Llegué a Málaga una mañana de sol líquido, ese tipo de luz que parece derretirse sobre las cosas. En la puerta del aeropuerto me esperaba un coche enviado por Orlebar Brown. Conmigo subió un influencer de Miami —de esos que bajan de un vuelo trasatlántico con el outfit impecable, sin una arruga en la camisa, y listos para posar—. Mientras el coche avanzaba hacia Marbella, abrimos nuestros teléfonos tratando de ponerle rostro a Adam Brown. Conocíamos el nombre, claro, pero ninguno de los dos lograba ponerle rostro. El influencer revisaba su reflejo en la cámara delantera del teléfono; yo, el mío en la ventana. Entre ambos, el Mediterráneo. La carretera costera se estiraba como una cinta gris junto al mar; una de esas scenic drives que invitan a bajar la velocidad, dejar que el agua marque el ritmo y el paisaje haga el resto. Cincuenta y seis kilómetros más tarde llegamos a Puente Romano, un oasis de construcciones blancas donde los senderos de piedra se entrelazan entre aves del paraíso, fuentes escondidas y una vegetación exuberante. Aquí, el lujo no se muestra: se respira. Este es un resort donde uno puede desayunar frente al mar, entrenar con un DJ en el gimnasio y terminar el día entre las terrazas de Fendi y Valentino, observando el desfile natural de quienes encarnan la moda cruise. En mi suite me esperaban una botella de vino, una tabla de quesos y una canasta de fruta: la promesa de que todo está en su sitio. Podría haber pasado el viaje sin salir de la terraza. En una propiedad tan extensa, el resort logra algo poco común: esa sensación de privacidad total, como si el resto del mundo quedara suspendido detrás de los muros encalados y del rumor constante del mar.
A las seis de la tarde tenía cita con Adam Brown, el fundador de la marca. El escenario era el Sea Grill, un restaurante frente a la playa donde el chill out se mezcla con el tintinear de los vasos y la espuma de las olas. Brown llegó puntual, con paso tranquilo. Pedimos un par de cócteles —él, un gin tonic; yo, algo con lima y hierbabuena—, encendí la grabadora y la charla fluyó como si nos conociéramos de antes. Hablamos de playas, de viajes y de cómo una firma nacida en los camastros de hotel podía encontrar afinidad con una casa de superdeportivos. “Las colaboraciones son más interesantes cuando los productos son distintos, pero las marcas comparten el mismo ADN”, me dijo. “Orlebar Brown es sol, viajes, felicidad y buenos momentos.” Su filosofía, feel good, look sharp, no se trata de presumir, sino de disfrutar. Mientras lo escuchaba, entendí que lo suyo no era solo diseñar ropa, sino crear una forma de bienestar.
Más tarde nos reencontramos en El Pimpi, esa bodega-bar que condensa todo lo que uno imagina de Andalucía: lámparas bajas, barriles de vino, carteles de toros y una música que parece salir del corazón mismo del lugar. En la mesa larga —periodistas, creadores de contenido, gente de moda— servían jamón ibérico, croquetas y guindillas. Brown se sentó frente a mí, luego a mi lado, como quien no quiere que la conversación se enfríe. Hablamos de Londres, del Brexit, de motos y de su fascinación por manejar. “La energía de un Lamborghini se entiende mejor en las curvas de Marbella”, dijo, sonriendo. Era un comentario simple, pero con algo de metáfora: el placer de la velocidad bien dosificada, igual que en su ropa. Había en él algo de misterio, de esos hombres que no necesitan llenar los silencios. Un gentleman de playa, pensé.
A la mañana siguiente me enteré de que había tomado un vuelo temprano a Londres. No dejó discursos ni mensajes, solo una instrucción: que los invitados disfrutáramos. “Al fin y al cabo, de eso se trata la marca”, me dijo alguien del equipo. Y pensé que sí, que Orlebar Brown no vino a imponer una estética, sino a recordarnos una manera de habitar el verano. Pasé cuarenta minutos en el gimnasio, equipado con máquinas de última generación y un sistema de iluminación tenue que lo convierte en un espacio casi nocturno. Una DJ mezclaba ante las caminadoras, acentuando esa atmósfera de club urbano. Por un instante pensé que, si el infierno tuviera buen gusto, también sonaría así: beats precisos, cuerpos disciplinados y nadie sudando de más.
