En una laguna de la selva peruana habita el pez de agua dulce más grande del mundo, un monstruo carnívoro que puede medir hasta tres metros y pesar doscientos kilos. Es un manjar que empieza a ponerse de moda en los restaurantes más lujosos del país, pero que a la vez está en peligro de extinción. Nuestros colaboradores acompañaron a un grupo de pescadores Yacu tayta, los únicos que están autorizados por el gobierno para capturar al paiche, en su peligrosa expedición anual hacia un mundo primitivo y sin ley.
Una noche de fines de septiembre, el pescador Lidber Arrué entró corriendo a una habitación en penumbras donde una docena de hombres jugaban a las cartas y bebían sorbitos de ron. Llevaba el rostro desencajado, y se dirigió a sus colegas como un navegante medieval que trae noticias de guerra:
-Los machetes, carajo. Hay ilegales. A los botes.
Los hombres tomaron sus armas bulliciosamente, marcharon hacia el embarcadero y se acomodaron como pudieron en un bote a motor. Iban a defender sus dominios y su derecho exclusivo a pescar en una laguna de nombre mitológico, en la selva norte del Perú. Se llama El Dorado, como la ciudad perdida que aún buscan arqueólogos y exploradores en otros confines de la Amazonía, y guarda un tesoro valioso: el pez de agua dulce más grande del mundo, el paiche, un monstruo carnívoro del tamaño de un torpedo que puede medir hasta tres metros y pesar doscientos kilos. Ese animal, llevado a las brasas, es un manjar que empieza a ponerse de moda en los restaurantes más osados de Lima. Cortado en filetes de color marfil, sazonado con sal, pimienta y aceite de oliva, y sometido al fuego durante seis minutos, un platillo de esa carne puede costar hasta veinticinco dólares. Pero si ese exótico ingrediente pudiera hablar, el comensal conocería una saga sangrienta: no sólo la de su captura, sino la historia de los pescadores que se pelean a machetazos en un mundo sin ley por el privilegio de capturarlo y aportar un insumo a la revolución de la cocina peruana.
Aquella noche, en El Dorado, las únicas luces que alumbraban la jungla eran las de las linternas que los pescadores llevaban sujetas a la frente. Unos puntitos de luz que se arrojaban a la nada. Después de navegar durante media hora en la oscuridad, el bote de madera llegó a una playa desierta y ocho pescadores inspeccionaron el lugar. Las huellas de los «ilegales» -como son llamados los forasteros que no tienen permisos de pesca en la laguna- estaban frescas y se adentraban en la espesura de la jungla, un mundo de serpientes nocturnas y pumas acechantes que es mejor no conocer por ahora. Aquellos hombres, sin embargo, habían huido por allí cargando en peso su canoa. En la playa sólo quedaba la sangre fresca de algunas tortugas que habían capturado para venderlas o para extraer los huevos de su vientre, otro cotizado manjar amazónico.
-Eran tres, esos malditos. Estaban desnudos -me dijo Arrué, de vuelta a la cabaña donde íbamos a pasar la noche.
Vestía un pantalón corto, camiseta sin mangas y unas gafas de aumento que no contradecían su rudeza de pescador contrariado. Arrué y uno de sus hombres habían salido a inspeccionar la laguna poco antes de la cena, y advirtieron actividad cerca de una ribera. Decidieron volver por ayuda. Nunca se sabe si los «ilegales» van armados hasta que, llegado el momento, éstos muestran sus escopetas o machetes. Los pescadores de la laguna dicen que la mayoría de ilegales son reclutas licenciados del servicio militar y no tienen empleo. Entonces se alquilan como mercenarios de empresarios pesqueros o se adentran, hambrientos y por cuenta propia, en busca de los tesoros de la laguna. Cuando Ferran Adrià, el mejor cocinero del mundo, dijo que el futuro de la gastronomía mundial está en la Amazonía, era obvio que no estaba pensando en venir a pescar él mismo sus exóticos ingredientes.
