El calor del valle de Mexicali es más bestia para los perros: lo reciben con mayor intensidad porque sus cuerpos están más cerca del piso y porque su tarea es aproximar los rostros a la tierra para olfatear en busca de restos humanos, penetrar el polvo con la nariz húmeda y la lengua áspera, con 42 grados centígrados de temperatura ambiental.
La familia Meza López se agita cuando Miura, una negrita de raza pastor holandés, se entusiasma y rasca con las patas delanteras para hacer un hueco que le permita olisquear a mayor profundidad. Imelda estrecha la mano de su marido Humberto, ambos flanqueados por su hijo y por Irma Leyva, una amiga ganada en el dolor y la lucha. «A ver si sí va a ser», se animan, «a ver si por fin, sí».
Miura se afana. Acostumbrados a esto, sus entrenadores, dos agentes policiacos federales, mantienen la calma. Ya ha ocurrido hoy un par de veces que Falco, el pastor alemán que toma turnos de exploración con su compañera, da falsas alarmas, como es normal en estos procedimientos. Ésta podría ser una más.
De todos modos, si la pequeña Miura da la sorpresa y halla el cadáver de alguien, éste no vendrá con etiqueta ni tendrá rasgos reconocibles. Después de siete años de estar soñando con encontrar el cadáver de su hijo Pierre (desde que un grupo armado lo secuestró en compañía de un joven que fue liberado después, supuestamente tras el pago de un rescate), los Meza López no esperan una solución rápida: saben que habrá que traer excavadoras, otro día, cuando las haya disponibles; extraer lo que sea que permanezca de lo que fue un cuerpo sano con 206 huesos, 642 músculos y un órgano extenso llamado piel; llevarlo a la morgue del Servicio Médico Forense (Semefo) para recabar muestras que puedan ser comparadas con las de los parientes; enviarlas a la Ciudad de México para que el laboratorio determine si el adn coincide y esperar el resultado en dos, tres o más meses.
«Sí será, ¡porque los que me hablan me aseguran que aquí está mi hijo!», resuella Imelda, con labios resecos pero animados por la intensidad del deseo. «Lo hallaremos», la acompaña Humberto. Por eso han venido aquí nada menos que 20 personas: por las voces de Imelda, voces que le dicen que en este rancho del desierto está la respuesta a La Pregunta, aquélla que no ha dejado de hacerse, voces que no están dentro de su cabeza sino en la fibra óptica del teléfono y que, por arrepentimiento o algún motivo ignoto, han querido transmitirle esta información. ¿Hay otro dato, otra esperanza? No tiene más que abrazarse a ésta, desear, querer neciamente que Miura dé con algo…
El alma en pena no es la del que desaparece, sino la de quien lo sigue amando y no renuncia a encontrarlo.
Un momento de la búsqueda de restos humanos que el enviado de Esquire atestiguó.
A LA FOSA COMÚN
La sede de la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) en Tijuana, Baja California, está sobre el boulevard Sánchez Taboada, en la parte cuidada y comercial de la ciudad, la Zona Río. El metro cuadrado se cotiza en 23 mil pesos, el más caro del estado y el tercero del país. No debería sorprender que los especuladores del desarrollo urbano le tuvieran echado el ojo a este conjunto de construcciones de un solo nivel, sin ambiciones arquitectónicas, pintadas con líneas azules sobre blanco. Ahí está Fernando Ocegueda Flores, un hombre alto, moreno, con frente en expansión y experto autodidacta en búsqueda de desaparecidos. Su actitud es de relajamiento natural mientras conversa con policías de uniforme y de paisano, hombres armados y organizados en un territorio donde la fama de las fuerzas del orden está lejos de ser positiva.
Ocegueda no es uno de ellos. Al contrario. La tarea que él mismo se ha dado es representar a ciudadanos en problemas graves, los que sólo en las páginas de la teoría judicial reciben el apoyo que las autoridades en la realidad les niegan. Fernando les da la voz que les faltaba para exigir a los funcionarios que hagan su trabajo. Es gracias a él que esta semana, como en cada mes impar, un grupo de peritos y perros de la Procuraduría General de la República (PGR) viene a hacer inspecciones en predios donde se sospecha que yacen los restos de personas desaparecidas.
