Los océanos y puertos de todo el mundo son la puerta de salida y entrada de miles de toneladas de drogas. El libro Mares de cocaína de la periodista Ana Lilia Pérez, retrata este submundo: cómo los estupefacientes conectan a los narcos mexicanos con los surfistas australianos, y a los hooligans británicos con los yuppies neoyorquinos. Este es un extracto del primer capítulo, “Los navíos del narco”, cortesía de editorial Grijalbo.
Desde el puerto se divisan, de un lado, las cordilleras que conducen a los páramos andinos en las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta y, en el opuesto, unos metros abajo, las bahías y las playas bañadas por el Caribe colombiano. En uno de los siete muelles del puerto donde los barcos atracan según sus cargas, una húmeda y brumosa madrugada de junio de 2008 el Río Manzanares anunció su partida con un pitazo y zarpó traqueteando las aguas al ritmo de sus motores.
El barco pesquero venezolano había llegado a mares colombianos la víspera para recoger el cargamento con el que ahora partía. A esas horas en que el mar y el cielo se unen en penumbras, semejaba una visión espectral.
Al alba, tomó rumbo hacia el Caribe, al parecer de vuelta a Venezuela, pero no fue así. Pasó de filo por Puerto Bolívar, atravesó el Golfo de Venezuela y las aguas de Aruba, con las Antillas Holandesas y las islas Margarita y Tortuga a popa.
El día amaneció radiante. Entre los centenares de cargueros, pesqueros, transbordadores y barcos de recreo que rompen el Caribe, el Río Manzanares era sólo un navío más en una zona de intensa acuicultura y pesca artesanal e industrial. Aunque se internó en aguas internacionales, por las que bogan petroleros y cargueros trasatlánticos, su presencia no resultaba extraña: aparte de que tenía licencia para pesca de altura, aun en los meses de veda, los marineros —puesto que “barco en varadero no gana dinero”— se aventuran mar adentro. Pero ese verano su tripulación no se contentaría con remontar las olas entre islas e islotes abundantes de peces. Sus redes no estaban prestas a atrapar sábalos. El Río Manzanares no iba a pescar. Esta vez la hacía de nodriza, como la mafia y la policía llaman a los buques que cargan droga para trasladarla en mar abierto a embarcaciones menores o remolcadores que a su vez la llevan a algún puerto o a las zonas costeras, desde donde se transporta tierra adentro para su almacenamiento y posterior refinación, distribución y venta. Por eso navegaría mucho más allá de donde se bifurcan las aguas de dos océanos, el Pacífico y el Atlántico: por el hemisferio ecuatorial, desde el que es posible arrumbar hacia cualquier continente.
Ajeno a su vocación, el Río Manzanares cargaba 2,258 kilogramos de cocaína pura, de manufactura colombiana, de muy alta calidad, o de “extrema pureza”, en 80 fardos impecablemente empacados. Su tripulación habría de llevarla al nordeste de la Península Ibérica, a Cedeira, en la zona de La Coruña, adonde llegaría navegando por la Autopista 10, ruta que los traficantes llaman así porque se encuentra en ese paralelo del hemisferio, a 10º al norte del ecuador, la cual, como analizaré al final de este libro, el crimen organizado incorporó en 2004 a sus cartas de marear ante las nuevas barreras de seguridad marítima impuestas en otras latitudes. En ese hemisferio, en dirección este, el navío cruzaría el meridiano de Greenwich y, vía Guinea, se dirigiría hacia el Atlántico Norte.
En aguas gallegas, todavía en mar abierto, otra embarcación se le acoderaría para recibir la cocaína y depositarla en los refrigeradores con bloques de pescado congelado apilados en sus bodegas, escondite usual para los traficantes, dado que difícilmente los escáneres o la vigilancia aduaneros detectan la droga entre el hielo grueso. Posteriormente, en otro punto náutico, el velero transbordaría la droga a lanchas rápidas que la llevarían a la costa y luego, por tierra, al interior, a algún lugar de Galicia, donde se le harían los cortes y las mezclas necesarios para distribuirla en España y en otros países de Europa.