La selva en su estado más puro y salvaje podría ser una parada obligatoria en el mapamundi de la gastronomía. Un escenario que va a requerir, además de cocineros vanguardistas, de toda suerte de aventureros y exploradores curtidos en la lucha contra lo desconocido. Lo desconocido, en el Amazonas, habita en buena parte dentro de las aguas. Un manual de zoología amazónica de 2010 advierte que, incluso con la tecnología más avanzada, el próximo medio siglo no bastará para conocer a todas las especies que viven en los ríos y lagunas de este lugar. Las aguas de muchos de ellos son negras y espesas debido a la gran cantidad de plantas y animales que se descomponen allí, y casi todos los métodos de investigación aplicados en el mar (buzos, linternas, cámaras fotográficas, radares) resultan inútiles en ese universo líquido. El Amazonas aún es un mundo por descubrir.
La fama de su carne suave y exquisita ha convertido al paiche en el habitante más perseguido de este Parque Jurásico. Pero no sólo es una víctima de su fama como ingrediente. También su rareza biológica conspira contra él y lo convierte en un monstruo temible, pero relativamente fácil de capturar. Es un pez, y como tal respira a través de branquias. Pero también tiene pulmones, y por eso debe sacar la cabeza para llenarlos de aire.
Esa bocanada le permite adentrarse en las zonas más profundas de los pantanos, donde el agua es tan densa que se vuelve irrespirable. Cualquier otro predador moriría asfixiado en ese submundo. El paiche, no. Por eso los pescadores lo llaman el rey del Amazonas. Es un pez, es cierto, pero está en camino de ser otra cosa. Acaso un anfibio. En ese punto de su espléndida evolución, y debido a su costumbre de sacar la cabeza para respirar, un día de hace cientos de años los hombres-cazadores lo vieron por primera vez e idearon -ensayo y error- una manera de atraparlo. No hay forma de saber cuántos de ellos murieron -ahogados, fracturados, decapitados por la fuerza de sus coletazos- en el intento de aprender a sacar a esa bestia. Lo único cierto es que la manera en que lo hacen los Yacu Tayta, como se hacen llamar los pescadores de esta laguna, es un método ancestral y seguro de ganar la batalla.
-Hay que soñar con paiches si quieres ver uno mañana -me dijo Lidber Arrué fumando un cigarrillo, en la cabaña.
Era una casa de madera y techos de hojas con algunas habitaciones, una cocina a leña, una mesa y un televisor a batería con videoclips de cumbia. Los hombres lucían fatigados y a veces alguno improvisaba una broma, animado por el contoneo de una bailarina en la pantalla. Después de guardar los machetes, la mayoría había vuelto a las cartas, al ron, al cigarro. Llevaban cuatro días sin pescar un solo paiche.
-Ilegales hijos de puta -exclamó uno de ellos, desde una hamaca.
Se llama Enrique Silvano, y lo precedía la fama de haberse librado del ataque de una boa de seis metros. Ahora lucía impotente.
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La gran pesca anual del paiche había llegado a un punto delicado. Cada año, el estado peruano faculta a los Yacu Tayta a pescar el diez por ciento de los paiches que habitan en El Dorado, según el censo que realizan los biólogos. La pesca tiene que realizarse antes de la veda, que comienza en octubre, cuando los paiches se aparean. Sin embargo, los plazos establecidos por la burocracia son insuficientes. Este año los Yacu Tayta debían capturar cuarenta y dos ejemplares en sólo doce días. Aquella noche, les quedaban dos jornadas para el inicio de la veda y sólo habían podido dar cuenta de veintiuno. Los pescadores cavilaban sobre las circunstancias milagrosas que tendrían que ocurrir para pescar once monstruos cada día, sin contar las posibles escaramuzas a las que podrían arrastrarlos los ilegales. En la cabaña los acompañaba -además de dos biólogas y un guardaparques- un interventor del Estado que llevaba la cuenta de la pesca en un cuadernito.
-No van a llegar -me susurró el interventor, para que nadie más escuchara.
Había un humor denso en el ambiente. El ánimo abatido de unos pescadores en lucha abierta contra su propia impotencia.
A la mañana siguiente, ocho hombres divididos en parejas partieron desde el embarcadero remando sus canoas en silencio. La laguna aún estaba sumergida en la penumbra y sólo se escuchaba el heavy metal natural de la selva: los pájaros soltaban notas agudísimas sobre el gruñido infernal de cientos de monos. A pesar de ese bullicio, había que moverse con cuidado sobre el agua. Los hombres apostados en las proas leían los movimientos de la superficie -delfines rosados que salen a respirar, lagartos negros asomando como submarinos espías, cardúmenes de peces diminutos saltando alarmados ante la persecución de los predadores- e indicaban alguna dirección a los que remaban en las popas. Todos eran jóvenes y tenían los torsos marcados y los brazos fibrosos. Se precisa ocho como ellos para batallar contra un solo paiche, que no sólo es un animal sensible a los ruidos extraños. También es fuerte e impredecible.
