Mi generación fue la última que pudo tener un trato directo con Octavio Paz. También, me parece, fue la última que lo leyó como a un escritor, no como a una personalidad. El instante en que su imponente mirada azul se suavizaba en una sonrisa (y Paz sonreía y reía mucho) nos reconciliaba con el escritor, es decir con un semejante, genial muchas veces pero evidentemente imperfecto, con más dudas que certezas, volátil y curioso como un ave en constante combustión («su gracia radica en su combustión», escribió Saint-John Perse sobre los pájaros).
En las celebraciones por el centenario de su nacimiento podemos optar por dos formas de acercamiento a Paz: una es volver al escritor, sumergiéndonos en sus textos y en sus poemas y dialogando con ellos desde la lucidez, la crítica y el asombro, sin pasividad; la otra es sepultarlo con gran solemnidad en el mausoleo de una admiración vacía, que no piensa leerlo sino usarlo como una moneda de cambio en la conversación. Circulan monedas de veinte pesos con su efigie: podemos traerlo en el bolsillo como algo propio -dispuestos a usarlo, a gastarlo- o protegerlo como a una reliquia, distanciándonos de él.
Cuando en 1963 Paz recibió su primer premio internacional de importancia (el Internacional de Poesía de Bélgica), dudó: creía que aceptarlo era traicionar el trabajo aislado y casi secreto del poeta. Él estaba en la India y decidió pedirle consejo a una mujer sabia de nombre Ananda Mai. Mientras ella le decía que rechazar el premio era de una gran vanidad, rodó una naranja hacia el poeta y de inmediato le pidió que se la devolviera, así, rodándola también. Paz lo hizo, y entonces Ananda Mai le dijo: acepte el premio como ha aceptado esta naranja, y luego déjelo ir como lo ha hecho, sin darle más ni menos importancia de la que tiene. Se me ocurre que no hay mejor manera de leerlo: sin prejuicios, apropiándonos de él como nos apropiaríamos, sí, de una naranja.
Si nos maravilla, bien. Si no nos gusta, que así sea. Pero forjemos, a través de la lectura, un juicio propio. Dudo que a un nuevo lector desprejuiciado le disguste su obra: incluso sus textos más coyunturales, más atados a su momento y pugna, parten de un centro que aspira a la universalidad, a los sentidos, a la inteligencia abierta y al fulgor del instante, es decir a la derrota sobre el tiempo. Su poesía no se dirige a un lector determinado, sino a todos los lectores, y sólo es local cuando esa condición está preñada de mundo y ese mundo se asume como parte del cosmos. Cuando dice «Mixcoac» está diciendo «hogar», y cuando dice «Madrid, 1937» está diciendo guerra, hermanos en guerra. ¿Es actual su obra? Tanto como la muerte y el amor, como reflexionar sobre la vida.
Paz recibe el Premio Nobel (1990)
Si Octavio Paz viviera, sería el primero en procurar que su centenario no lo petrificara. No negaría los festejos, pero los aceptaría con el recuerdo presente de las palabras de Ananda Mai. Tal vez, después de haber trabajado él mismo, en los años noventa del siglo XX, en la concepción de sus obras completas, volvería a la idea de ofrecer a los lectores sus libros de manera individual y muy probablemente abierta, accesibles en la red: todo poeta quiere ser leído, y quiere ser leído texto a texto, poema a poema, con fruición intelectual y sensual, no como una asignación o como un pretexto de efeméride. Su cumpleaños número cien sería (y ojalá así sea) una fiesta de las ideas y de la poesía. Seguiría escribiendo poemas y si el último libro de versos que publicó en vida, Árbol adentro, es indicador de algo, podemos asumir que su poesía sería cada vez más sencilla y profunda, tal vez más breve, acaso cercana a las tradiciones de oriente que tanto le fascinaron. Y sería en gran medida una poesía amorosa, afirmándose en esa fuerza en la que siempre creyó sin parpadear: la de la entrega a otra persona no como rendición sino como reconocimiento de un todo al que, finalmente, se regresa. Sí: celebraría un siglo de vida con un nuevo libro de poemas bajo el brazo. Así permanecería joven.
