Aquí en el Purgatorio la mansión es más pequeña, pero la bodega de vinos, decorada con paneles de una caoba exquisita, resguarda miles de botellas y es magnífica. Están terminando de instalar el sistema de iluminación, el cual será como el de una galería de arte: tenue e indirecto.
Me muestra la colección de arte que guarda en la planta alta. Las obras son provocadoras y retratan acciones sombrías: hay una fotografía de una pareja que está bailando y de cuyas espaldas se asoman espinas gigantes; hay una pintura hiperrealista de una mujer que salta de una ventana a un paisaje desértico vacío, lleno de una calma inquietante. “Esa es de Ed Ruscha, un amigo.” De la pared cuelga un enorme mapa de Texas hecho de madera. Me dice que si lo miras de cerca, se nota que cada línea se dibujó con pirograbador: “Me gusta el arte que me haga preguntarme cómo se hizo, cuya técnica sea increíble”. Promete que más adelante sacará una pieza que está hecha de alas de cucaracha.
En el escritorio del rincón de su oficina destaca un brazo esculpido hecho de patinetas laminadas que termina con el toque perfecto: un puño con el dedo de en medio levantado.
Las caídas de los hombres forman parte de la historia universal. Pocos vivimos sin haber probado el sabor del fracaso y la desgracia. Pero la caída desde una altura prominente es una experiencia por completo distinta, porque le sucede a otro tipo de persona, a aquella con el impulso de llegar tan alto. ¿Acaso debería sorprendernos que dicha persona —este hombre ante mí—, sea malísimo arrepintiéndose?
¿Depresión? ¿Desprecio hacia sí mismo? ¿Parálisis emocional? Lance Armstrong no se lo permite. Gracias pero no. Un año y medio después del escándalo que terminó con su carrera, después de haber perdido todos sus trofeos, confesarle a sus hijos la dolorosa verdad y perder en un sólo día cerca de 150 millones de dólares, estas son las circunstancias a las que se ha visto reducido.
¿Una copa de vino? ¿O va a preparar sus margaritas especiales —les llama lanceritas— con hielo escarchado?
Pese a su predilección por los deportes solitarios, a Armstrong también le gusta que su casa esté llena de gente. Hay niños en todas partes y sus juguetes invaden los pisos de cada cuarto. En la cocina, un aquelarre de mujeres hermosas prepara la cena. Una de ellas es su novia, una rubia como de pintura de Modigliani de nombre Anna Hansen. Su amiga, igual de atractiva, lleva una copa de vino a los sillones que rodean la alberca y le hace una broma que revela su intimidad cercana: “Aquí tiene su vino, sar… le llamamos Su Alteza Real.”
Mientras la cena está lista, Armstrong descansa en esta tarde de domingo en Austin, Texas, en la que el sol brilla y la temperatura es fresca. Insiste en que la vida es buena. Tiene cinco hijos que son felices, sabe quiénes son sus verdaderos amigos y está aprendiendo a escoger sus batallas. Uno de los beneficios de sufrir una derrota aplastante es que se aprende a aceptar ciertas cosas. Excepto por el recogedor de hojas que sobresale del otro lado de su pared y que el vecino siempre deja ahí colgado. Es un artefacto horripilante que arruina un escenario que podría ser perfecto. Esa contradicción se refleja en sus ojos y mandíbula mientras bebe vino.
A mitad de la cena Armstrong comienza a arrastrar las palabras. Apenas se nota. Sus amigos guían la conversación, hablan del tráfico en Austin y de cómo los periodistas sólo se enfocan en las cosas negativas. Entran algunos de los niños Armstrong, uno de ellos se sienta en sus piernas y le ruega que los deje hacer una piyamada. Lance enmascara su cariño detrás de una mueca de mal humor. Esta noche se le notan sus 42 años. Incluso aquí, en la vida después de la muerte, logra que relajarse parezca una tarea intensa.