Estamos por salir, pero una mujer reconoce al activista social y lo detiene para compartir su desesperación: asesinaron a su marido, que era taxista, y aunque ella reconoció el cadáver por la ropa que llevaba, el rostro quedó irreconocible y el procedimiento legal exige una verificación de ADN. Aunque el agente del ministerio público le dijo que eso demorará seis meses, se olvidó de girar una orden de permanencia, y cuando ella llegó al edificio del Servicio Médico Forense, se encontró con que ya estaban sacando el cuerpo para llevarlo a la fosa común.
Fernando se gasta los 200 pesos de tiempo aire que acaba de comprar en llamadas desde su teléfono móvil. Los oficiales le dicen cosas contradictorias, siempre tiene la culpa el de la otra oficina, la señora no vino cuando debía, ya no hay nada qué hacer… a veces sólo se puede a gritos. Así consigue que el director de homicidios pida que dejen al taxista en santa paz, pero no en la de los sepulcros masivos, sino en la de las gavetas de la morgue.
Ya se ha perdido tiempo esperando que lleguen todos los agentes y, con esto, la salida de las 7 am se convierte en la de las 8:30. Un auto compacto en medio de un convoy con dos camionetas pick-up y una panel tiene que hacer doble esfuerzo, pues los faros encendidos y las luces estroboscópicas abren paso por el tráfico de Tijuana. Después hay que jugar un motor contra motor: el comandante Juan Manuel León, que va en una pick-up a la cabeza, aprieta el acelerador porque tiene prisa por llegar a Mexicali… o no. En el pueblo de La Rumorosa hay un restaurante donde los chilangos de la PGR y los cachanillas de la pgje quieren comer algo, para desesperación de Ocegueda, quien regaña y presiona porque ya son las 10 y la familia de un desaparecido espera en un centro comercial de la ciudad. Imposible moverlos: para ninguno de ellos quedaba claro que salir a las 7 implicaba venir con el desayuno integrado al sistema digestivo. Además, es la primera vez que los chilangos pasan por esta sierra y hay que hacer una nueva parada, que ahora es turística, en el mirador hacia el valle de Mexicali, el más caliente de México: el panorama de rocas y arena, de marrones y ocres, les adelanta a los capitalinos el tipo de condiciones en las que van a laborar. Tras la fotografía de rigor, se apresuran a esconderse del sol en la panel climatizada en la que pasarán la mayor parte del tiempo.
Fernando Ocegueda el día que se colocó el primer espectacular con los rostros de personas desaparecidas.
ALGUIEN SE EQUIVOCÓ
Desde el principio se van acumulando los momentos ríspidos entre Ocegueda y León. Sorprende, sin embargo, que en corto Fernando se refiera al policía como «Leoncito» o «León de la Montaña». Como si le tuviera cariño: «Ha costado mucho llegar a tener a alguien como él», dice. «Su trabajo es protegernos cuando vamos a casas y predios donde estuvo el crimen organizado… pero ¿cómo te va a proteger un policía que cree que eres una molestia… o que eres un peligro, si él está metido en cosas chuecas, como tantos? El Leoncito tiene entusiasmo y nos apoya.»Ocegueda dice que sólo hace falta una llamada para que León lo acompañe a darles una primera ojeada a los lugares que luego van a inspeccionar. También ayudó con lo de la mujer del taxista.
«Hay un cuerpo que lleva ocho años en el Semefo porque alguna vez, un jefe que ya no está dio la orden de que permaneciera ahí hasta que se resolviera el caso, y yo creo que ya nadie sabe ni de lo que se trata», explica el hombre de unos 55 años. Añade que es común que ocurra lo contrario: se deshacen de los cadáveres sin investigar, sin tratar de identificarlos y sin avisar a los familiares (cuando entre las ropas había algún documento o credencial) ni darles tiempo de reaccionar.
