Es verano en la isla italiana de Sicilia, la temporada en la que sólo el crepúsculo da tregua al calor abrazador que durante el día casi derrite las piedras. En este sitio al calor del verano hay que sumar el tufo candente que recuerda que esta es la cuna de la mafia italiana.
En Palermo, la capital, Leoluca Orlando funge como alcalde por tercera ocasión en su vida. Esta vez desde mayo de 2012. Ganó con 72 por ciento de los votos y su popularidad se basa en una fórmula precisa: el voto antimafia, que hasta hace unos años era una opción suicida. Lleva 30 años peleando contra la mafia Cosa Nostra. Lo cual es, por obvias razones, una vía que frecuentemente acaba en un funeral.
Su vida ha estado llena de celadas y las amenazas de muerte y atentados ya son incontables. En estos últimos días la vida le aventó una nueva piedra al camino: lo puso otra vez a enfrentarse a políticos poderosos y ligados a la mafia, y a los capos de Cosa Nostra que desde hace 30 años lo tienen en la mira. Su destino volvió a cruzarse con el de Salvatore Riina “Totò”, el último capo de Corleone, un hombre a quien nadie en su sano juicio querría tener como rival: en Sicilia lo llaman La Bestia y en 2011 la revista Time lo incluyó entre los diez capos más importantes de todos los tiempos. Leoluca Orlando es su enemigo acérrimo.
Bajo el tercer mandato como alcalde de Orlando, Totò Riina —preso desde 1993— enfrenta un histórico proceso: la Corte de Justicia de Palermo lo juzga, junto con varios ex funcionarios gubernamentales de alto nivel, por las negociaciones secretas del gobierno con Cosa Nostra en los atentados que realizó el grupo criminal a finales de los años ochenta. En ese entonces, como presión para frenar el enorme juicio antimafia conocido como Maxiproceso, 21 sicilianos fueron asesinados. Entre ellos estaban los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, quienes eran amigos y compañeros de Orlando.
En ese Maxiproceso, que comenzó en 1986 para procesar a 474 mafiosos —355 detenidos y 119 fugitivos juzgados en rebeldía, condenados en conjunto a 2665 años de prisión—, Leoluca Orlando fungió como parte acusadora a sus 39 años (hoy tiene 66). Sentencia de muerte asegurada.
Los fiscales de este nuevo juicio sostienen que los atentados cesaron en 1994 después de un acuerdo mediado por Marcello Dell’Utri, ex senador y el mejor amigo de Silvio Berlusconi, “Il Cavaliere”, cuando este último asumió el cargo de Primer Ministro de Italia. Desde mucho tiempo atrás Leoluca Orlando había denunciado los vínculos de ambos políticos, fundadores del partido Forza Italia, con la mafia. Y parece que el tiempo y los jueces le van dando la razón.
Durante el desahogo de este juicio Riina, el octogenario capo corleonesi, rompió el silencio que mantuvo durante muchos años en reclusión y acusó a los servicios secretos del gobierno de participar en los atentados. El proceso judicial va avanzado y el pasado abril Marcello Dell’Utri fue hallado culpable de asociación con la mafia y condenado a siete años de prisión. Lo arrestaron en un lujoso hotel de Beirut.
Por ello también Silvio Berlusconi, presidente del Consejo de Ministros en tres ocasiones —además de magnate de los medios y dueño del equipo ac Milan—, está de nuevo bajo escrutinio judicial. No sólo Leoluca ha denunciado sus supuestos vínculos con la mafia, sino que también lo acusan algunos de los altos mandos de la mafia.
Berlusconi enfrenta condenas por fraude fiscal (que lleva en libertad), y en junio de 2013 fue condenado por un tribunal de Milán a siete años de prisión y a inhabilitación perpetua para el ejercicio de un cargo público por el “caso Ruby”, en el que lo encontraron culpable de abuso de poder e incitación a la prostitución de menores. También hay otros procesos abiertos en su contra por supuestos sobornos a senadores y testigos.