-Yo he visto paiches que vuelan -me había contado el día anterior Agustín Tamani, un Yacu Tayta de cincuenta y dos años, y nueve hijos, mientras afilaba un cuchillo.
Tamani era el encargado de recibir los paiches muertos, quitarles la piel, trozarlos y dejarlos listos para el comprador, que esperaba la mercancía en un puerto a dos horas de la laguna. Allí guardaría la carne en cajones con hielo y la trasladaría a Pucallpa, una ciudad a quinientos kilómetros de distancia por río. De joven, Tamani había trabajado como fileteador en las lanchas que pescaban en los ríos alrededor de la selva Pacaya Samiria, donde queda la laguna El Dorado. En un solo día era capaz de trozar hasta veinticinco paiches. «Eran otros tiempos», me dijo con resignación. Días de abundancia y despreocupación.
Aunque el paiche empieza a ser una novedad de la alta cocina, es un viejo conocido de las mesas amazónicas. Durante décadas, los pescadores locales lo persiguieron hasta que los biólogos y las ong conservacionistas encendieron las luces de alerta: «Especie en peligro de extinción». En septiembre de 1993, un grupo de biólogos de la ong ProNaturaleza y algunos pescadores viajaron hasta El Dorado para realizar una inspección. Luego de tres días, sólo advirtieron la presencia de cuatro paiches. Aquella cantidad era el resultado de una lenta y silenciosa catástrofe que nadie había previsto. Lo que suele ocurrir en la naturaleza cuando el hombre ejerce su voracidad de predador sin medir las consecuencias.
Los biólogos y los pescadores de Manco Capac, la aldea más cercana a la laguna, conversaron durante largas jornadas. ¿Estaban dispuestos a extinguir el paiche? ¿Dejarían que la pesca descontrolada acabara con la especie más preciada de su laguna? ¿O recapacitarían y se convertirían ellos mismos en guardianes de los supervivientes?
William Maldonado, un pescador bajito y calmado que acompañó a aquella expedición, recuerda que las asambleas eran tan tensas que la reacción fue inmediata. Un año después, los pescadores crearon la Asociación Yacu Tayta (padres del agua, en quechua). Construirían una cabaña de control y vigilarían la laguna, en rondas de día y de noche, con la esperanza de que los paiches se reprodujeran. Una década después, en El Dorado había mil 24 ejemplares. Tal proeza tuvo un reconocimiento: el Estado autorizó a los Yacu Tayta a pescar una vez al año una cuota de esos animales. Así ha ocurrido hasta la actualidad, aunque la abundancia también ha atraído a los ilegales que, desde las sombras, representan el descontrol. La población de paiches ha descendido a menos de quinientos para 2011, y la preocupación ha vuelto a reinar.
-El paiche es más inteligente que el pescador -me había dicho Agustín Tamani el día anterior-. Si las redes son delgaditas, él las rompe. Si son gruesas, es capaz de saltar por encima. Yo lo he visto. No te miento. Ese paiche es bien mañoso.
Eso quizá ocurría en otros tiempos, cuando los paiches reinaban de verdad y crecían hasta tamaños colosales. Entonces, en El Dorado, podía verse a cientos de pescadores echando redes, anzuelos y arpones mientras las presas se acumulaban en las playas, donde un ejército de cortadores los convertían en filetes listos para abarrotar los mercados. Cuando esa abundancia terminó, recuerda Tamani, él se quedó sin trabajo. Se fue a otro pueblo y se hizo agricultor. Un cuarto de siglo después, le dijeron que el tiempo del paiche había regresado. Entonces volvió a su comunidad y se hizo Yacu Tayta. Esta vez las cosas son distintas, al menos en El Dorado, donde algo parecido a la ley trata de subsistir.