Luego me puse los lentes de sol y caminé sin rumbo entre los senderos. El resort parecía un jardín secreto, con palmeras que rozan las terrazas y piscinas que se asoman entre flores de colores vivos. En una de ellas me detuve a observar a los hombres. La mayoría se movía con una calma activa: algunos nadaban, otros conversaban de pie junto al borde de la piscina con una copa en la mano, o caminaban hacia el bar con soltura. Al menos dos de ellos llevaban shorts de la marca, reconocibles por sus cierres laterales dorados. No era de extrañarse: Orlebar Brown tiene dos boutiques dentro de la propiedad, y era lógico que algunos huéspedes se hubieran dejado seducir. Ninguno parecía tener prisa. Ni correos, ni relojes, ni llamadas en altavoz: un milagro corporativo bajo el sol. Pensé que probablemente eran altos ejecutivos, de esos que en la ciudad se visten de gris y negro, corren de reunión en reunión y nunca tienen tiempo. Aquí, en cambio, parecían habitar otra versión de sí mismos: más ligera, más humana, más libre.
El short suit de Orlebar Brown —esa pieza insignia que lo cambió todo— está confeccionado con las mismas técnicas de la sastrería inglesa: pinzas laterales, cierres metálicos ajustables y una estructura pensada para favorecer la silueta sin sacrificar comodidad. A diferencia de un bañador convencional, está cortado en un tejido italiano de secado rápido que mantiene su forma incluso después de nadar, y se siente más como un pantalón ligero que como un traje de baño. La colaboración con Lamborghini llevó esa precisión aún más lejos: tonos inspirados en los superdeportivos y detalles que evocan sus líneas angulares. Cada modelo de la colección tiene un aire de velocidad contenida, como si la prenda estuviera pensada para moverse entre la piscina, el bar y el asiento de un deportivo. Pensé en lo que Adam me había dicho: “Cuando un hombre se va de vacaciones, tiene permiso para ser alguien que normalmente no es cuando está en el trabajo.”
Eso es Orlebar Brown: una invitación a disfrutar, a sentirse impecable sin necesidad de tener un cuerpo perfecto. Adam Brown lo entendió mejor que nadie: creó la marca después de los cuarenta, cuando ya sabía que el estilo no depende del físico, sino de los detalles. Por eso, cada modelo se ofrece en distintos largos y cortes, pensados para favorecer a todo tipo de cuerpos. Una marca inteligente que previene esas escenas en las que el traje de baño se pega a la piel, el elástico aprieta la cintura o el agua se escurre por las piernas. En su universo, las vacaciones transcurren sin sobresaltos: todo está diseñado para que el cuerpo se vea bien, el movimiento fluya y el placer no se interrumpa.
A la hora de la comida bajé a Chiringuito, donde el Mediterráneo parece llegar hasta la mesa. El chef trabaja con el atún rojo salvaje del Estrecho de Gibraltar, uno de los más valorados del mundo. Lo sirve crudo, apenas con aceite de oliva y sal marina: un bocado que sabe a mar abierto, a algo indómito y fresco. Mientras almorzaba, pensé de nuevo en Adam. En su manera de hablar hay algo que desarma: una masculinidad sin rigidez, sin necesidad de demostrar nada. Cuando le pregunté qué tipo de hombre retrata en sus campañas, me respondió casi sin pensarlo: “Uno que se siente cómodo consigo mismo. No se trata de esforzarse demasiado.” Esa frase me quedó dando vueltas. Brown no vende virilidad impostada; vende la calma de saberse bien en la propia piel. Me dijo también que los colores nunca le han asustado, que los estampados pueden ser una declaración silenciosa de confianza. Quizá por eso sus colecciones no intimidan: invitan. Su filosofía se traduce en algo tan simple como práctico. “Todo se reduce a un par de shorts”, me había dicho. Y tiene razón: basta combinarlos con una camisa de lino, un polo de piqué o incluso en de tela de toalla para estar perfectamente listo para almorzar en un restaurante chic.