El trato con las palabras, y la batalla contra su distorsión, fue una de sus pasiones. El primer poema suyo que me impactó, «La vida sencilla», lo dice así: «Llamarle al pan y que aparezca / sobre el mantel el pan de cada día». Hoy, y aunque estoy seguro de que Paz no sería un radical de la corrección lingüística, podemos especular que estaría vivamente interesado en los usos de la retórica, tanto la de nuestros gobernantes como la de las redes sociales y los mensajes de texto. No lo imagino abreviando palabras para comunicar ideas, o simplemente para comunicarse, pero tampoco puedo descartar que de alguna manera se adaptaría a la velocidad casi instantánea de nuestros diálogos electrónicos y a los límites espaciales de los mismos. En cuanto al lenguaje de la política, lamentaría y atacaría su aplanamiento intelectual y evidenciaría la corta vida de las palabras que sólo saben respirar sobre la superficie de las ideas. Seguiría siendo un crítico lúcido de las taras del poder, siendo la limitación para expresarse y la falta de imaginación una de ellas.
Al recibir el Premio Cervantes (1981)
Por supuesto que Paz hubiera celebrado, de haber vivido para verlo, el final de los setenta años de priismo en los que transcurrió su vida entera. La idea de una «revolución institucional», o de la consigna que hay detrás de ella, siempre le pareció nefasta, y no es descabellado especular sobre su «voto útil» para contribuir al cambio que atestiguamos en el año 2000. Claro: después hubiera sido uno de los primeros en desesperarse ante la miseria como estadista de Vicente Fox, pero sobre todo ante la oportunidad perdida de una verdadera transformación o al menos de una renovación de la política mexicana y su régimen. La ruptura del pacto laico lo hubiera enardecido, por no hablar del manifiesto antiintelectualismo que caracterizó al pan en sus doce años de poder. Pero tampoco hubiera visto la vuelta del PRI, ese «ogro filantrópico», con alivio, al contrario: habría manifestado abiertamente sus reservas. Sobre la izquierda mexicana, hubiera atestiguado con enojo y tristeza su implosión y su fragmentación en tribus, perdiendo, así, a uno de sus interlocutores naturales. Considero que el desencanto y la vejez lo hubieran alejado de su combatividad política y que Paz hubiera cerrado su círculo vital con una reconcentración en la literatura y, sobre todo, en la poesía.
Presidente del Premio Príncipe de Asturias (1992)
En su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, en 1990, Paz repitió una vez más su creencia en que «la poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema». En última instancia, este «enamoramiento» está destinado a fracasar: el instante siempre huye, no podemos detener el presente y sabemos que vamos a morir. ¿Se habría resignado el viejo y centenario poeta ante esta lapidaria verdad? Sí y no. Sí, porque la cercanía de la muerte hubiera impreso en sus letras sabiduría y serenidad o, para decirlo en otras palabras: aceptación. Y no, porque la persecución del instante o «búsqueda del presente» (así se titula su discurso del Nobel) es una especie de fatalidad para el poeta genuino: ni la garantía del fracaso es suficiente para cesar la exploración. A sus cien años de edad Paz seguiría suplicándole al instante, como Fausto: «Detente, eres tan bello».
Premio Britannia (1988)
Otro escenario plausible si Paz viviera es el de su labor como editor de revistas. A lo largo de su vida, el poeta formó parte y dirigió una serie de publicaciones centrales en la historia del periodismo cultural en español del siglo XX (Barandal, Cuadernos del Valle de México, Taller, Plural y Vuelta): ¿Cómo sería su liderazgo editorial en el siglo XXI? Tomando en cuenta los últimos años de Vuelta (cuya continuación natural es Letras Libres), es probable que hubiera pasado la estafeta a un grupo de jóvenes editores para concentrarse él en la discusión de los temas centrales de nuestro tiempo. Octavio Paz no fue un purista que considerara que la literatura debía estar aislada del ruido del mundo, todo lo contrario: reconocía las obras de creación como un producto -y muchas veces como una crítica- de su tiempo y su sociedad. Evidencia de ello fueron sus últimas revistas, verdaderos termómetros del acontecer nacional e internacional, guiadas por el olfato extraordinario de su director para detectar dónde y cómo se cocinaban los temas neurálgicos del presente. El modelo capitalista y sus límites, los aciertos y yerros de la democracia liberal, la situación de los indígenas mexicanos, nuestra manera de acercarnos a la Historia, la progresiva deshumanización y mercantilización del arte, las revoluciones duras y las de terciopelo, la violencia en México y el mundo, la legalización de las drogas, la pulsión del populismo en Latinoamérica, las viejas y nuevas tiranías, los cambios culturales que ha supuesto la revolución digital y un etcétera tan vasto y rico como la realidad contemporánea serían temas centrales de la revista (digital) que hoy estaría editando un Paz incansable y centenario, sin olvidar nunca un espacio para la creación poética y narrativa y otro para la crítica de las novedades editoriales.