Esto pasa en muchas partes del país. En Cuautitlán Izcalli, Estado de México, los padres de Bárbara Reyes, una chica que fue secuestrada y asesinada a los 16 años, anunciaron el 17 de septiembre pasado que llevarán a juicio al agente del ministerio público que, en 2011, recibió la orden de investigar lo relativo al cuerpo de una muchacha hallado en un lote baldío, y en lugar de cumplir, archivó el asunto. Los Reyes buscaron durante 20 meses a la joven, antes de descubrir que su cadáver llevaba 18 meses en poder de las autoridades.
Como en tantos otros casos, no hubo identificación ni investigación, sino pase directo a la fosa común. Una vez ahí, las cosas se complican mucho más, por causas como los cargos para recuperar un cuerpo: impuestos por servicios del municipio y del estado, pagos por desinfección, para los trabajadores y, por si fuera poco, para comprar ataúdes, porque se echan a perder y cuando los extraen, se hacen pedazos y el deudo tiene que reponerlos. La fosa común no es una abertura horizontal, sino vertical, y normalmente se colocan 16 cadáveres, uno sobre otro.
Ocegueda menciona el caso de una integrante de su Asociación Unidos por los Desaparecidos de Baja California, la esposa de un empresario gasolinero que fue asesinado a pesar de que se pagó el rescate por su secuestro. Ella reconoció su foto en el archivo y pidió que lo inhumaran. Los documentos indicaban que era el decimosexto en la fosa común, es decir, el del fondo. La mujer tuvo que pagar por la extracción de quince cuerpos y el reemplazo de quince ataúdes. En total fueron alrededor de 50 mil pesos. A final de cuentas, el análisis de adn reveló que los restos no eran de su marido: alguien se equivocó.
Una de las propiedades de El Pozolero en Tijuana.
A MI RANCHO NO ENTRAS
El rancho está a unos 18 kilómetros al sur de Mexicali, en la carretera que va al puerto de San Felipe, en el Golfo de California. Desde fuera resulta atractivo, incluso seductor, porque es el único espacio verde en un entorno abrumadoramente ocre: en medio de este desierto, los dueños pueden pagar por agua y para sembrar palmeras. Pero no permiten pasar.
El frente es un extenso muro pintado de color naranja contra el que se aprietan los pocos peritos y oficiales que se han bajado de la panel, para refugiarse del intenso sol en una angosta línea de sombra. El día anterior, milagro, llovió en el valle, y todavía quedan algunos charcos. El citadino esperaría que eso de alguna forma refrescara el ambiente, pero el rural sabe que la evaporación intensifica el calor. Agobio.
Humberto -el padre del desaparecido-, con su hijo vivo y Fernando esperan dentro de un coche con matrícula extranjera, junto a los restos de una construcción abandonada en cuya pared derruida se anuncia ?como lamentable contraste del momento? el concierto al que podrían acudir el próximo sábado 7 de septiembre: el cantante Juan Gabriel precedido por los grupos Los Terrícolas y Moonlight.
No tendrán humor para eso. En otro vehículo arriban Imelda e Irma Leyva, su amiga, madre del también desaparecido Diego Hernández, un agente que fue «levantado» hace siete años por un comando de delincuentes y policías. Si las cosas salieran bien y a tiempo, el terreno donde se sospecha que está enterrado Diego sería el siguiente en ser visitado. Ahora parece dudoso.
La excitación de las mujeres, que sienten que están a pocos pasos de empezar a resolver La Pregunta, se estrella con la negativa de acceso: el agente del ministerio público de la PGR, un hombre del df con acento bien marcado, pasó un rato ante la verja de acceso recibiendo por el teléfono del vigilante la catarata de insultos que le vertía un cachanilla adinerado y orgulloso, quien le dijo hazle como quieras, a mi rancho no entras.
No hay manera de obligarlo sin una orden de cateo, que son difíciles de obtener. Cuando el predio a inspeccionar no está abandonado, Ocegueda suele convencer a los dueños (por lo general, los criminales entierran a sus víctimas en propiedades ajenas o alquiladas) de permitirlo por las buenas, con el argumento de que la cooperación les evitará complicaciones si, en efecto, ahí han sepultado ilegalmente a alguien. En este caso, el propietario actúa con arrogancia y no escatima en groserías, que el policía chilango admite con resignación colonial.