Conviene recordar que, antes de que Armstrong se convirtiera en una figura odiada, esa misma intensidad lo hacía parecer un héroe griego ante los pacientes de cáncer en todo el mundo. Para ellos lo sigue siendo y, para él, esa labor le ha dado sentido a su vida. Incluso pese a que la organización benéfica que fundó y en la que invirtió casi ocho millones de dólares de su propio capital, lo haya expulsado hace no mucho y haya borrado su nombre de la memoria al cambiarle el nombre de Lance Armstrong Foundation a Livestrong Foundation.
Al seguirlo durante un par de días se hace evidente la emoción y esperanza que le infunde a los enfermos y moribundos con su presencia, gracias a la cual olvidan las náuseas, el dolor y los miedos, aunque sea de forma pasajera. Por toda la controversia en la que está metido, le digo a Lance, es fácil olvidar cuán importante ha sido y sigue siendo para los pacientes con cáncer en todo el mundo. “Sí, es fácil para ti y para otras siete billones de personas”, contesta.
La primavera pasada lo corrieron de un encuentro local de natación. Esto fue seis meses después de que la usada [Agencia Antidoping de Estados Unidos] lo vetara de competir en cualquier deporte Olímpico el resto de su vida. Es decir, de casi todos los deportes del mundo. (El veto de los ciclistas que testificaron en su contra, la mayoría de los cuales son casi igual de culpables, fue de seis meses.) Se imaginó que una carrera local de natación en Austin, su refugio, no sería problema. Pero un tipo se quejó y hubo llamadas a Suiza. La respuesta fue rotunda: no, Lance Armstrong tampoco puede competir en un encuentro local de natación. “Cualquier deporte que intente practicar, ya sea tiro con arco o volibol, está prohibido”, dice.
Lamenta profundamente —lo jura— las mentiras, el acoso y las demandas contra varios periodistas. “Era un asunto indefendible, mera arrogancia”, reconoce. Por otro lado, dice, los cargos de dopaje fueron sandeces. “Nadie se ha adjudicado públicamente la victoria de esas carreras. No le han dado esos premios a nadie más, porque yo gané esas carreras.”
Es posible decir lo siguiente: Lance Armstrong le mintió a la muerte y después siguió mintiendo. Su engaño no fue común y corriente. Su ambición lo tornó en el mejor tramposo de todos los tiempos. Convirtió una carrera europea como el Tour de Francia en una manifestación estridente, implacable y sin precedentes de la ambición de un equipo y la hegemonía atlética estadounidense. Se dopó y hostigó a otros ciclistas a que se doparan, también demandó y acosó a quienes revelaron la verdad, lo cual es difícil de perdonar. Por otro lado, él no inventó la maldad. El Tour abarca un periodo de 23 días y 3,500 kilómetros, es tan difícil que los ciclistas siempre han recurrido a estrategias para aumentar su rendimiento. En 1920, cocaína y alcohol; en 1940, anfetaminas. En 1962, catorce de ellos renunciaron por los efectos de la morfina. Entre 1987 y 1992, el agente estimulador del oxígeno en la sangre, epo, pudo haber sido la causa de la muerte de por lo menos 23 ciclistas. Ni siquiera eso los detuvo. En un testimonio a la agencia antidopaje, el cual contribuyó a la ruina de Armstrong, Frankie Andreu —antiguo compañero de equipo— declaró que cuando se conocieron en el circuito europeo en 1992, los dos se dieron cuenta de que “sería difícil tener éxito profesional como ciclistas sin consumir epo”. Añadió que era el “consenso general” de todo el equipo.
Así se mantuvo la situación. Un año antes de que Armstrong ganara su primer Tour, siete equipos completos abandonaron la carrera luego de que a un asistente del equipo de Festina le descubrieron cantidades masivas de epo, testosterona y hormona de crecimiento. A un año de su retiro, descalificaron al campeón por los resultados de sus estudios. Los idealistas que se negaban a tomar nada —individuos como Darren Baker y Scott Mercier— se dieron cuenta muy pronto de que no podrían competir y lo abandonaron. Todos en el mundo del ciclismo conocían esta historia, así como los cargos en contra de Armstrong (el primero data de 2004). Incluso Nike lo tomó como material de uno de sus anuncios más famosos en donde Armstrong decía, muy seguro de sí mismo: “Todos quieren saber qué me meto. ¿Qué me meto? Seis horas de bicicleta al día”.