—¿Qué ha significado ser un opositor contra alguien tan poderoso como Berlusconi? —pregunto a Leoluca Orlando.
—Esa ha sido mi vida, luchar contra la mafia, y es eso lo que representa Berlusconi: es exactamente el político que la mafia quiere tener, porque orquesta una lucha continua contra los procuradores. El mensaje de Berlusconi es contra la justicia. Puede decir que no es un mafioso porque no mata, pero la mafia no necesita tener un político que mate: el mafioso compra ciudadanos que matan pero también necesita al político que dice que la mafia no existe, que dice que en nombre de los negocios se puede convivir con ella. Un ministro de Berlusconi abiertamente decía que en nombre de los negocios se puede convivir con los mafiosos; cuando un ministro dice eso, el mensaje es claro.
Cadáver excelente
Leoluca Orlando me recibe en Villa Niscemi, un hermoso palacio en el norte de Palermo, amueblado de forma exquisita. Tiene diez hectáreas de parques y jardines en los que corre un riachuelo con gansos y cisnes. En 1987, durante su primer periodo como alcalde, Leoluca lo compró para convertirlo en la oficina de representación de la Municipalidad de Palermo.
La villa ha tenido como invitados al Dalai Lama, a la poderosa política estadounidense Hillary Clinton, a los reyes españoles Juan Carlos y Sofía, y al cineasta Pedro Almodóvar. También han recorrido sus jardines presidentes, embajadores y funcionarios de muchos países. Hoy es uno de los monumentos con los que la ciudad siciliana se candidatea ante la Unesco para ser la Capital mundial de la cultura en el año 2019.
Leoluca habla de su última visita a El Vaticano: el Papa, Jorge Mario Bergoglio, invitó a cenar a los alumnos más destacados de los jesuitas, la orden a la que pertenece. En esa reunión el Papa Francisco distinguió a Leoluca como “el mejor alumno de los jesuitas en Italia”. Meses antes Bergoglio había beatificado —en pleno Palermo— a Pino Puglisi, un sacerdote asesinado por la mafia en 1993. El alcalde comparte la anécdota y cita sus propias palabras de respuesta: “Papa Francisco, gracias por el cumplido. Pero sobre todo gracias porque, después de su elección, yo respiré Iglesia luego de tantos años de que no se podía respirar Iglesia”.
Explica que no “respiraba Iglesia” porque en Sicilia ésta se volvió cómplice de Cosa Nostra. Dice que un cura de Corleone, por ejemplo, oficialmente negaba la existencia de la mafia pero en su parroquia guardaba baúles llenos con el dinero de los capos. Los sacerdotes se decían orgullosos de celebrar los matrimonios de hombres como Riina, aunque ellos asesinaron a curas que se les oponían, como Puglisi.
Leoluca Orlando recibe bien a esta periodista mexicana. Dice que guarda especial cariño por México donde, afirma, “se habla el lenguaje de Dios”. Por eso hizo allí su viaje de bodas con Mili, la jovencita a quien a los 18 años de edad conoció en un colegio en Londres y a la que cautivó con su conocimiento sobre la obra de Kant, cuando ambos estudiaban Filosofía.
No hay ocasión de conocerla ni siquiera en fotografía. Ni en Villa Niscemi ni en la alcaldía existe alguna fotografía familiar. No hay recepciones con primera dama ni fiestas de beneficencia. Su esposa e hijos llevan una estricta vida privada. Estar en la lista de muerte de Cosa Nostra lo obliga además a permanecer blindado. Hace 30 años no sale a comprar el periódico o beberse un espresso de pie, como hacen los sicilianos. Nunca está solo, ni siquiera en su casa, no conduce un auto y ha olvidado lo que es ir a un restaurante sin compañía.
Orlando es un “cadáver excelente”, que es como aquí la mafia nombra a los blancos de sus atentados. Cadáveres excelentes fueron los jueces Falcone y Borsellino, ahora muertos. Pero Orlando aún camina y tiene memoria y voz para contar de aquellos días en que, temporalmente, conjuró el mandato del destino que Cosa Nostra le había dado.