Otra de las tareas de Fernando es mantener el ánimo, evitar que los familiares se descarrilen hacia la desesperación. Si hace falta orden de cateo, pues hay que conseguirla. Imelda y Humberto tienen que aceptarlo, a pesar de que significa la postergación de lo indefinida y dolorosamente postergado. Es ahora cuando están aquí los perros, los peritos, los policías. Costó tanto traerlos de la capital para… para quedarse en la verja, insolada, frágil pero legalmente infranqueable verja.
«¡Hay que hablar con los agentes encargados, exigirles que hagan su trabajo!», dice Irma, una mujer guapa en sus cincuenta que cada vez que habla de su hijo suelta un largo «Diego Alonso Hernández Leyva». A raíz del secuestro se convirtió en activista, y vaya que tiene madera para la política: es tan combativa como arrogante, tan elocuente como protagonista.
Fernando Ocegueda en una búsqueda.
EL JEFE NO ERA EL JEFE
El Centro de Justicia de Mexicali es un complejo de edificios de color ocre, como el desierto circundante. Ahí tienen sede el Poder Judicial del Estado y la PGJE (la de Tijuana es una delegación regional): jueces, fiscales y policías juntos, como si fueran el mismo poder.
Frente a él, los ciudadanos no son tan fuertes. Salvo algunos que, gracias a su determinación o a su posición social, o a ambas, consiguen hacerse escuchar. La familia Reyes no es de las más ricas del valle, pero tampoco pertenece a una clase de la que se espere que agache la cabeza. Y viene reforzada por Ocegueda, cuya fama binomial de luchador y de mediador lo precede. Los tres agentes a cargo de investigar desapariciones en Mexicali se ven acorralados en su propia oficina… da la impresión de que son ellos mismos los que han estado desaparecidos. ¿Qué hacen?
Gallegos, el comandante del grupo, se esfuerza por convencer a Imelda de que sí han estado trabajando: «El que pensábamos que era el jefe del secuestro, no sabemos dónde está, tal vez en Estados Unidos, pero lo que sí sabemos es que no era el jefe, ¡había otro que era el jefe!». «Y ese otro jefe, ¿dónde está?», replica la madre del desaparecido. «No sabemos.» «¿Pero no interrogaron ya a los que tenían detenidos?» «Sí, pero no nosotros, porque no los detuvimos nosotros.» «¿Y por qué no los pueden interrogar ustedes?» «Porque no fuimos nosotros y no los detuvieron por el caso de su hijo, sino por otros casos.» «¿Eso qué importa?» «Mire, señora, su caso no es el único caso, tenemos otros casos…»
Humberto, alto, de cabello cano, interviene: «Gallegos, si a ti el gobernador te dice investígame este caso primero, dale prioridad, vas a dejar todos los demás tirados». «¡Claro que no!», manotea el agente, «nosotros no admitimos influencias, todos van en orden, el suyo está caminando, ¿no les estoy dando ya resultados?» Ocegueda pone cara de pasmo: «¿Resultados son decirle a la familia que averiguaron que en el caso del secuestro de su hijo, el jefe no era un muchacho que no saben dónde está sino otro muchacho que tampoco saben dónde está?» «Es un proceso de investigación, tenemos que hallarlos, cuestionarlos, vamos avanzando.» «¡Avanzando!», se desespera Humberto, «Gallegos, ¿es usted imbécil? ¿Eso es todo lo que tiene en siete años de ir avanzando? ¡Son siete años!»
Como en el boxeo, la campana salva por igual a los tenaces y de momento aturdidos que a los inútiles y perpetuamente atarantados.
Suena el teléfono móvil de Imelda. Es su hijo, que en lugar de seguir el convoy en el trayecto a Mexicali, se quedó en el rancho haciendo llamadas a conocidos con influencias y logró el favor que el dueño del rancho cachanilla no le concedería jamás a un humilde policía chilango: permiso para inspeccionar su propiedad. Si Gallegos respiró con alivio, le ocurrió lo contrario al pobre coche compacto que ya había sufrido en el camino desde Tijuana, y que ahora enfrentaba una carrera de velocidad casi desesperada en la ruta de San Felipe, con un convoy crecido: la panel, tres pick-ups y un vehículo deportivo de los Reyes. Parecían dirigirse a evitar una muerte inminente y no a escarbar en busca de unos restos escondidos.