Aquella mañana, los Yacu Taytas seguían recorriendo con sigilo la superficie de la laguna, cuyas aguas tienen el tinte negro verdoso del petróleo. Era difícil saber si había paiches nadando debajo de las canoas, leyendo desde las profundidades el movimiento de sus rivales. Los pescadores sólo confiaban en su propia paciencia: llegado el momento, el paiche tendría que salir a la superficie a respirar.
Enrique Silvano, el hombre que había derrotado a una boa de seis metros, comandaba una de las canoas. Iba parado, como el marinero que busca tierra firme. De pronto, indicó sin alarmarse un punto en medio de la nada. Eran casi las nueve de la mañana y habían pasado cuatro horas de lenta vigilia hasta ese momento. Las canoas fueron hacia el lugar señalado y se distribuyeron alrededor de unos anillos que se expandían en el agua. Un paiche había salido a respirar. Los hombres echaron dos redes y demarcaron un círculo alrededor de la posible ubicación del animal. Si el paiche seguía allí, podía considerarse atrapado. Pero esta suposición se comprobaría sólo una hora después, cuando el animal volviera a salir en busca de más oxígeno. Mientras tanto, había que esperar. Los ocho Yacu Tayta se sentaron en silencio y destaparon las ollas con el desayuno: jugo de naranja, arroz cocido y pirañas fritas.
Mientras comían, Silvano recordó que dos años antes un supermercado de Lima se interesó en el paiche que ellos extraían de la reserva. Los Yacu Taita enviaron toda la pesca anual, unos cincuenta ejemplares, y cubrieron los gastos del transporte: mil kilómetros por aire. El encargado de cobrar el dinero era un biólogo. Nunca supieron si fue ese hombre o el supermercado quien les estafó. Sólo entendieron que la ciudad también tiene su propio tipo de salvajismo. Esa vez decidieron no volver a confiar en los intermediarios. Por ahora, el paiche de El Dorado es un manjar ultraorgánico que sólo se consume en las ciudades más cercanas de la selva.
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Unas semanas después, en un café de Lima, un hombre de traje y ojos rasgados me cuenta otra historia. Gustavo Sakata es el gerente de Amazone, una empresa que cría paiches en cautiverio. En sus piscigranjas hay unos cincuenta mil ejemplares de todos los tamaños. Los que prefieren los cocineros son los que pesan entre diez y quince kilos. Pequeños, adolescentes: su carne es suave y menos fibrosa. Un manjar. Sakata conoce el trabajo de los Yacu Tayta, pero entiende que a pesar del esfuerzo las ambiciones de esos hombres tienen un límite: la inmensa distancia entre su laguna y la ciudad de Lima, la poca cantidad de animales que pueden pescar. El mercado es un monstruo caprichoso y demanda continuidad. Cuatro de los cinco restaurantes más importantes de Lima ya ofrecen paiche. Proviene de Amazone, que tiene la logística para ofrecerlo, incluso en el extranjero, durante todo el año.
Un día de mediados de 2011, Sakata les dijo a unos periodistas que el paiche podía empezar a conquistar el mundo. Había participado en las dos ferias de productos pesqueros más grandes del planeta, en Bélgica y en Estados Unidos, y allí comprobó dos cosas. Una positiva y otra no tanto. La primera era que la carne del paiche agradaba a los clientes. La mala noticia era que el mundo, el primer mundo, está en crisis. «Cuando la gente tiene menos dinero, lo primero que deja de hacer es comer en restaurantes», me dijo Sakata en Lima, donde no hay crisis y donde nuevos restaurantes abren cada semana. El interés por el paiche ha sido contenido por la economía. Los cocineros experimentan más cuando hay más clientes.
Así que la expansión del rey de la Amazonía es un asunto que depende mucho de las fórmulas que se inventen para revertir la crisis. Por ahora, el paiche reina en los restaurantes peruanos de Lima y de Estados Unidos, y en algunos otros de este país. Hace cinco años, ni siquiera los cocineros de la capital peruana le prestaban interés. La comida es un tipo de religión y a veces el trabajo de un proveedor consiste en «evangelizar» a sus clientes. Sakata hizo este trabajo entre los chefs de Lima. Les ofrecía cortes frescos de paiche. Los invitaba a que lo cocinaran. A que le perdieran el miedo. Ahora esos cocineros creen en el paiche con un fervor no sólo culinario, sino ecológico. «Si comiéramos más pescados de la selva, habría más peces en el mar», me dijo un día Rafael Piqueras, uno de los chefs peruanos más innovadores. Era fines de 2010, y Piqueras preparaba su nuevo restaurante en el lujoso hotel Westin. Allí los clientes pueden ordenar paiche.