El día en que lo iban a matar su teléfono repicó con insistencia y, al atenderlo, escuchó la voz que le anunció su suerte: “Pronto le tocará su turno, Orlando”. Lo paralizó el terror. Aquel 20 de julio de 1992 hacía menos de 24 horas que cien kilos de TNT habían abrasado al juez Paolo Borsellino y cinco de sus escoltas en pleno centro de Palermo, a unos pasos de la puerta de la casa de su madre. Cosa Nostra lo asesinó al estilo libanés: explosivos en un coche bomba.
Borsellino era procurador adjunto de Palermo, colaborador e íntimo amigo de Giovanni Falcone, el osado juez que emprendió la férrea batalla legal contra la mafia siciliana y enjuició a capos poderosos y sanguinarios. Con ello desentrañó parte de sus complejas estructuras y circuitos financieros, y rompió la obligada omertà: la ley del silencio.
El juez reveló públicamente la expansión de la sureña Cosa Nostra hasta el norte de Italia, con conexiones empresariales y políticas en Milán. Para ello citó a un senador, Marcello Dell’Utri, y un magnate de los medios de comunicación, Silvio Berlusconi, quien poco tiempo después se convertiría en mandatario.
Aquel 1992 fue un año fatídico para los sicilianos, quienes en menos de dos meses vieron masacrados a los hombres más importantes del pool antimafia que el juez Rocco Chinnici formó en los años ochenta —también a costa de su vida— en Palermo para cuajar los primeros procesos legales contra Cosa Nostra y que convirtieron a Sicilia en capital mundial de la mafia: lo mismo extorsionaba que manejaba contratos de obra pública o una parte del tráfico internacional de drogas.
El 23 de mayo de 1992 Falcone se trasladaba a la ciudad flanqueado por una caravana de escoltas que no pudieron evitar que él y su esposa —la también magistrada Francesca Morvillo— terminaran hechos trizas cuando estallaron mil kilos de explosivos que colocaron debajo de la autopista. La vía hoy lleva su nombre y hay un monumento en su memoria.
Triste ironía: la mafia vendió al ayuntamiento de Palermo los terrenos donde se construyeron el aeropuerto y su autopista.
“Un hombre debe hacer aquello que su deber le dicta, cualesquiera que sean las consecuencias personales, cualesquiera que sean los obstáculos, el peligro o la presión. Ésta es la base de toda la moralidad humana”, decía Falcone al parafrasear al también asesinado John F. Kennedy.
Después de pasarle factura a Falcone y Borsellino, la mafia tenía planeado hacer lo mismo con Orlando: fue el primer alcalde de Palermo que se rebeló contra Cosa Nostra al quitarle los lucrativos contratos para obra pública y servicios que durante décadas tuvieron los capos. Pero sobre todo, porque en los procesos judiciales Leoluca se constituyó como parte acusadora.
No ver, no oír, no hablar
“Que mi carne se queme como este santo si no me mantengo fiel al juramento”, reza la frase que el siciliano repite mientras se pincha el pulgar derecho y derrama sangre sobre la litografía de un santo. Después a la imagen sangrada se le prende fuego entre sus manos. “Me quemaré de esta forma si traiciono a la organización”. Es el ritual de iniciación del omertà, el código de silencio mediante el cual Cosa Nostra enmudeció a los hombres de honor, sus integrantes “juramentados”, y sin ritual, pero también con la amenaza de muerte, al resto de los sicilianos.
Durante décadas los habitantes de la isla acataron el omertà no sólo ante los crímenes de la mafia, sino también ante la imposición de pagarle el pizzo. Pagaban el impuesto mafioso por “protección” lo mismo modestos pescadores que empresarios o profesionistas. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito identifica el cobro de pizzo como una de las principales vías de ingreso de la mafia siciliana.
