Sí, en mi obra he tocado distintos géneros pero, aunque mi novela El testigo trata de Ramón López Velarde -el poeta mejor leído de México, cuya vida breve ya pertenece a la leyenda- nunca he escrito poemas. Hice unas letras de canciones que musicalizó Joselo Rangel, de Café Tacuba, para el soundtrack de la película Vivir Mata (de la que Villoro escribió el guión) pero eso no califica como poesía.
Mi obra de teatro El filósofo declara se presentó en Argentina. Javier Daulte, que es un notable dramaturgo, y yo hicimos una nueva versión para que sonara natural allá. ¡De pronto soy un autor argentino!
La calavera de cristal surgió hace casi 20 años, cuando Nicolás Echevarría y yo escribimos un guión para una serie de televisión que no se llegó a filmar. Luego hicimos una versión para cine, que tampoco se filmó. En las discusiones con Nicolás yo insistía en que la historia tuviera un tono desaforado, cercano al cómic. Finalmente, la obra llegó al género que le corresponde. Trabajar con Bef ha sido muy productivo. Yo soy un neurótico que finge calma y él es un ex punk con auténtica serenidad interior. El Yin y el Yang.
La calavera de cristal cuenta la historia de un niño que perdió a su padre en circunstancias misteriosas. A los 14 años decide averiguar su historia. Sin saberlo, al investigar lo que sucedió con su padre (un piloto que colaboraba en exploraciones arqueológicas) también explora la historia de su país. Siempre me han gustado las historias de rito de paso de la adolescencia a la madurez, y ésta es una de ellas.
Los viajes son cosa del destino, especialmente los más importantes. Llegan a tu vida como la estrella de Belén. No busco viajar propositivamente, pero si la fortuna lo pone en mi camino trato de aprovecharlo. Hay lugares, como Barcelona, que ya no me parecen un sitio de viaje sino una segunda casa.
Sólo me releo por obligación, y el impacto es terrible. Un autor no puede estar satisfecho; siempre deseas cambiar algo. Lo único gratificante es cuando un texto mío me parece escrito por otro. Entonces cobra vida propia. Naturalmente, no me puedo sentir orgulloso de él porque parece hecho por otro. No hay nada mejor que ser tu propio autor fantasma.
Durante muchos años escribí a mano. Ahora tomo notas, pero escribo directamente en la computadora. Hago una versión del libro, la imprimo y luego la borro para encontrar nuevas variantes al reescribirla por entero. Al terminar, imprimo y vuelvo a borrar para repetir toda la reescritura. Suena masoquista, pero no lo es: lo que más me gusta es reescribir.
Con casi todo lo que escribo de ficción sucede lo mismo: hago tres versiones enteramente distintas y otras cuatro con correcciones menores.
Con las crónicas no hago tantas versiones, porque estoy obligado a entregar rápido; y el cuento «Mariachi» (de su libro Los culpables, Editorial Almadía) es una excepción. Los textos más difíciles de lograr son los que suenan naturales, espontáneos. Hay que esforzarse mucho con cada texto: el autor debe sufrir lo suficiente para que el lector no sufra nada.
Como escribo desde hace muchos años, los personajes de unos libros se han convertido en parientes de personajes de otros libros. Trabajo con una familia cada vez más grande, pero siempre disfuncional.
Actualmente, lo que más disfruto escribir son las crónicas de futbol, el teatro y los libros para niños. Pero hay momentos sombríos que sólo puedo expresar a través de la novela.
Llevo una buena relación primitiva con la tecnología. No tengo celular pero lo pido prestado muy seguido.
Los celulares, las computadoras, el iPad y otros medios son instrumentos estimulantes, pero también son filtraciones de la realidad. Hay gente que sólo ve los museos a través de su cámara digital. Esta mediación te aleja de la percepción directa. Además, si respondes diez llamadas mientras ves una exposición de pintura, difícilmente estuviste ahí.