Miura, una pastor holandés, parece haber olfateado algo.
«EL POZOLERO»
Como en el caso de Irma, la tragedia empujó a Fernando Ocegueda al activismo. Su hijo, también llamado Fernando, fue secuestrado el 10 de febrero de 2007. Tenía 23 años y estudiaba el último semestre de ingeniería industrial en el Instituto Tecnológico de Tijuana. Un comando armado irrumpió en su casa a las 11 am de aquel día y, tras amagar a la hermana y a la madre, se llevó al muchacho.
El padre tuvo que hacer las investigaciones por su cuenta. Logró hablar «con personas del crimen organizado que me dijeron que los secuestradores iban por un distribuidor de droga que les debía dinero y que vivía a una cuadra, pero que estaban tan drogados que se confundieron de calle y de casa», dice Ocegueda. «También me advirtieron que le parara ahí mismo o que el siguiente sería yo.»
No sólo no se detuvo, sino que a pesar de las constantes amenazas, su trabajo para exigir que las autoridades actuaran lo empezó a convertir en una figura alrededor de la cual se aglutinaron familiares de desaparecidos. Compartían el dolor y la humillación de no ser atendidos ni escuchados, de que los funcionarios del gobierno calificaran de criminales a las víctimas sin haber investigado los casos, de que en las oficinas públicas se burlaran de ellos, con actitudes de las que Fernando fue testigo: «Como una señora a la que el policía le dijo, ?su marido seguro se fue con una muchachita y usted anda aquí buscándolo, mejor ya olvídelo?, u otra a la que una secretaria le preguntó que para qué se preocupaba, que su hija estaba bajo las sábanas con el novio o ganando dinero fácil en la prostitución».
Como respuesta al desdén del gobernador José Guadalupe Osuna Millán, realizaron un plantón de 30 días frente al Palacio de Gobierno en Mexicali, en agosto de 2008. Un año después, en Tijuana, se aproximaron con cacerolas y cucharas a incordiar la presentación del informe anual del mandatario en el Teatro del Estado, lo que generó la reacción del secretario de Gobierno Estatal (y más tarde secretario de Gobernación Federal), José Francisco Blake Mora, «quien le dijo a la prensa que éramos puros narcos», dice Ocegueda.
Las movilizaciones no eran sólo para demandar investigaciones, sino también dignidad. Pedían ser tratados como ciudadanos, no como delincuentes. En 2008, lograron que se creara una fiscalía especial, pero aún falta que tenga recursos suficientes, una sección de perros entrenados para no estar pidiéndolos al DF, que no sea necesario esperar 72 horas para empezar la búsqueda de un desaparecido, pues los primeros momentos son cruciales.
En 2009, recuerda Ocegueda, él y sus compañeros empezaron a hacer el trabajo de las autoridades de inspeccionar predios por su cuenta, en busca de restos humanos: «Entonces no respetábamos nada, ¡teníamos una pista y nos metíamos! Al principio íbamos con las doñitas, pero algunas se desmayaban y empezamos a pedir que vinieran los hombres. Con pico y pala nos poníamos a excavar donde creíamos que podían estar». Cuando los veía la policía, «nos decían ?oigan, lo que ustedes están haciendo es un delito?, pero yo les explicaba, ?oye, si desaparece tu hijo, ¿tú qué vas a hacer?? ?No pos sí?, nos decían, ?les vamos a estar dando sus vueltas?, y hasta nos traían sodas, los batos».
Ejemplar… pero inútil: «Lo hicimos unas 16 veces sin encontrar nada». Carecían del entrenamiento y de la tecnología necesarios. En 2010, Ocegueda consiguió ser recibido en la ciudad de México por el ex titular de la PGR, Eduardo Medina Mora, quien ordenó apoyar sus esfuerzos con personal especializado. «Volvimos a algunos de los lugares que ya habíamos revisado y hallamos osamentas. Ahora, en una de cada cinco búsquedas tenemos éxito.»