Era un producto espectacular, una marca sumamente rentable. Siempre y cuando siguiera defendiendo su inocencia y existiera un mínimo de duda, cualquiera que se asociara con él seguía registrando beneficios. Trek Bicycle duplicó sus ventas, Nike borró su escándalo de talleres de explotación laboral, sus compañeros compartieron las ganancias de sus victorias y su fundación obtuvo donaciones por cientos de millones de dólares. En los días sombríos que siguieron a los ataques terroristas del 9/11, Armstrong era un mito estadounidense viviente, un individuo afligido y engreído que luchó contra el cáncer de testículo y regresó para ganar siete años consecutivos una de las competencias deportivas más difíciles del mundo. ¡Siete años consecutivos! Se trataba de una resurrección, un milagro moderno. Apareció en cajas de cereal, protagonizó anuncios, le entregó una bicicleta a Bill Clinton en la Casa Blanca, era amigo de Bono y Sean Penn, tuvo novias como Sheryl Crow y Kate Hudson y escribió una autobiografía que vendió millones de ejemplares, It’s Not About the Bike, la cual inspiró a pacientes de cáncer como nunca antes nada lo había hecho. Cambió la frase “víctima de cáncer” por “sobreviviente de cáncer” y popularizó sus pulseras amarillas de Livestrong a tal grado que vendió 90 millones de ellas a un dólar cada una. John Kerry usó una en su campaña y John McCain dio una conferencia sobre el cáncer en un evento organizado por Livestrong. Incluso se planteó lanzarse como candidato a gobernador de Texas.
Armstrong se creyó esa historia igual que los demás. Se crió en un suburbio marginal de Dallas como un perro bravo. Era hijo de una madre adolescente e incompetente que aún no olvidaba las miradas enjuiciadoras de sus compañeros de la escuela, y un padrastro infiel que lo golpeaba con un remo de los que usan los miembros de las fraternidades. Un amigo de toda la vida dice: “Su infancia fue peor de lo que la cuenta. Y lo que aprendió de ella es que la gente te jode y hay que luchar por conseguir lo que quieres”. En el ámbito del deporte hizo de esa enseñanza su código de guerrero. Un entrenador le dijo alguna vez: “Una carrera de ciclismo es como una pelea con cuchillos”.
Armstrong enfrentó los cargos de dopaje como si estuviera en una pelea con cuchillos, jugó la carta del cáncer con descaro. En un anuncio de Nike, compite en caminos estrechos con su icónico casco amarillo y desdeña a sus críticos: “Los críticos dicen que soy arrogante. Que me dopo. Que estoy acabado. Que soy un fraude. Que soy terco. Que digan lo que quieran: no me subí de nuevo a mi bicicleta por ellos”. Hay un corte a una escena en una sala de pacientes con cáncer, la cámara recorre a los que se han sometido a quimioterapia para enseñarle a esos críticos insulsos lo que de verdad importa.
Se salió con la suya: pese a los rumores y acusaciones, se retiró en 2005 con un historial limpio. Su error garrafal fue haber vuelto cuatro años después. Es en este punto donde su historia adquiere un aura mítica. Como un relato profético, recuerda una noche en particular en la que tuvo un presentimiento desagradable. Estaba en Fort Davis, Texas, cuando intuyó que su regreso desataría a las Furias. Anna y él estaban en un café. “Todo mi ser me pedía que renunciara, me decía que debía parar.” Pero no pudo parar: los patrocinadores saboreaban el regreso, la fundación y los fans estaban emocionados, el destino lo llamaba y no iba a darle la espalda. “Daría lo que fuera por volver a ese café con Anna para tomar la decisión de no hacerlo.”
