Peaks no se conforma con ser una serie policiaca. Es una sinfonía onírica de dobles vidas, almas poseídas, realidades fragmentadas, y café muy, muy caliente.
El crimen de Hazel Drew proporcionó el ancla: un asesinato sin respuesta en una comunidad pequeña. El resto fue la genialidad de Lynch: un pueblo que se desdobla como una pesadilla, un agente federal que parece salido de una novela de meditación zen, y una víctima cuya muerte expone el alma podrida del lugar.
¿El cuarto rojo? ¿BOB? ¿La señora del leño? Todo eso nace del deseo de Lynch por mostrar que el mal no siempre tiene forma humana, que a veces se cuela entre los susurros del viento, en la electricidad, o en los sueños. Pero el origen, el punto cero, fue una chica real, enterrada sin justicia, convertida en leyenda.
La herencia de Laura Palmer
Lo que hace a Twin Peaks tan poderosa no es su resolución, sino su insistencia en que la verdad nunca es tan simple como parece. El crimen, como en el caso de Hazel Drew, es apenas la chispa que enciende una hoguera de secretos. Y el fuego, en el universo de Lynch, camina con nosotros.
Más de treinta años después, Twin Peaks sigue siendo un fenómeno porque no ofrece respuestas fáciles. Nos mira a los ojos, como el cadáver de Laura Palmer, y nos dice: “Mírame bien. Soy todo lo que intentas esconder”. Y quizás eso sea lo más aterrador de todo.
Porque hay chicas que mueren dos veces. Una en la vida real. Otra en la ficción. Y en ambas, el misterio queda suspendido en el aire, como humo entre los árboles.