Semblante de fray, mirada resuelta. Su voz, intacta y tenue, cae como una gota de agua en medio del caos: a los ochenta y tres años Paul Simon susurra versos y hace brillar las cuerdas metálicas de su guitarra Martin con las larguísimas uñas de su mano derecha, mientras dos mil personas guardamos silencio. Esta noche de julio, en el Walt Disney Concert Hall de Los Ángeles, hay solemnidad y belleza, artesanía perfecta.
Antes de que se anunciara A Quiet Celebration —que comenzó en Nueva Orleans en abril y culminará el seis de agosto en Seattle—, la idea de una gira por todo Estados Unidos parecía improbable, pues, tras años de deterioro en su oído izquierdo, Simon había decidido retirarse en 2019. Sin embargo, el lanzamiento de su nuevo álbum y un tratamiento experimental para recuperar la audición, fueron razones suficientes para anunciar su vuelta en febrero pasado.
Durante los primeros treinta y tres minutos, anidado entre cuatro monitores y acompañado por diez músicos, interpreta en su totalidad Seven Psalms, siete poemas musicalizados que escribió durante la pandemia y estrenó en 2023, en los que se entretejen su visión sobre la migración y el tiempo, Dios y el amor. Ni siquiera cuando su esposa, la reconocida cantante Edie Brickell, entra al escenario para hacer algunas armonías, Simon se detiene.
En 1984, la carrera de Paul Simon había tocado fondo: sus dos últimos álbumes —One Trick Pony y Hearts & Bones— habían sido un fiasco comercial, y su tumultuoso matrimonio con la actriz Carrie Fisher pendía de un hilo. El negocio musical (que su propia generación ayudó a inventar) ya no era aquel que, dos décadas atrás, abrazó con entusiasmo las armonías comprometidas y poéticas de Simon & Garfunkel. Crisis personal, crisis de ventas, crisis de los cuarenta: Simon parecía sucumbir ante el monstruo de MTV. Pasar el resto de sus días en su mansión en Long Island, conversando con sus fantasmas, parecía un final por lo menos digno.
Pero todo cambió gracias a un cassette: Accordion Jive Hits, Volume II, que acompañaba sus trayectos semanales por carretera entre Montauk y Manhattan. Simon se obsesionó con aquella música festiva, veraniega y luminosa que, más tarde descubriría, era mbaqanga, un estilo de música urbana nacido en Johannesburgo. El resto es historia: aquel sería el origen de Graceland, el álbum más importante de su carrera.
Graceland unió dos mundos a través del ritmo y el lenguaje, popularizando un nuevo género (que la crítica se apresuró a etiquetar con el patético término “world music”) y haciendo que el mainstream volviera la mirada hacia otros ritmos. Además, el disco marcó el inicio de una nueva etapa en la vida musical y personal de Simon.
Pienso en lo anterior cuando comienza la segunda parte del concierto. Simon rasguea un robusto acorde de mi mayor, introduciendo Graceland: “The Mississippi Delta was shining like a National guitar.” Le siguen sus canciones más conocidas: Homeward Bound, Me and Julio Down by the Schoolyard, 50 Ways to Leave Your Lover; las más oscuras: Train in the Distance, The Late Great Johnny Ace, St. Judy’s Comet; las ficciones biográficas: Under African Skies, René and Georgette Magritte with Their Dog After the War, Spirit Voices, The Boxer.
Nada es exagerado, nada está subinterpretado: su edad no ha mermado la potencia de su música. El show, completamente acústico, se asemeja más a una sesión de grabación en la intimidad de un estudio que a un concierto común. Pero aquí no hay cristal de por medio: somos los asistentes quienes damos sentido a este evento ultrapersonal. Hay nostalgia y ternura, pero también sarcasmo, ironía, recursos con los que ha construido la crítica social aguda que lo convirtió en una de las voces esenciales de su generación.
¿Por qué escuchar a Paul Simon en 2025?
Por la misma razón por la que se visita un museo: para saber dónde estamos y hacia dónde volveremos; para recordar que todo es perfectible, que estaremos bien, que, por más que vengan separaciones desastrosas, por más que no entendamos nuestras disyuntivas, por más que el chiste sea sobre nosotros, siempre habrá un camino de regreso a Graceland.
No todos los miembros de su generación pueden seguir sosteniendo sus palabras, pero Simon reafirma versos de hace diez, veinte o cuarenta años, con una música que sigue siendo prístina. Sus letras, vigentes aún, demuestran que aquel experimento de masas que es la música pop puede ser también algo hermoso, algo eterno; que en la autosátira puede haber poesía, y que en el autoescrutinio se esconde el arte.
Cuando el arquitecto Frank Gehry diseñó el edificio en el que ahora celebramos el final, lo hizo pensando en las grandes sinfonías, nacidas —imagino— de preguntas simples, como aquellas que Simon siempre a intentado contestar desde la vulnerabilidad humana en sus composiciones.
Antes de irse, suelta el primer acorde de The Sound of Silence, que empieza con una de las frases más reconocidas de la música popular: hello darkness, my old friend. En ese instante, todos experimentemos la misma sensación que lo llevó de joven escribir esa letra, una mañana de noviembre de 1963 en el baño de la casa de sus padres en completa oscuridad. Todos, de alguna forma, estamos ahí, escuchando el silencio.