Por su aspecto, los mejores años de la nave ya habían pasado: aunque resistente y de buen calado para soportar las largas bregas en aguas del Caribe, el Pacífico y el Atlántico Sur en el continente americano, la herrumbre invadía su balaustrada e incluso el cuarto de máquinas; la pintura azul del casco empezaba a motearse con las manchas anaranjadas del óxido y la embarcación estaba sucia e infestada de ratas. Pero se resistía a echar el ancla. Le quedaba el orgullo del nombre con el que durante decenios navegó por todo el continente: el del río venezolano que desde la serranía del Turimiquire recorre 80 kilómetros entre montes y arboledas hasta su desembocadura en el caribeño Golfo de Cariaco. En el siglo xvi, a ese río los conquistadores españoles lo nombraron Manzanares en remembranza del que atraviesa Madrid, la capital española; antaño los nativos lo llamaban Cumaná, cuyo nombre y cauce describió el expedicionario alemán Alexander von Humboldt. Cinco siglos después, como aquel río bautizó su armador al barco pesquero.
En aquella travesía veraniega, cinco hombres integraban la tripulación. Todos, hombres de mar; todos, venezolanos; todos, urgidos de plata: un encargado del barco, que hacía las veces de capitán, Luis José; un maquinista, Carlos, y tres marinos, Asdrúbal, Luis y Efrahim. El dueño, no a bordo, sino en tierra manejando sus empresas, organizó el viaje: un poco de comida y algunos galones de agua para el largo camino intercontinental.
Antes de zarpar, al ver las raquíticas raciones de alimentos, uno de los marinos, avezado en las estrategias de sobrevivencia en altamar, subió a bordo, ante la mirada incrédula de sus compañeros, seis cachorros.
Hacía un calor de los mil demonios y tenían que racionar hasta el agua. No habían transcurrido 24 horas cuando ya escaseaba la comida. Desde el zarpe, aquel marino previsor había alimentado a los perros con las enormes ratas que pululaban en el barco, y a medida que los primeros crecían y los bastimentos se agostaban, los marinos se alimentaban de ellos. Aquel cargamento incomprensible les salvó la vida.
Dentro del navío, el aire apestaba, pero la tripulación no se atrevía a abrir las escotillas, mucho menos a encender la ventilación, porque el combustible también iba racionado. Los cinco viajaban medio muertos de hambre, sofocados y exhaustos, y, a ratos, cuando alguna oleada sacudía la embarcación, petrificados de miedo. Sólo les quedaba vigilar, aguzar el oído y cruzar los dedos por la carga que custodiaban, cuyo valor era de 70 millones de euros (94 millones y medio de dólares), una fortuna que no alcanzaban ni a imaginar.
El ambiente que privaba a bordo era de miedo y tensión; no cabían las canciones ni las anécdotas o las hazañas que suelen contarse para matar el tiempo, ni las historias épicas de sobrevivientes a las criaturas misteriosas que los mares entrañan en sus profundidades.
La tripulación dormía poco, languidecía mucho. Debía estar preparada en caso de que el vigía gritara: “¡Armada a la vista!” A cada uno lo desasosegaba el temor a ser descubiertos, más las calamidades propias del viaje, los roedores que infestaban el pesquero y, sobre todo, el alimento repugnante, pero tenían claro que debían entregar la cocaína en las coordenadas codificadas como “María”, “París” y “Beatriz”, para lo que se encomendaban a su buena estrella y confiaban en que la rosa de los vientos los guiara correctamente.