“El poder de la Cosa Nostra no deriva de su fuerza militar, sino del control social que ejerce sobre el territorio en el que se desarrolla. Su objetivo es sustituir las reglas del Estado por las suyas, y cuanto más lo consiga, más fuerza tendrá”, le declaró al diario El País, en 2006, el fiscal Michele Prestipino, encargado de la indagatoria contra el capo Bernardo Provenzano. La situación fue la misma durante décadas, hasta que llegó una vanguardia de sicilianos resueltos a no aceptar a la mafia como destino inexorable, entre ellos Falcone, Borsellino y Orlando, todos ellos abogados y habitantes de la isla.
Orlando nació en 1947 y se crió entre la ciudad de Palermo y las montañas de Corleone, pequeña villa agrícola en cuya iglesia se venera a San Leoluca. Fue un niño que conoció el código omertà antes que el álgebra.
No hace falta explicar cómo entendió lo que sucedía. Durante los fines de semana o las vacaciones de verano en Corleone, cuando el niño Leoluca enfermaba, lo atendía el médico oficial del pueblo: un hombre serio y elegante que siempre vestía trajes a la medida y zapatos como espejo. El pueblo lo amaba. Aquel médico se llamaba Michele Navarra y era un hombre de honor. Era médico y también el boss. Navarra fundó la mafia de Corleone, los corleonesi.
Leoluca entendió lo que Cosa Nostra significaba y decidió rechazarla como estudiante, profesor, político y funcionario de gobierno, a costa de exponer su vida y la de su familia. Ya desde entonces, como lo sería siempre, era una ficción aquello de que la mafia respeta inocentes.
En esa época nadie hablaba de los criminales en Sicilia pero él, a sus 15 años, organizó en el colegio jesuita un seminario sobre la mafia. Fue un escándalo por todos lados, con la consiguiente reprimenda del director de la escuela.
Dice que esa era la Sicilia en la que nació: “Era como una zona gris: no ver, no oír, no hablar”. Cuando tenía 19 años se fue a estudiar a Alemania. Al llegar a la Universidad de Heidelberg, sus compañeros le preguntaron de dónde era. Cuando dijo que de Sicilia, la respuesta de ellos fue unánime: “¡Mafia!”.
En Sicilia nadie hablaba de mafia, sin embargo, “yo escogí estar orgulloso de ser siciliano, pero supe que debía combatir a aquellos que habían puesto a mi cultura contra ella misma, los que habían usado mi cultura para justificar el homicidio”.
A sus 29 años se afilió al partido Democracia Cristiana para trabajar como consejero de su presidente, Piersanti Mattarella. Con él creó las primeras iniciativas contra la mafia. En represalia, en 1980 Mattarella fue asesinado.
La infiltración de Cosa Nostra en la política era cosa común: políticos, legisladores y alcaldes le debían sus cargos. Desde la Segunda Guerra Mundial, la mafia estrechó sus vínculos con la política cuando los estadounidenses usaron a algunos bosses para que controlaran y mantuvieran el orden. En Sicilia pusieron como alcaldes a jefes de los clanes: a los capos. Cosa Nostra usaba a la política para hacer sus negocios y los políticos usaban a Cosa Nostra para asegurarse el poder.
El ejemplo más evidente era Palermo, donde sus alcaldes Vito Ciancimino y Salvo Lima eran miembros de esa mafia. Un día un periodista le preguntó a un boss: “¿Por qué ustedes los mafiosos un día están de parte del partido liberal, otro del demócrata y otro del conservador?”. El jefe contestó: “Nosotros estamos siempre de parte del gobierno, es el gobierno el que cambia de partido”.
En los años ochenta la palabra mafia aún era tabú, a pesar de que las calles se llenaban de sangre y ruido de balas por la disputa entre los delincuentes por conseguir contratos gubernamentales, negocios inmobiliarios y, sobre todo, asegurarse de tener una tajada en el floreciente tráfico de heroína y cocaína entre Europa y América. Los sicilianos procesaban heroína y la distribuían en Estados Unidos. A su vez, los colombianos les hacían llegar los primeros embarques de cocaína.