También estaría peleándose con mucha gente, por salud y gimnasia mental, pero sobre todo por congruencia moral: la defensa de sus ideas lo llevaría a confrontar, una vez más, a los talibanes de las ideologías inamovibles, a los fanáticos, a los recalcitrantes y a todos los incapaces de ejercer la autocrítica como una vía de crecimiento y conocimiento. Sería un adversario temible pero siempre dispuesto a esgrimir sus argumentos en buena lid contra quien se atreviera a hacerlo, y aquí me atrevo a suponer que Paz agradecería, si no que le faltaran al respeto, sí que no le tuvieran el miedo sacro que al final de sus días le inspiró a los más tontos: si la poesía dice siempre «tú», esa misma confianza debemos tener con sus autores, aunque les hablemos de usted.
Sus obras completas (1991)
Me gusta pensar que Paz tendría un blog: una bitácora en la que fuera compartiendo lecturas, anotaciones, bocetos, versos sueltos, bibliografías y curiosidades. O una cuenta en Twitter: los 140 caracteres serían un desafío pero también un juego para él. Su obra conocida está, por otro lado, poblada de tuits. Aquí propongo algunos: «El surrealismo ha sido la manzana de fuego en el árbol de la sintaxis»; «El mundo nace cuando dos se besan»; «Todo poema se cumple a expensas del poeta»; «La piedra triunfa en la escultura, se humilla en la escalera»; «¡Día, redondo día, luminosa naranja de veinticuatro gajos!»; «Si el hombre es polvo, esos que andan por el llano son hombres»; «Nuestra condición original no es sólo carencia ni tampoco abundancia, sino posibilidad»; «¿La religión es poesía convertida en dogma?»; «Los objetos están más allá de las palabras»; «La poesía ignora el progreso o la evolución»; «El lenguaje que alimenta al poema no es, a fin de cuentas, sino historia»; «La tentación de las drogas, dice Baudelaire, es una manifestación de nuestro amor por el infinito»; «El día abre la mano: tres nubes y estas pocas palabras»; «El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico»; «Déjate llevar por estas palabras hacia ti misma»; y, en fin: «Por esto, porque estoy vivo todavía, escribo ahora estas líneas». ¿Cuántos seguidores tendría?
Premiación del Nobel (1990)
Pensemos que la fantasía de que Paz estuviera vivo hoy, a punto de festejar un siglo de vida, no es imposible de concebir: un contemporáneo suyo, el extraordinario y siempre rebelde poeta Nicanor Parra va a cumplir cien años este 5 de septiembre. La longevidad de los poetas viene muchas vedes garantizada por su continua renovación y revuelta lírica. O todo lo contrario: lo iluminan todo como un relámpago, estallan luego con una obra poderosísima y mueren jóvenes. Pero Paz era de la estirpe de los longevos siempre niños, de curiosidad insaciable y capaces de abstraerse totalmente en el universo de la imaginación. Murió a los 84 años de edad rodeado de árboles, árbol él mismo si me permiten la imagen: fronda que sigue oxigenando nuestra atmósfera. Y si estuviera vivo le irritaría muchísimo que en su centenario hiciéramos de él una estatua más, un prócer más de la rotonda de los hombres ilustres. Nos llamaría, en cambio, a leer y pelear y disfrutar y amar y a inventar y a no estar de acuerdo y a forjar una voz propia y, en resumen, a darlo todo por nuestras ideas y nuestros ideales. Estoy seguro de que, además de ejemplar, sería un viejito adorable.
Paz y su esposa, Marie-José Tramini, en la Universidad de Cornell (1966)