En sus peores pesadillas, una tempestad llevaba el barco a pique y todos morían, o una marejada golpeaba la embarcación y la carga salía por la borda, o los interceptaba un vehículo de tumbadores, piratas modernos que acechan los barcos de narcotraficantes para arrebatarles la droga. Peor aún: un barco de la Armada los avistaba, los detenía: casi oían las bengalas al aire que militares y policías disparaban para dar la orden de detener la marcha, confiscaba la droga y tendrían que responder por ella.
Sus temores no eran infundados: los proveedores de cocaína colombianos —como los mexicanos— son inclementes. Si en cualquier circunstancia un mensajero tiene la infausta suerte de perder la droga, sabe que más le valdría estar muerto. El cargamento que custodiaba la tripulación del Río Manzanares pertenecía a una importante mafia de aquella nacionalidad que trafica cocaína entre América y Europa, cuyos miembros son de todo tipo: los hay armadores, navieros, empresarios con licencias de pesca, importadores, exportadores, banqueros, jeques, agentes aduanales e influyentes hombres de negocios del sector marítimo. La organización, que abastece el mercado europeo de consumidores, opera en asociación con otras mafias y sindicatos criminales, y para sus viajes, infiltrada en mares y puertos de ambos continentes, emplea sus propias embarcaciones u otras en arrendamiento (por tiempo o por flete); utiliza, regularmente mediante claves cifradas, diversos sistemas de comunicación, como internet y teléfonos celulares y satelitales, y tiene una amplia experiencia en la marinería. Como las travesías del Río Manzanares, las de muchas otras embarcaciones que aquí describiré muestran una radiografía de las mafias que trafican drogas vía marítima, la esencia de sus rutas y su influencia en la marina mercante.
El buque que me ocupa era uno de aquellos arrendados a terceros. Originalmente otro llevaría la cocaína, un navío propiedad del empresario y armador José Nogueira García, naviero gallego muy bien relacionado con el gobierno de Uruguay, donde estableció compañías pesqueras con licencias que le permitían capturar en el Atlántico, el Pacífico y la Antártida productos que le generaban cuantiosas ganancias, como la merluza negra, que exportaba a Estados Unidos y a Japón.
Tres meses antes de la partida del Río Manzanares, a Nogueira lo contactaron algunos familiares que, junto con dos hombres de Colombia residentes en España, “embajadores” de un cártel de aquel país, y otros asociados, participaban en la planificación de ese envío de droga. Concretamente, un sobrino le propuso que uno de sus barcos fungiera como nodriza. Nogueira aceptó, pero durante la negociación lo hizo dudar una de sus cláusulas: los proveedores estipulaban que él se desplazaría a Colombia, donde se quedaría en calidad de “garantía” hasta que su embarcación hubiera entregado el cargamento. Esa petición no era inusual: a menudo las mafias exigen a los transportistas alguna persona en prenda para asegurarse de que la transacción concluirá exitosamente. Nogueira viajó de Uruguay a Panamá, quizá por considerarlo territorio neutral, pero los colombianos le exigieron que se instalara en Bogotá o Medellín. Como se negó, lo sacaron de la operación y contrataron los servicios del Río Manzanares, propiedad de un armador de reputación no impecable, ideal para el negocio en cuestión.
URREROS NAÚTICOS
Los burreros, burreras o mulas transportan pequeñas cantidades de droga en el equipaje o, inusitado contenedor, en su propio cuerpo. Durante su recorrido por aeropuertos, aduanas o fronteras entre países, su estómago contendrá cápsulas que defecarán en su punto de llegada o, si las cargan en el ano —culeros, en el argot de la mafia— o en la vagina, se las extraerán manualmente. Esta es, para las mafias, la manera más barata de transportar droga, pero también la más arriesgada para quienes se disponen a emprender, por unos cuantos dólares o euros, un trayecto que puede costarles la vida.
No siempre se espera que las mulas lleguen a un destino comercial: con frecuencia, las mafias las emplean para pagar a las autoridades su cuota de incautación; ellas mismas las delatan, de modo que mientras la atención policiaca se centra en esas detenciones e incautaciones menores, las organizaciones criminales hacen pasar sus grandes cargamentos, los verdaderamente valiosos.