Después, todo se desvaneció en cuestión de un instante. Arrinconado por infracciones que no sorprendieron a nadie en el ciclismo, Armstrong sufrió una de las desgracias más brutales y sorprendentes en la historia estadounidense, un castigo tan extremo que nos invita a preguntarnos qué se está castigando. Un año y medio después, Armstrong sigue intentando dilucidar la respuesta.
Más o menos cada semana se acomoda en su oficina y enciende la cámara de su laptop. Este mensaje es para Melody Ruggles, una enfermera a quien le diagnosticaron cáncer colorrectal en 2011. Como profesional de la medicina, comprendió de inmediato la gravedad de su diagnóstico. Se sometió a una cirugía en el intestino y en seguida a sesiones de quimioterapia. Para alegrarla, su hijastra Jynell Tackett abrió una página de Facebook, “Melody’s Get Well Card Drive”, e invitó a gente de todo el mundo a enviarle mensajes para darle ánimos. Armstrong recibió una de las invitaciones. Para entonces, a Melody le habían detectado más nódulos en el hígado y el intestino delgado.
Esto ocurrió un par de meses después del escándalo y Armstrong seguía ocultándose del mundo en su capullo. En el video, en su semblante frío se refleja una expresión de tortura, como si se asomara a un túnel sin salida. “Hola, Melody, soy Lance Armstrong. Quería enviarte un breve mensaje en video para que sepas que pienso en ti y estoy contigo. Entiendo que has recibido noticias algo desalentadoras sobre tu salud. Aguanta, ten por seguro que te esperan días mejores. Por favor dime si hay algo en lo que pueda ayudarte. Mientras tanto, sigue partiéndole la madre al cáncer. Te deseo la mejor de las suertes.”
Aunque no parezca demasiado, Tackett asegura que el video le dio ánimos a Ruggles y que su efecto duró meses: “Tiene mucha energía para hacerle frente a la enfermedad. Alguien que ha padecido cáncer se tomó un momento no sólo para enviarle un mensaje, sino para leer su historia y grabar el video. Sin importar lo sucedido, sin importar que haya consumido drogas o no, se sometió a quimioterapia y aún así ascendió y descendió por esas montañas. Su mensaje le transmitió a Melody que puede seguir adelante pese a lo que está viviendo.”
Así, aunque sea por un instante, Armstrong vuelve a ser el hombre que solía ser.
Los amigos de Armstrong de toda la vida están preocupados por él. Uno de ellos dice: “Cree que no está atravesando una etapa terrible, pero se equivoca”. Son los primeros en identificar sus fallos, pues lo describen como un controlador sin límites que siempre presiona a las personas al máximo. Uno de ellos, John Korioth, asegura: “Si le pides un consejo, te dirá que necesitas bajar 5 kilos y hacer más ejercicio. Es directo y brusco, al estilo de ‘cállate y hazlo’”.
Recuerdan que cuando llegó a Austin lo apodaron FedEx porque siempre se desvelaba. Era arrogante, le gustaba decir que no entrenaba y que aún así era un héroe de las pistas. Por las noches iba de bar en bar y era un Don Juan.
La fama empeoró la situación. Durante años, Armstrong viajó en un jet privado, en un entorno de atención incesante. Nadie a su alrededor le decía que no y sometía a sus pilotos a jornadas de trabajo tan intensas que se quejaban con frecuencia. Las mujeres se le lanzaban, igual que los hombres. Korioth confiesa que “se volvió insufrible”.