Pasada una hora de tenso aburrimiento, el paiche asomó la cabeza. Fueron dos segundos apenas. La coraza gris y el sonido de un coletazo. Seis pescadores saltaron al agua y se distribuyeron en extremos opuestos de la trampa. Los dos restantes comenzaron a cerrar las redes, acumulándolas en sus canoas. Si todo ocurría como se esperaba, el paiche se sentiría acorralado y nadaría de un lado a otro, dentro de ese límite impuesto por su perseguidor. En uno de esos intentos nerviosos por huir, tal vez sus aletas se enredarían y comenzaría a dar coletazos. Toda cacería es un ejercicio de anticipación de lo que la presa hará. Y así ocurrió. Cuando el paiche se enredó, los hombres cerraron más las redes y lo envolvieron con ellas. El animal se agitaba. Daba coletazos. Pero ya todo era inútil. Dos pescadores empezaron a jalar las redes hacia una canoa, mientras otro se quitaba la camiseta y lanzaba un alarido de emoción.
-Ya, carajo, yaaa.
Se llamaba Reder Amasifuén y llevaba en la mano un garrote del tamaño de un bate de beisbol. Sus compañeros levantaron las redes hasta que el paiche fue visible para todos: su cabeza, brillante como un artefacto de metal, sus ojos encendidos y rojos. Amasifuén se acercó con cautela y, garrote en mano, arqueó el cuerpo y se llevó los brazos detrás de la cabeza. Y así asestó un golpe seco en el cráneo del paiche. Fue el sonido de un martillazo contra el cemento más duro. Otro golpe más. Luego un tercero. Cuatro. La furia del paiche hacía tambalear la canoa y por un momento el verdugo perdió el equilibrio. Los que controlaban las redes jalaron con más fuerza. Vino el quinto golpe. El sexto. La sangre salpicó. Al séptimo golpe, la boca del paiche se abrió, enorme, y dejó salir un sonido terrorífico.
-Brrrrrr-aaaahhhh.
Cuatro hombres terminaron de sacar al animal muerto del agua. Amasifuén golpeó unas cuantas veces más cuando la presa estaba tendida en la canoa. Los pescadores desenredaron las redes de las aletas, y el paiche ya sólo parecía un monstruo dormido. Sus escamas brillaban al sol y tenían un hermoso tinte fucsia en los bordes. Los artesanos se arrebatan ese producto para fabricar aretes y cortinas. Uno de los pescadores trasladó la canoa con la presa hacia la cabaña. Tres hombres fueron necesarios para jalar al paiche hasta una balanza. Pesaba 134 kilos, medía 2.44 metros y era hembra. Quizá tuviera siete años, indicó Agustín Tamani, que de inmediato extrajo su cuchillo afilado para desvestirla de escamas. Cortó la cabeza con un hacha. Por la noche, la cocinera la asaría al carbón con un poco de sal, y sería la única parte que los pescadores disfrutarían de su víctima: el resto ya tenía un comprador, quien pagó menos de tres dólares por cada kilo. Ya sin huesos ni vísceras, la carne pura y rosada pesó 75 kilos. Esa cantidad podría alimentar a un barrio completo de trescientas personas. O a igual número de comensales gourmet, en alguno de los restaurantes de manteles blancos de Lima, con una salsa de frijoles en aderezo de ajos y romero, un sofrito de chorizo horneado, música suave de fondo, y quizá una copa del vino recomendado por el sommelier.
Esa noche, a mil kilómetros de distancia de aquel futuro perfecto, los Yacu Tayta devoraron los pellejos de la cabeza con los dedos, y saborearon la pulpa aromática mientras espantaban a los mosquitos, entre traguitos de ron y humo de cigarrillo negro. En todo momento evitaron hablar de las estadísticas de la pesca del día: un solo ejemplar, de once. Sabían que ya no lograrían completar la meta trazada. Los que habían participado en la pesca de la mañana describían ese paiche descomunal para los demás, el más grande que iban a capturar en este año. El recuerdo parecía un trofeo suficiente para irse a dormir tranquilos. Al menos por esa noche.