El sanguinario Riina, quien se ganó los apodos de La Bestia o El Puerco por su extrema violencia, desató una cacería entre capos. Después fue contra todos aquellos funcionarios, policías y periodistas que, consideraba, obstaculizaban sus operaciones. Mandó asesinar a mujeres y niños, bajo la lógica de que cuando el niño se hace hombre puede vengar la muerte del padre. Ordenó la muerte de por lo menos 150 personas y se le atribuye la ejecución de 40 por propia mano.
Para La Bestia no hubo intocables: en abril de 1982 ordenó matar a Pio La Torre, el congresista que propuso una ley que consideraba delito cualquier relación con la mafia y permitía la expropiación de los bienes de capos condenados. En septiembre de ese año, al general Carlo Alberto Dalla Chiesa, seis meses después de que el militar —célebre por su lucha contra el terrorismo— llegó a Palermo designado como prefecto.
En mayo de 1985 Leoluca fue electo alcalde: un católico radical e independiente que hablaba abiertamente contra la mafia en un momento en que 80 por ciento de los sicilianos pagaba pizzo, bajo amenaza de acabar desechos en ácido o con los huesos trozados. Para sorpresa de todos, emprendió dos temerarias medidas: vetarles los contratos y emprender el Maxiproceso.
200 disparos
“¡El alcalde! Miren, miren al alcalde”, escuchó Leoluca a sus espaldas mientras caminaba frente a las rejas detrás de las cuales estaban los 355 mafiosos de Cosa Nostra el día del inicio del Maxiproceso, en un búnker de acero y hormigón a prueba de misiles flanqueado por tres mil soldados. Afuera, ese 10 de febrero de 1986, el cielo se quebraba sobre Palermo, pero bajo la lluvia torrencial el rostro de centenares de sicilianos mostraba alegría. Por primera vez veían tras las rejas a los mafiosos que controlaban sus vidas. “¡El mundo está de cabeza! ¿Un político de Sicilia contra nosotros?”, escuchó que gritaban algunas voces atropelladas.
Riina, el entonces fugitivo jefe de Cosa Nostra, intentó frenar el juicio: ordenó asesinar a los policías que reunían las pruebas y al comisario Giuseppe Montana. Días después, frente a su féretro, el otro comisario, Antonino Cassarà, dijo: “Somos cadáveres andantes”. Poco después recibió 200 tiros frente a su esposa.
Voto antimafia
Salvatore Riina nació el 16 de noviembre de 1930. Su familia le llamaba Totò, y el pueblo El Corto, por su baja estatura (1.58 metros). Conservaría ambos apelativos junto con La Bestia o El Puerco. A lo largo del Maxiproceso estuvo prófugo pero no ausente. Con la habilidad que le caracteriza, instruía a los abogados defensores. Como estrategia un capo se cosió los labios con aguja e hilo; otro tragó clavos; los abogados exigieron que se leyeran de principio a fin 800 mil páginas de evidencias.
La espectacularidad del Maxiproceso se fue diluyendo de los titulares de los periódicos hasta convertirse en silencio. Eso era lo que esperaban Riina y sus abogados: la estrategia era ganar tiempo para agotar el plazo máximo que permite la prisión provisional del sistema de justicia italiano, y que todos fueran liberados bajo fianza. En todo ese tiempo no hubo en Sicilia un solo asesinato: Cosa Nostra quería que los ojos del mundo vieran ejemplaridad y aires de paz en esta tierra.
En tanto, Leoluca había pasado de dormir en cuarteles militares en Italia a guarecerse como fugitivo entre las montañas del Cáucaso, sin contacto alguno con el exterior. Cuando volvió a Italia lo hizo con la condición de tener día y noche guardaespaldas con rifles de asalto. Pese a ello inició un movimiento antimafia y se convirtió en férreo opositor de Giulio Andreotti, entonces el político más poderoso del país, y de Silvio Berlusconi, quien ya se encarrilaba en campaña como Primer Ministro. Los acusó reiteradamente de vínculos con Cosa Nostra.