El mayor de ellos, en febrero de 2013, ha sido descubrir dónde está «La Gallera», uno de los sitios más tenebrosos del país, ubicado en el ejido Maclovio Rojas en Tijuana. Un reto especialmente difícil porque si algo abunda en la zona son galleras, había «unas cincuenta», sonríe Fernando. A lo largo de dos años, estuvo buscando el lugar, preguntando a los vecinos.
Su guía eran las declaraciones de Santiago Meza, llamado «El Pozolero» porque, según su confesión, por un sueldo de 600 dólares a la semana se dedicaba a disolver en ácido los cadáveres que le enviaba el famoso narcotraficante, Teodoro García Simental.
Fueron unos 300. El producto de su «pozole» fluía a través de un sistema de tuberías hasta unos depósitos subterráneos donde se acumulaba. En aquel momento, un periódico cabeceó: «Una masa gelatinosa es lo que dejó El Pozolero». Otro dio cuenta de la presencia de lo que a los familiares realmente les interesa: restos que permitan tomar muestras de adn para identificar a las víctimas y saber cuál fue su destino: «Descubren 300 dientes en tercera fosa de El Pozolero».
En esta casa se sospecha que hay restos humanos enterrados.
MUERTE POR ESPORAS
La inspección de predios en busca de restos humanos suele resultar frustrante. Tijuana es una difícil ciudad de mesetas, colinas, cañadas, un río y avenidas de mal trazo. En esas subidas y bajadas, el convoy da más vueltas que en los caminos rurales de Mexicali, sin encontrar pistas. Llega a una casa de la colonia Loma Dorada donde, meses atrás, León formó parte del comando que atacó a unos secuestradores que mantenían allí a sus víctimas. «Lanzamos una camioneta en reversa para derribar la reja de la entrada», explicó el agente, de unos 35 años, «y cuando sometimos a los criminales, encontramos a las personas que retenían, a un empresario y otras gentes, dentro de jaulas de perro». Pero ahora no hay rastros de enterrados.
Así ocurre en varias construcciones, hasta que visitamos un conocido predio de la colonia Independencia: bajo un patio grande que contrasta con la pequeña casucha del fondo, hay un amplio recinto subterráneo que, hasta 2006, fue una galería de tiro para los pistoleros del cártel de los Arellano Félix. La policía la clausuró sin revisar mucho, y los vecinos creen que ahí sepultaron personas.
Nada que espante a quienes no tienen techo y viven de la basura: el lugar está ocupado ilegalment
e por pepenadores, personas que viven de vender cosas que encuentran entre los desechos. No están ahí cuando llegan los investigadores, o han escapado al verlos. Los policías rompen los candados y en la explanada encuentran pilas de cartón y objetos de plástico, madera y metal.
El acceso al sótano está tapado por una plancha de conglomerado y oculto bajo una alfombra. Al abrirlo, se esparce el hedor enfermizo de siete años de encierro. «No voy a dejar que los perros se metan allí, está lleno de esporas y de hongos, ¡no los voy a matar!», dice el oficial a cargo de los animales. «Ni, por supuesto, pienso entrar yo».
No es posible reprochárselo. El equipo de la PGR carece de trajes de protección y desinfectantes. Si hay una persona desaparecida enterrada ahí, para ser rescatada tendrá que esperar otro tiempo. El fin de los tiempos.
En este rancho se sospecha que hay restos humanos enterrados.
NO TE APACHURRES
Los asesinos del hijo de Ocegueda están presos. La policía los encontró cuando vigilaban a unas personas que los delincuentes tenían secuestradas. Sus fotografías fueron difundidas y otras personas los reconocieron: uno vestía las ropas del hijo desaparecido de una madre, otro tenía en el cuello el tatuaje de una araña que había alcanzado a ver un padre cuando le pagó el dinero exigido… y la esposa e hija de Ocegueda guardaban en la memoria los rostros de dos de los hombres que se llevaron a su Fernando.
No quieren decir dónde enterraron a sus víctimas. No reconocen haber cometido crimen alguno y de hecho, cree Ocegueda, estarían libres de no haber sido atrapados en flagrancia.