El reclutamiento de mulas es sencillo. En un mundo donde el dinero lo es todo, incluso las mujeres embarazadas se arriesgan, como la noruega y la boliviana que llevarían coca de Bolivia a España: la primera había tragado 700 gramos; la segunda, casi un kilogramo, o el nigeriano de 47 años de edad que el 29 de octubre de 2012 se desplomó en el aeropuerto Mohammed vi de Casablanca: se había embuchado 76 cápsulas de cocaína en Doha, Catar, que debía entregar en Benín, algunas de las cuales le estallaron cuando el avión arribaba a Porto Novo, la ciudad capital; como la cocaína lo intoxicaba y deshacía sus entrañas, empezó a apretarse el abdomen, presa de intensos dolores. Allí mismo murió.
Corrieron la misma suerte, en septiembre de 2011, en Bolivia, la española Esther Rodríguez Rey, de 30 años, en su fallido intento de llevar cocaína a Madrid; en mayo del mismo año, en Lima, un lituano, de 21 años, que la transportaba a España; en diciembre de 2004, en Bogotá, la canadiense Sylvain Riel, quien tenía que entregarla en su país; en Barcelona, en junio de 2013, a la rumana Adina Vasile le causó la muerte el estallido de varias cápsulas rellenas de cocaína que llevaba en el estómago desde Venezuela.
¿Cuál es la dimensión del problema? Da una idea el hecho de que en los aeropuertos de Argentina, país donde el tráfico de drogas no es tan ostensible, cada semana se atiende por lo menos un caso de emergencia por ingesta de este tipo de cápsulas con droga.
Pero esa no es la única manera de transportarla. Un burrero puede llevarla dentro de prótesis, implantes de mamas y nalgas, y en vientres de silicona que simulan embarazos. El ingenio no conoce límites.
A Inglaterra llegó un individuo con un cuadro con la imagen del ex jugador del Arsenal Emmanuel Adebayor: el marco estaba ribeteado de droga. El viajero había salido de Togo, precisamente el país natal del futbolista, con destino a Tottenham, en el norte de Londres, donde está la sede del equipo en el que juega como delantero.
En julio de 2010, a una semana de la final de la Copa Mundial de Futbol de Sudáfrica, tres hombres habían emprendido el viaje de Colombia a Madrid con una réplica del trofeo atestada de 11 kilogramos de cocaína, envuelta con sendas playeras de tres selecciones: Uruguay, Portugal e Inglaterra. De Colombia a Ezeiza, Argentina, una pasajera cargaba con un inocente nacimiento de cocaína esmaltada. En Chile, un comerciante acompañaba las 10,000 botellas de vino tinto que exportaba, cada una rellena con 300 gramos de cocaína. En México, en las ciudades fronterizas con Estados Unidos, la cocaína y la mariguana se cruzan por túneles subterráneos que en la superficie están enmascarados por parquímetros o por ductos que en apariencia transvasan hidrocarburos.
El ex integrante de una banda de traficantes contó que en la frontera de Caléxico llegaron a fingir un funeral con todo y carroza cargada de mariguana: “Dijimos que íbamos a recoger un cadáver a la morgue del condado de Imperial; llevábamos un permiso falso, y a una mujer vestida de negro enfrente, para causar más lástima. Nos creyeron y sólo revisaron nuestros papeles, pero no la carroza negra”.
En Sonora un grupo utilizaba catapultas para lanzar paquetes de mariguana por encima de la valla fronteriza entre México y Estados Unidos. Durante 2011, en Agua Prieta, fronteriza con Douglas, Arizona, el Ejército Mexicano incautó cuatro de estas catapultas fabricadas con tubos cuadrados de tres metros y equipadas con 16 tiras de hule gruesas y una pieza de tela resistente, hechas al estilo de las que los ingenieros de Alejandro Magno construyeron para derribar las murallas del Imperio persa.