En 1992, con un llamado al “voto antimafia”, Leoluca llegó por primera vez a diputado, en una elección en la que fue el tercer aspirante más votado del país. Se convirtió en un fenómeno político, muy visible en el Congreso porque cuando subía a la tribuna debía estar custodiado por sus guardaespaldas armados.
La Primavera de Palermo
Al cabo de seis años Riina decidió poner fin al Maxiproceso. Ordenó asesinar a los jueces Falcone y Borsellino. Demostró que no importaba cuan custodiados estuvieran, el poder de Cosa Nostra siempre sería mayor.
Leoluca comprendió que no importa el grosor del blindaje cuando La Bestia te tiene en la mira. Y el 20 de julio de 1992, cuando la televisión transmitía los funerales de Borsellino, él se incorporó para contestar el teléfono que timbraba.
Impávido escuchó el mensaje y sólo hasta que colgó la bocina razonó que pronto lo matarían. Los muchachos armados lo miraron titubeantes. Cuando todo está perdido no hay paso en falso. Se impuso su afán de vivir: les dijo que irían a las redacciones de los diarios. Palermo ardía: el crimen de Borsellino tenía a los sicilianos en las calles por primera vez para exigir a Roma una solución. Al día siguiente los rotativos publicaron las amenazas de la mafia a Leoluca Orlando y la respuesta fue apabullante: centenares de sicilianas le ofrecieron a sus hijos como escudo y sus nombres se publicaron en la prensa, con la advertencia de que si Cosa Nostra planeaba matarlo, tendrían que asesinarlos a todos ellos primero. Leoluca dice que les debe la vida a esas madres sicilianas.
Sólo entonces reaccionó el gobierno en Roma: enviaron militares, se creó el primer programa para protección de testigos y se reactivó la lucha legal contra Cosa Nostra. Por primera vez un presidente, Oscar Luigi Scalfaro, habló de la infiltración de la mafia en el Estado y lo hizo en cadena nacional en el noticiario estelar de la televisión. Seis meses después Totò Riina fue detenido en el centro de Palermo, en donde vivía en una bonita mansión.
Ese mismo año Leoluca fue reelecto alcalde con 75.2 por ciento de los sufragios. Pero con el encarcelamiento de Riina el peligro no acabó para él. En las estructuras de la mafia apenas cae una pieza, ya está el reemplazo detrás. Hoy Cosa Nostra tiene un perfil más bajo, casi invisible, pero continúa operando.
El nuevo boss
A medida que Leoluca avanzaba en su relato, en Villa Niscemi el aire se ponía más denso, sofocante. No era por el clima de la isla, sino por la tensión que produce estar frente a un cadáver excelente, un hombre a quien la mafia puede asesinar en cualquier momento. Cosa Nostra nunca cancela facturas. Es fácil entender por qué a este siciliano le llaman “El Hombre Bomba” en Europa.
—¿Vale la pena? —le pregunto.
—Es muy tarde para cambiar la vida. En la lucha contra la mafia no hay marcha atrás, es como una bicicleta en un velódromo: la bicicleta necesita andar a más de 17 kilómetros por hora, porque si marcha a menos se cae. Yo necesito marchar así, siempre hacia delante, sin frenar ni virar.
Su lucha contra Cosa Nostra le ha colgado medallas y premios tan destacados como la Gran Cruz al Merito Civil del Rey Juan Carlos de España, la Medalla Goethe, el Bayard Rustin Human Rights Award, el Premio Pushkin, el Premio de la Paz Erich María Remarque y el Konrad Adenauer.
Da tragos a su espresso mientras responde e insiste en que la resurreción de Palermo continúa, ahora con el nuevo proceso contra Riina (aunque ya está condenado desde el Maxiproceso a cadena perpetua), con la reciente condena al senador Dell’Utri, y los procesos contra Berlusconi y otros políticos que durante años fueron señalados públicamente como mafiosos.