Para él, es más importante encontrar los restos de su hijo que ensañarse en el castigo. Por eso tiene propuestas: «Que se hagan negociaciones con ellos: a una persona que va a pasar 50 años en la cárcel, hay que plantearle, ?te quitamos 10 años si nos dices dónde está mi hijo?. O convencerlos con dádivas pequeñas: que los transfieran a los penales de sus estados para que tengan contacto con sus familias. Los grandes capos pagan abogados para que les consigan amparos y les permitan recibir barritas de chocolate; son privilegios pequeños que los pobres no tienen, vamos a ofrecérselos. Este camino podría devolverles la tranquilidad a miles de familias de desaparecidos».
Mientras tanto, hay que trabajar con los perros, a pesar de que «no son 100 por ciento confiables», lamenta Ocegueda. Cuenta que meses antes, con un equipo canino diferente, expresó sus dudas y el responsable le ofreció hacer una prueba: escondió un fragmento de osamenta e hizo pasar al perro por ahí. «¡Cuatro veces!», dice Ocegueda con risa acongojada, «cuatro veces y no lo encontró». En otro predio del Pozolero, el de Loma Bonita, sólo a base de insistir lograron encontrar huellas de las alrededor de 60 personas disueltas ahí: «Fue a la cuarta exploración de los perros… Yo le agradezco a toda la gente que viene, hacen un gran esfuerzo, pero sentimos que hace falta algo más… como el georradar que tienen en la Universidad Nacional Autónoma de México».
Se refiere al radar de penetración terrestre, un dispositivo de alta tecnología que puede detectar diversos tipos de materiales bajo roca, hielo, agua, pavimento y otras estructuras, y que sin duda resultaría sumamente eficaz. Pero las autoridades apenas destinan presupuesto para perros… con todas sus limitaciones.
El grupo que entró al rancho de la carretera a San Felipe en busca de Pierre es de 20 personas: de la ciudad de México vienen cinco peritos (en antropología, genética, criminalística, fotografía y video), dos agentes de la sección canina y uno del ministerio público; además de tres policías de Tijuana y tres de Mexicali. Aunque son estos últimos seis quienes se encargan de la protección frente a un posible ataque, los 14 están armados. También están presentes tres miembros de la familia Reyes, la señora Leyva, Fernando y un reportero.
Las emociones del día han sacudido al grupo, que tenía las esperanzas puestas en Miura y Falco. Fueron hacia arriba en la primera visita al rancho, y hacia abajo cuando el dueño rechazó permitir el acceso; fueron de confrontación con el comandante Gallegos, de subida otra vez cuando inesperadamente se otorgó el permiso, y ahora, tras dos horas y media, los perros se han cansado. Exhausta frustración.
El extraño rancho, dotado de palmeras e instalaciones turísticas, y salpicado de maquinaria en desuso, tiene un frente de 135 metros a lo largo de la carretera y 355 metros de fondo: 47, 925 metros, casi cinco hectáreas. Los perros deben haber revisado una sola, repartida en los dos puntos donde las probabilidades de hallar entierros ilegales parecían ajustarse mejor a la breve descripción que le dieron a Imelda. Suficiente para ellos. Además, el calor los agota y confunde.
«Aunque los forcemos, cuando se cansan no pueden detectar nada», explica el oficial que los cuida. Los familiares no pueden creer lo que oyen. ¿Cómo? ¿Esto es todo? Humberto ofrece pagar hoteles, hospedaje en su casa, una rica cena, lo que sea para que los peritos se queden y regresen mañana temprano. Pero Miura y Falco no están a su disposición: tienen la agenda de una estrella de rock en una gira nacional que nunca termina. «Señora, entienda que aquí están dos de los únicos cuatro perros adiestrados para detectar restos humanos en el país.» Hay muchos más para buscar drogas y explosivos, pero la PGR tiene cuatro perros dedicados a la búsqueda de las 26 mil personas que, según la Secretaría de Gobernación, desaparecieron entre 2006 y 2012. Con precisión: 26 mil 121 seres humanos.
¿Cómo se describe el rostro de once personas estupefactas ?porque los policías locales también lo estaban? cuando el descriptor está estupefacto?
Irma Leyva se recupera primero. «No te apachurres, hay que seguir luchando», musita mientras apri