Y se utiliza todo tipo de transporte, incluidos los barcos, desde pequeñas lanchas hasta modernos buques o embarcaciones subacuáticas, que recorrerán largos trechos. En septiembre de 2012, un tripulante de un barco de recreo en el Mediterráneo llevaba un pollo asado “saborizado” con cocaína, mientras que un viajero, en el aeropuerto Gatwick de Londres, cargaba la droga en paquetes de maníes y castañas.
Como ocurre en tierra con cualquier vehículo, en el ámbito náutico los navíos cuentan con escondites insospechados, de la quilla a los baos, para trasladar drogas; claro, en grandes proporciones: la marítima es la vía por la que se trafican a escala global. Surcan mares y océanos, entre plácidas islas y ajetreados puertos, por todo el planeta.
A BLANCURA DE LOS MARES
La faz del contrabando internacional de drogas ha cambiado en los años recientes. Si durante los años 90, cuando los principales proveedores de cocaína eran los cárteles de Medellín y Cali, el contrabando se transportaba por aire, por tierra y por mar —por este medio la mecánica consistía en que los traficantes enviaban sus embarcaciones, en su mayoría pesqueras, para hacerse de la carga que en aguas internacionales del Pacífico les enviaban los colombianos en barcos de similar calado, generalmente de cinco y diez toneladas de producto—, ahora viaja con rostros de capitanes, navieros, armadores, aduaneros, empresarios importadores y exportadores que remiten sus mercaderías prohibidas a cualquier puerto del mundo. Hoy se emplean lanchas rápidas que se cuentan entre las más veloces del mundo, semisumergibles e incluso submarinos.
Actualmente los barcos, el principal sistema de transporte para el comercio internacional, también son los mayores transportistas de droga. La mueven oculta entre su carga, en dobles fondos, en los sistemas de ventilación, entre los complejos engranajes de sus cuartos de máquinas. Cualquier celda, pañol, estructura o rincón, por minúsculo que sea, es apto para esconder la coca, lo mismo la cubierta que las bodegas, la proa que la popa, las cámaras, las cabinas, la cocina, las bases de lámparas, dentro, fuera, encima y debajo de la embarcación. En cierto modo, los barcos son mulas inmodestas que tragan droga por toneladas, mulas de acero, madera y fibra de vidrio en las que no habrá estómagos desechos ni intestinos quemados. Sus riesgos son otros.
Los barcos cargan la droga en los contenedores, en los botes salvavidas, en compartimentos especiales internos y externos disimulados o en cualquier hueco rellenable, incluida su propia estructura, a veces con doble fondo, ya “de fábrica” —barcos que desde su botadura son narconavíos—, ya adaptado, el cual se construye, como los buques, en astilleros; esto es siempre obra de profesionales.
A semejanza de las mulas que cruzan el mundo en avión, las hay que viajan en embarcaciones turísticas, cruceros o transbordadores. Seguro de sí, el bien entrenado burrero de altamar se mezcla con los viajeros que suben a cubierta a tomar el fresco viento del atardecer mediterráneo, charla con los ancianos que invierten sus ahorros y sus jubilaciones en cruceros o departe con los hombres de negocios en el black jack, la ruleta o el póquer en los barcos casino de los litorales americanos o de la Costa Azul, en el sureste francés.
La forma de transportar cocaína en embarcaciones tampoco está exenta de ingenio. Desde Sudamérica se envían periódicamente al puerto de Miami bananas con centenares de kilogramos de cocaína, tanto en ladrillos ocultos entre las pencas dentro de contenedores como en los frutos, por supuesto, no naturales, sino de fibra de vidrio, rellenos de cocaína y pintados a mano con tal pulcritud que a simple vista es imposible distinguirlos de las bananas reales.