Leoluca Orlando es conocido en el mundo por su tesis de que la mafia se combate con lo que él llama cultura de la legalidad. Su apuesta es que la sociedad misma rechace a la mafia y rompa el silencio cómplice: es una guerra moral. Parece que no se equivoca. En abril de 2006, cuando el capo Bernardo Provenzano fue detenido, por las calles le gritaban “¡Bastardo, bastardo!” mientras la policía lo trasladaba.
Entre los comerciantes de Palermo nació el primer gran movimiento civil contra la mafia, llamado Addiopizzo. Empresarios como Vincenzo Conticello, dueño de la antigua y famosa focaccería San Franceso, han sido más osados: él llevó a juicio a los recaudadores del pizzo y logró que se les condenara, aunque a costa de vivir a la sombra de seis guardaespaldas.
Es cierto que omertà ya no es infranqueable. Hoy frases como “adiós al pizzo” o “zona libre de mafia” se ven por toda Sicilia. Los supermercados comercializan con éxito uvas, olivos, cereales y tomates que se cultivan en tierras incautadas a los capos. Hay calles, avenidas, edificios públicos y plazas que honran a los valientes miembros del pool que encarceló a los capos.
Pero también es cierto que Cosa Nostra vive, aunque con otro perfil. Hoy el boss se llama Matteo Messina Denaro, un amante de los autos deportivos, los relojes finos, los trajes espectaculares y las gafas de sol. Conduce un Maserati, adora escuchar a Frank Sinatra y es fan de los videojuegos y cómics.
“Messina no tiene nada que ver con el brutal Riina o Provenzano. Messina usa Rolex, conduce un Maserati e invierte su dinero en las bolsas de valores de todo el mundo. Cuando lo detengan todo mundo se preguntará: ‘¿Cómo es posible que un hombre tan elegante sea un jefe criminal?’, y eso es porque la mafia hoy necesita otra cara”, dice Leoluca.
En Palermo no hay más ríos de sangre pero eso es porque la mafia siciliana ahora maneja un bajo perfil, aunque ha fortalecido sus conexiones internacionales. “Se ha extendido en países donde no existía, y en todo tipo de negocios donde se puede ganar dinero”, dice Johannes von Dohnanyi, un afamado escritor y periodista, corresponsal para la prensa europea durante la descarnada guerra en Sicilia.
Palermo es emblema de la mafia, pero también de la lucha contra la mafia. En diciembre del año 2000 se suscribió la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Trasnacional, conocida como Convención de Palermo. Fue posible en buena medida por el trabajo de Leoluca Orlando: “Cuando terminó mi tiempo como alcalde en el 2000, Palermo fue el lugar para firmar la convención no porque el alcalde fuera muy lindo, ni porque el sol y el mar son bellos, sino porque se volvió la capital de la mafia y también de la antimafia. Así que el que se llamara Convención de Palermo fue nuestra victoria.”
Pero en las guerras nunca está dicho todo. Leoluca es realista, sabe que Cosa Nostra palpita en Sicilia. Será por eso que en el cementerio de Corleone las tumbas de los viejos boss tienen siempre flores frescas y veladoras encendidas, y los dueños de los negocios más prósperos aún se apellidan Riina y Provenzano. Entre todos los mausoleos destaca el del doctor Michele Navarra por ser el más alto, elegante y bien cuidado.
En Villa Niscemi la entrevista con Leoluca concluye. El alcalde tiene una reunión en el centro de la ciudad. En el umbral lo aguardan sus muchachos con rifles de asalto que usan sofisticados sistemas de comunicación y equipo de blindaje. Visten trajes oscuros, de cortes modernos y elegantes, como Leoluca, con el refinado estilo italiano. Los veo salir en caravana a bordo de automóviles blindados. Avanzan por una amplia avenida a la velocidad que indican sus protocolos de seguridad y se pierde de vista el vehículo en el que viaja un cadáver viviente, “El hombre bomba”.