Por otro lado, también recuerdan el primer evento benéfico que organizó en Austin en la época en que su supervivencia aún era dudosa; el plan era donar el dinero a la American Cancer Society. Otro de sus amigos recuerda: “El evento no tenía intenciones ocultas. Sólo fue el acto heroico y noble de un hombre moribundo”. Pero cuando ese organismo se negó a destinar el dinero para apoyar a pacientes con cáncer testicular, Armstrong reaccionó con su estilo corrosivo y decidió crear su propia fundación. Fue un éxito rotundo y en los quince años posteriores recaudó más de 500 millones de dólares. El mismo amigo dice: “Lance fue un hijo de puta con el cáncer. Fue igual de severo con el equipo de la fundación que con sus compañeros de equipo en el ciclismo. Decía: ‘Ese tipo no es lo suficientemente bueno, despídelo’. Si alguien le explicaba que su madre acababa de morir, respondía: ‘Me da igual, despídelo’”.
Korioth cuenta la historia de una competencia de ciclismo en Texas, la Hotter’N Hell Hundred, que se lleva a cabo todos los años en agosto, cuando la temperatura alcanza los 38 grados. Armstrong ayudaba a organizar una recaudación de fondos. Uno de los organizadores de la competencia le advirtió que a veces los participantes morían durante la carrera. Lance contestó: “¿Sabes cuántas personas mueren de cáncer al año?”.
El presidente de la fundación Livestrong, Doug Ulman, es un sobreviviente del cáncer. Armstrong lo conoció trabajando en una pequeña fundación que el propio Ulman había creado luego de salir vivo de su batalla contra el cáncer. Lo llevó a Austin para trabajar con él. En los años subsecuentes, Ulman dedicó buena parte de su tiempo a alimentar el deseo insaciable de Armstrong de tener un papel activo en la fundación. Ulman asegura: “Tuve oportunidad de atestiguar lo que nadie más: las llamadas, las visitas, los e-mails. Cuando escucho que la gente habla mal de él, me queda claro que no tienen idea de lo que estuvo haciendo durante años.”
Armstrong nunca ha sido un individuo expresivo, de modo que en sus primeros encuentros con los pacientes se mostraba incómodo. Con el tiempo adoptó un enfoque práctico. Les decía que debían luchar por obtener un tratamiento mejor, exigir los mejores doctores y estar preparados para desatar una batalla contra sus aseguradoras. Les pedía que se olvidaran de Dios y se enfocaran en la ciencia, lo cual incomodaba a algunos, pero en eso, como en todo, no conocía límites. Asimismo, hablaba sin tapujos de masturbarse para obtener dosis de esperma durante su enfermedad porque no sólo planeaba sobrevivir, sino ser padre. Hacía todo con mirada de acero y sonrisa permanente. Con su personalidad parecía decirles a los otros pacientes: soy un guerrero sin miedo y tú también puedes serlo. Se convirtió en la prueba de que hay que luchar como perro callejero.
El propio Armstrong adoptó el mensaje desafiante como defensa de su enfoque general hacia la vida. Hoy en día, sus amigos se preguntan por qué arriesgó todo por regresar, a sabiendas de que era culpable y de que se le harían más estudios que a cualquier atleta en la historia de los deportes. ¿Intentaba demostrar que era capaz de ganar el Tour sin consumir drogas? ¿Extrañaba estar bajo los reflectores? ¿Necesitaba el dinero? ¿Anhelaba los días de gloría y perfección moral a la cabeza de la fundación? Sus amigos confirman que todo eso y más. La luz no se dirige a la palomilla, la palomilla se dirige a la luz.
Todo eso ha llegado a su fin y el hombre que ganó siete veces seguidas en la competencia deportiva más difícil del mundo, está atrapado en su peor pesadilla, en un limbo sin propósito. Sólo por medio de sus videos privados y la llamada ocasional de alguna beneficencia para el cáncer que le pide asesoría, consigue aferrarse a lo que queda de la obra que le ha dado más sentido a su vida. Uno de sus amigos declara: “No quiere admitir que ese trabajo era una parte fundamental en su vida. Él no reconoce que llenaba un vacío en su alma porque, en el fondo, no reflexiona sobre ese vacío”.