Cada vez más a menudo la coca se embarca en contenedores de textiles, madera, materiales de construcción, aparatos electrónicos, maquinaria, cerámica, muebles, plásticos, plantas, frutas, vegetales, cárnicos y flores de exportación, en pescado congelado, café y todo tipo de alimentos; también entre toneles de productos químicos, agroquímicos, hidrocarburos, dentro de maquinaria o, ¡a granel!, en cargamentos de arroz, maíz, semillas y fertilizantes…
De Guayaquil, el puerto más importante de Ecuador, se han hecho a la mar con destino a Casablanca y a Tánger, en Marruecos, graneleros con cocaína mezclada con chile molido (que posteriormente se separa mediante un tratamiento químico), una locura que, no obstante, tiene su razón: las autoridades son más reticentes a revisar una carga que viaja a granel que una empacada, porque para hacerlo tienen que vaciar todo el cargamento, lo que requiere no sólo una infraestructura especial, sino tiempo y mayor número de recursos humanos, de modo que las dificultades operativas se confabulan a favor del traficante. Si se sospecha de la existencia de droga en un petrolero y la autoridad se empeña en revisarlo, deberá disponer de otro petrolero para almacenar los hidrocarburos mientras dure la revisión, o de un navío con un vientre lo suficientemente amplio como para recibir, en su caso, cargamentos a granel. Si no se halla droga, las aduanas deberán pagar grandes cuotas e incluso afrontar juicios de la compañía armadora y de los propietarios de esa carga.
También los fletes cuya revisión es difícil o arriesgada, como la basura radiactiva, los desechos peligrosos y la chatarra contaminada, son idóneos para transportar droga. Su revisión o inspección exige la utilización de maquinaria especializada y mucho espacio de maniobra; además, el peso del material puede provocar que el buque se escore, lo que originaría situaciones caóticas para los aduaneros. En algunos puertos la policía se ha arriesgado y ha obtenido uno que otro modesto trofeo, como los 20 kilogramos de cocaína oculta en otros tantos paquetes en una carga de chatarra en el puerto marítimo de La Habana, en 2007.
De los puertos argentinos, de donde se surten hacia España grandes cargamentos de manzanas cultivadas en Río Negro Valle, que se precian de ser “las mejores de Argentina”, provienen también manzanas blancas, es decir, de cocaína; de los costarricenses a los británicos, piñas de ese color; de República Dominicana productos ecológicos, etiquetados como papel y plástico reciclados, que se consignan a Algeciras, España.
Algunas mafias suelen marcar con nombres, logotipos o claves los cargamentos ilícitos que transitan en altamar. Por ejemplo, de Buenos Aires partió para Lagos, Nigeria, una máquina de dragado para la extracción de petróleo, nada raro para un país cuya industria del oro negro es el principal motor de la economía, de no ser porque la empresa consignataria era inexistente. Lo más valioso de esa carga, oculta en el rodillo y la base de la máquina, recubierta con plomo para evitar que los escáneres la detectaran, era la cocaína colombiana: 536 kilogramos distribuidos en 348 paquetes de cinta y papel de distintos colores, cada uno con una inscripción manuscrita con letra de imprenta: “Caballo”.
El cargamento lo fletó, precisamente, Caballo, apodo de un poderoso narcotraficante colombiano con influencia en puertos de Centro y Sudamérica y europeos que así rotulaba la mercancía que proveía a los mercados estadounidense, mexicano y del Viejo Continente. Su grupo convierte todo tipo de productos en escondites: desde el puerto de Rosario (Argentina), por ejemplo, envió a Bulgaria una cosechadora con 67 kilogramos de cocaína, que llegó en un barco al puerto de Varna, en el Mar Negro, desde donde se alijó a otro para continuar su orondo viaje sobre el Danubio.