Y luego está el tema de la adicción. Un amigo escritor me dijo que no tenía ganas de continuar su novela porque Twitter lo cautivaba demasiado. Le recomendé que se dedicara a Twitter. No tiene caso escribir sin la pasión de hacerlo. Yo trato de mantenerme cerca de las redes, pero estoy ahí de prestado. El huésped tiene más libertad que el dueño de la casa.
Hace muchos años traduje los Aforismos de Lichtenberg (editados por el FCE). Fue un gran físico del siglo XVIII, experto en electricidad, que dejó en sus cuadernos pruebas de sus chispas mentales. Esas formas breves pueden ser vistas como tweets.
De hecho, lo que subrayamos en los libros son tweets, frases que resumen el mundo. Ahora la tecnología nos ayuda a divulgarlas.
Un tweet que resuma mi experiencia ahí: «Tormenta en Twitter: los relámpagos son horizontales.»
Una chava escribió en Twitter: «Quiero un papá como Juan Villoro.» Me sentí viejo, pero también halagado, porque mi papel favorito es el de padre de mi hija.
Nunca uso audífonos. Puedo escribir con cualquier ruido o música de fondo, a condición de que no sean narcocorridos o Whitney Houston.
Soy de una monotonía pasmosa: el azul debe dominarlo todo. Me visto igual desde hace 30 años. En los grandes días, pienso cómo me vestiría si fuera arquitecto y trato de imitar a ese personaje. Y sólo uso piyama cuando presiento que va a temblar (en referencia a su libro 8.8: El miedo en el espejo, de Editorial Almadía, una crónica sobre el terremoto de 2010 en Santiago de Chile).
Ningún autor que pertenece a una moda vale la pena. No hay una moda Borges o una moda Nabokov.
La violencia está entre nosotros y no puede ser soslayada. La buena literatura la refleja pero también refunda la esperanza. Es el caso de Balas de plata de Élmer Mendoza, Trabajos del reino de Yuri Herrera o El hombre sin cabeza de Sergio González Rodríguez.
El 90 por ciento de los autores que valen la pena están fuera del radar de los medios. ¿Cuántos mexicanos leen a Pushkin?
Wozzeck, de Georg Büchner, es un gran ejemplo de cómo la disciplina del ejército puede llevar a la demencia.
La diferencia de generaciones con los más jóvenes se comprueba en cualquier brincolín. Saberse los nombres de los Jonas Brothers no basta.
Ahora disfruto del esplendor de la naturaleza en la Ciudad de México. Durante décadas viví sin fijarme en los árboles, las jacarandas, los pájaros (incluidas águilas y halcones). Lo más raro del apocalíptico DF es que es una reserva natural.
Hay series de TV en las que podría vivir (bueno, siempre y cuando Tony Soprano me concediera inmunidad o tuviera el teléfono de Jack Bauer). Otras me gusta verlas episodio a episodio, como The Good Wife (no soportaría tantos juicios de un tirón, pero me encantan una vez a la semana)
Con este calor, se me antoja té verde helado con leche y sashimi de pulpo con salsa Valentina. De postre, helado de cajeta (lo como cada seis años, algo excesivamente frecuente para mí).
Además de la disciplina que me dio el haber ido al Colegio Alemán, lo que más me ahorra tiempo para escribir es no tener celular. La verdad es que me gustaría trabajar menos pero me siento mal si no lo hago (la culpa es una excelente musa, aunque preferiría cambiarla por otra, más consentidora).
Nunca he coleccionado nada, pero Gustavo Pérez ha sido tan generoso que parece que soy su coleccionista (lo soy de su afecto y eso me ha recompensado con sus cerámicas).
Me hubiera gustado ser médico, de modo que leo mucho sobre enfermedades y medicamentos. También me apasionan los juicios. Cuando daba clases en Yale veía mucho CourtTV. Recibo National Geographic y leo todo sobre los insectos. Los temas del cerebro son otra pasión. Acabo de leer un ensayo interesantísimo del doctor Pablo Rudomín sobre las neuronas espejo, que son las que sirven para el aprendizaje y la adaptación al medio. En fin, me interesan cosas que no sé si algún día me servirán para mi trabajo.
Fotografía: Alessandro Bo