En estos días se levanta temprano y sale a correr —unos 8 kilómetros nada más, se lo lleva con calma— y lleva a los niños a la escuela. Después va al campo de golf.
Hoy va a Barton Creek y sus compañeros son John Korioth —a quien apodan College porque fue a la universidad—, un hombre mayor a quien le dicen Coach y un abogado. Para hacerlo interesante, apuestan un dólar por golpe, con la opción de multiplicar la cuenta final por el número que el ganador elija.
En el primer hoyo Armstrong lanza al rough. College le toma el pelo: “¿Tienes bolas, o pedimos más?”. En el segundo hace un hoyo bajo par. Coach le dice que es más suertudo que un perro con dos penes.
Antes de que todo se desmoronara, odiaba el golf. No se le da de manera natural, porque tienes que girar las caderas y él está habituado a subir y bajar las piernas. Toma clases, juega 18 hoyos y vuelve a casa a ver golf en la tele. Hansen dice que es como una viuda del golf; Armstrong encoge los hombros y responde: “No tengo otra cosa que hacer”.
En estos meses, incluso ha dejado de entrenar. A veces sale a andar en bici, aunque nada demasiado riguroso. “Es como si no me importara”, dice un poco desconcertado. “Es raro.” Pero aún le encanta ganar y, cuando hace otro hoyo bajo par, se pavonea: “¡Sí! ¡En la línea cero!”.
En cualquier foro en el que se presente, Armstrong se sigue negando a arrepentirse del cargo principal en su contra. Parece sincero cuando lamenta haber mentido con tanta insistencia y haber demandado a quienes intentaron exponerlo. No obstante, es incapaz de disculparse por haberse dopado, que es lo que el público espera. Asegura que siempre lo tuvo muy claro: o hacía lo que se necesitaba para ganar o volvía a Austin a trabajar en una tienda de bicis. Le resulta inevitable despreciar a quienes lo admiraban por ser incansable y luego lo odiaron por serlo demasiado. Pone como ejemplo a Michael Irvin, el receptor de los Dallas Cowboys: “Se embriagaba, consumía cocaína y salía con strippers. Todos los Cowboys estaban dementes. Irvin siempre decía: ‘No pasa nada, voy a anotar un touchdown este fin de semana’”.
A Armstrong, por el contrario, se le exigía mucho más.
—College, ¿golpe corto o hago un chip?
—Chip.
—¿Por?
—Porque lo que necesitas es pegarle y que se deslice.
—Nunca en la vida he hecho eso.
—Pues es hora de empezar.
En noviembre de 2012 estaba en otra clase de golf cuando recibió la llamada de Jeff Garvey, presidente de Livestrong. Le pidió la renuncia. La presión de los medios era desmedida, los noticieros tenían sus camionetas estacionadas en la entrada desde hacía semanas y las donaciones se evaporaban (en un año cayeron 35 por ciento). Armstrong se quedó sin palabras. Que lo despidieran de su propia fundación, que lo abandonaran en el punto más bajo de su carrera, fue el peor golpe de todos. Su amigo Chad era su compañero de juego ese día y le dio un consejo: “Mira a tu alrededor, Lance”. El campo de golf estaba en Hawái, en lo alto de un acantilado con vista al Pacífico y el sol brillaba en el agua. “Esta es la vista que tienes en el peor día de tu vida.”
Armstrong se inclina con su palo. “Tengo que pensar esta jugada, no puedo cagarla.” La bola cae directo en el green y durante un instante está extasiado. “¿Lo viste? ¡Maldita sea! Pensé que entraría.”
Se deja llevar por el momento y parece estar en los días gloriosos en los que el triunfo definía su vida. Pero ahora está a la merced del caprichoso dios del golf y su juego se desmorona en el noveno hoyo. Más adelante, asqueado consigo mismo, dice que la cagó. Le queda un consuelo, ganó la apuesta: le ganó 450 dólares a Coach. Tal vez la victoria sea pequeña, pero la alegría de haber ganado nunca desaparecerá.