Otras bandas emplean esquemas semejantes. Por ejemplo, el transportista argentino Óscar Allende despachó de Buenos Aires, para su desembarco en España, molinos de viento repletos de cocaína, que según las autoridades españolas, eran consignados al serbio Zoran Matijevic, un agente de la Federación Internacional de Futbol Asociación (FIFA) representante de futbolistas europeos que con frecuencia viajaba a Sudamérica. Un caso en el que vale la pena detenerse: Zoran Matijevic, de origen serbio pero nacionalizado francés y residente en París, fue mánager del equipo de futbol Niza, posteriormente agente de la fifa dedicado a la contratación de futbolistas. En 2009, en una operación encubierta llamada Ciclón, las autoridades españolas incautaron 600 kilos de cocaína ocultos en los citados molinos de viento remesados en un contenedor que de Argentina llegó primero al puerto de Tánger y de allí al de Algeciras donde, el 21 de febrero de 2009, fue desembarcado, transportándose por tierra a Madrid, donde la droga sería distribuida. Era el momento que Matijevic refería como el tiempo de “pasear a las niñas”, lo que significaba que la droga ya estaba en Madrid lista para su distribución. Oficialmente Matijevic había viajado al país sudamericano para participar en las negociaciones para traspasar a jugadores como Éver Banega y Ángel Di María a equipos europeos, además de intentar vender a Radamel Falcao del River Plate argentino al Werder Bremen alemán, y cerrar también la transferencia de Leonel Núñez del Argentinos Juniors al griego Olimpiakos. Las autoridades españolas descubrieron su doble negocio. Tras la incautación del cargamento de cocaína, Matijevic fue detenido acusado de dirigir un “importante” grupo de traficantes dedicados a introducir estupefacientes de Sudamérica a España aprovechando su licencia de la fifa. Junto con Matijevic se detuvo y se enjuició como coacusados a Pablo Acosta Rivera, representante de jugadores de futbol, y a los ex futbolistas Jesús Emilio Díez de Mier del Athletic de Bilbao y del Hércules de Alicante, además del serbio Predrag Stankovic, este último fichado algún tiempo también por el Estrella Roja de Belgrado y el alicantino Hércules.
De otros puertos del mismo país, Argentina, la cocaína se envía a Barcelona y a Lisboa pintada de negro para que se asemeje al carbón vegetal, o bien, de Venezuela, específicamente de Maracaibo, como cemento, dentro de sacos perfectamente flejados, o de algunos más de ese país hacia zonas de Europa y África como impermeabilizantes, asfaltos o productos petroleros: los puertos desde donde procede la droga no son distintos de los que sirven a las industrias formales del petróleo y la construcción.
La droga ha llegado oculta, por mencionar tres casos más: del puerto de Arica, Chile, a Costa de Marfil, entre máquinas retroexcavadoras: el embarque de cocaína boliviana era tan grande que de él se obtendría un millón de dosis; de República Dominicana a Norteamérica y Europa, en concreto a Montreal y Barcelona, respectivamente, gorras deportivas con los cintillos ribeteados de cocaína y, en abril de 2012, un contenedor de cocos secos colmados con 708 kilogramos de coca.
Los anteriores son ejemplos de qué tan ingenioso puede ser el traslado de cocaína —la droga de principal consumo en el mundo— en las rutas náuticas —su principal medio—. ¿Las distancias? Cuestan: el gramo de cocaína que el adicto consume por la mañana pudo haber viajado miles de millas náuticas para llegar a sus manos en —llamémosle así— épicas travesías, cuyo costo él mismo cubrirá al pagar el precio que le demande su proveedor. Mientras más largo es el viaje, la droga se vuelve más cara.
Ana Lilia Pérez ha publicado los libros Camisas azules, manos negras (Grijalbo 2010) y El cártel negro (Grijalbo 2011). Ha colaborado en Esquire, CNN, La Jornada y El Financiero, entre otros. También ha ganado varios premios por su trabajo.