Después tocaba recorrer Marbella, y no podía ser de otra manera que sobre ruedas. Me subí a un Lamborghini Urus azul, con un piloto profesional al volante. Frente a nosotros, un Revuelto negro, poderoso, casi animal, abría paso. Era una pieza de ingeniería y deseo, el tipo de coche que no solo se maneja, sino que se siente. “Con Lamborghini hay un concepto de velocidad, de estar al aire libre, de emoción. Se trata de un espíritu”, me había dicho Adam. Marbella tiene ese mismo espíritu: una ciudad que vive entre el hedonismo y la calma, entre el sonido de las olas y el rugido de los motores. Aquí, el lujo no se grita: se desliza. La colección Orlebar Brown x Lamborghini se mueve en ese eje: el del placer sofisticado, la velocidad y la ligereza. Los tonos —amarillos, naranjas y azules de alto croma— remiten tanto a los coches como al sol que habita destinos como Dubái, Miami o la propia Marbella.
La última noche nos reunimos en La Plaza, el corazón del resort. Era miércoles y aun así el lugar vibraba con una mezcla de acentos, copas heladas y música que parecía no tener edad. Las terrazas de Fendi y Valentino marcaban el ritmo de la noche, con ese desfile espontáneo que define a Marbella: nadie parece apurado, todos parecen saber que el tiempo aquí es otra cosa. Cenamos en Gaia, el restaurante greco-mediterráneo del resort, donde cada plato parece diseñado para el placer: carpaccio de dorada, cabrito al horno de leña y, para cerrar, una bandeja de delicatessen orientales con yogures, mieles, nueces y loukoumades tibios. En la mesa se hablaba de viajes, de moda, de playas. En algún momento, alguien mencionó Mykonos, y recordé lo que Adam me había contado: que había vivido tres meses allí, en una azotea junto al mar. Que muchas de sus ideas nacen en esos lugares donde el cuerpo se relaja y la mente también. “Las vacaciones te permiten ser alguien distinto.”
Cuando terminó la cena, caminé de regreso a mi suite. Las luces colgantes sobre la plaza dibujaban un cielo artificial y perfecto. El aire olía a selva y sal. Esa noche soñé con las playas de mi vida: lugares donde el tiempo parecía estirarse como una sombra sobre la arena. Pensé en mi propia idea de las vacaciones y en la que propone Orlebar Brown: no escapar del mundo, sino moverse dentro de él con otro ritmo. En mi sueño, un Lamborghini recorría la carretera costera, las luces reflejándose sobre su carrocería como destellos del mar. No había prisa, solo una precisión silenciosa, la misma que define a la marca. Pensé en Adam y en su idea del hombre en vacaciones: alguien que no huye del tiempo, sino que se reconcilia con él. Tal vez la elegancia sea eso: entender que incluso la velocidad necesita un respiro. Quizá ese sea el secreto del estilo: saber cuándo acelerar y cuándo dejarse llevar.
Automobili Lamborghini x Orlebar Brown
Una colección entre dos marcas que se antojan muy distintas a primera vista, pero en realidad comparten la misma esencia, la del lujo que se expresa con soltura y sofisticación. Deja que el sol, el mar, la velocidad y el estilo que infusionan a esta colección le dé un giro completamente favorable a tu estilo en los destinos más paradisiacos del mundo. Conoce la colección que evoca los colores inconfundibles de los super deportivos italianos en diversas prendas creadas para evocar el estilo de vida y la vibra de lugares como Miami o Marbella. Vas a reconocer los patrones inspirados en distintos elementos de los modelos de Lamborguini y te resultará difícil elegir tu prenda favorita.
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Dónde alojarse: Puente Romano Beach Resort
Qué probar: Atún rojo del Estrecho
Dónde cenar: GAIA
Must have: Short suit modelo Bulldog Reticolo en azul Synth x Lamborghini, de Orlebar Brown
Playlist del viaje: Marbella Ocean Club
FOTOS: JULIETA A. MILLET / ORLEBAR BROWN / PUENTE ROMANO BEACH RESORT