Sentada en la mesa de su cocina, vestida en un atuendo gris sencillo que se asimila a un conjunto para entrenar, Hansen recuerda los días en que todo se derrumbó. Primero, en octubre de 2012, recibieron el reporte de la agencia antidoping, a días del décimo quinto aniversario de Livestrong. No descarta que haya sido un acto deliberado y malicioso. “Íbamos a tener que dar la cara frente a miles de personas. Eso te puede poner mal al grado de enfermarte.”
Armstrong sorteó la noche sin problemas, recurrió a su estoicismo habitual para hacerle frente a la desgracia. Después, comenzó a perder a sus patrocinadores uno a uno. En un sólo día su teléfono no dejó de sonar durante otro partido de golf: perdió ocho patrocinadores y 150 millones de dólares. Korioth estaba con él ese día y le sorprendió el poco caso que le hizo a las llamadas para seguir jugando. Para esa noche, salvo por un par de inversiones menores como su tienda de bicis, no tenía ingresos. Tampoco nada qué hacer.
Viajaron a Hawái, el refugio predilecto de la familia. Hansen estaba en casa cuando Armstrong recibió la llamada de Jeff Garvey. Llamó a Hansen desde el campo de golf. “Me quieren fuera”, le dijo. Ella nunca lo había escuchado tan abatido. Garvey había sido como una figura paterna para él. Lo llamaba Papá y en una ocasión consiguió que Sheryl Crow diera un concierto en su jardín. Cuando Lance volvió al hotel, estaba furibundo. Le dijo a Hansen que renunciaría, pero ella lo convenció de tranquilizarse.
Se pasó la noche pensando y, antes del amanecer, envió un e-mail iracundo con copia a todos los miembros del equipo de la fundación. Cuando Hansen despertó, él le contó que había renunciado por e-mail. Ella, al ver la expresión en su rostro, supo que había sido grave y le preguntó qué había escrito. Le mostró el correo. En un lenguaje que después uno de los destinatarios denominaría “armstronguesiano”, Lance les decía, en breve: “Dediqué quince años de mi vida a construir esta fundación, así como 7 u 8 millones de mi propio capital y nunca imaginé que caería en manos de unos cobardes”.
Al día siguiente, Armstrong le envió una disculpa a todo el personal, pero era demasiado tarde. Fue el último golpe, el que le hizo perder la pelea. Primero reunió a sus tres hijos mayores y les pidió que dejaran de defenderlo porque había mentido sobre muchas cosas. Fue una conversación dolorosa de la que se niega a hablar a detalle, pese al potencial que tiene de humanizarlo. Volvió a Austin para grabar el programa con Oprah Winfrey él solo, y dejó a la familia en Hawái.
Antes del programa estaba nervioso, no sabía qué decir ni qué esperar. Mientras comenzaba, recibió un mensaje de su hijo mayor, Luke, quien en ese entonces tenía trece años: “Te amo papá, siempre serás mi héroe”. Llamó a Hansen para intentar leerle el mensaje pero se le quebró la voz. Ella nunca lo había escuchado así de conmovido.
Durante varios meses después de eso se refugiaron “como si fuera un simulacro de bomba”, dice Hansen. Agrega que ahora, por fin, Armstrong se está relajando un poco. Que escucha con más atención. Incluso hace un par de semanas llevó a su hijo Max a una fiesta de cumpleaños él solo, como un papá común y corriente. “Una de mis amigas me confesó que Lance le cae mejor ahora”, añade.
Pero internet, en cambio, no te permite olvidar tan rápido. Apenas la semana pasada una de las gemelas preguntó por qué no sabía todo sobre el tema. Hansen le preguntó a qué se refería, a lo que respondió: “¿Es cierto que papá demandó a mucha gente?”. Esas preguntas persistirán durante años.
A principios de año Armstrong se acomodó en el rincón de su oficina con su gorra de Mellow [su tienda de bicis en Austin] y una playera vieja. Prendió la cámara de la laptop y enfocó su mirada fría, de ganador.
En esa ocasión grababa un video para Kevin Scoggins, un distribuidor de cerveza de Cleveland, Tennessee, que llevaba nueve años luchando contra el linfoma. Hacía tiempo, durante su primera sesión de quimio, su doctor le sugirió el ciclismo para ponerse en forma. “Me reí, le dije que debía estar bromeando, porque la última vez que me había subido a una bici había sido a los diez años. El doctor me respondió que le había funcionado a Lance Armstrong. Le pregunté quién diablos era Lance Armstrong”, recuerda Kevin.
Luego de investigar un poco, la vida le cambió: “Conocer a qué medicamentos de la quimioterapia se había sometido y que a pesar de ello haya vuelto a las pistas, me resultó inspirador”. Comenzó a hacer ciclismo. Asegura que “sin ello, no tengo idea de cómo me encontraría. Estoy en mejor forma que nunca”.
Por lo menos hasta octubre del año pasado, cuando su salud empeoró. A los técnicos de su tienda local de bicicletas se les ocurrió contactar a los de la tienda de Armstrong, quienes se aseguraron de que el jefe escuchara su historia.
“Hola, Kevin, soy Lance Armstrong. Me enteré por unos amigos tuyos que contactaron a la tienda de bicis aquí en Austin, Mellow Johnny’s, que estás teniendo una batalla difícil con el cáncer. Quería enviarte un breve mensaje en video para que sepas que pienso en ti y estoy contigo. Sé que en Nashville hay doctores y hospitales estupendos, que los recursos son magníficos. Cuenta con ello. Confía y cuenta con tus amigos y dime si hay algo en lo que pueda ayudarte. Te deseo mucha suerte.”
Cuando llegó el video, habían sometido a Scoggins a varios estudios, incluyendo una biopsia de médula ósea. Cuando lo abrió y le dio click al link, la expresión en su rostro fue tan potente que su esposa sacó su teléfono y lo grabó mientras lo veía. Serio y maravillado, parecía un hombre que recibía la bendición de un poder superior. “Que alguien de su magnitud, pese a todo lo que ha pasado, se tome treinta segundos de su tiempo para enviarme un video y darme ánimos… no tienes idea de la energía que eso me da.”
Si le preguntan sobre el escándalo, Scoggins dice que no le hace mucho caso: “No conozco a nadie que no haya mentido. Aún valoro todo lo que ha hecho. Sin Lance Armstrong no existiría la Fundación Livestrong y es probable que yo no estaría vivo.”
En estos días el cáncer es un tema delicado. El verano pasado, seis meses después de la entrevista con Oprah, recaudó fondos para un campamento para niños enfermos. Fue discreto: llamó a algunos de sus amigos adinerados y reunió buena parte del presupuesto anual del campamento con una sola carrera en bicicleta. Pero no habló de eso entonces y se niega a hacerlo ahora. Fue Hansen quien sacó el tema. Dice que tampoco hablará sobre los videos que envía. Y para nada hablará de Jimmy Fowkes, un estudiante de Stanford nativo de Oregón y activista aguerrido de Livestrong a quien diagnosticaron con cáncer en el cerebro a los trece años. Luego de dedicar lo que le quedaba de vida a ayudar a otros pacientes, murió en febrero pasado a los 21 años. En su lecho de muerte, incluyó a Armstrong en la pequeña lista de personas de quienes quería despedirse.
Armstrong viajó a California. Jimmy sabía que sería la última vez que se verían. Le pidió que lo arropara en la cama. Le dijo que lo amaba y Lance le respondió igual.
Se rehúsa a hablar de esto porque lo considera impropio y quiere que los padres de Jimmy tengan un duelo tranquilo. Se permitió un tributo en Facebook, sincero y discreto, el día de la muerte de Jimmy: “rip Jimmy Fowkes. Has dejado una huella permanente en mi vida así como en la de millones de personas. Te extrañaré. Jimmystrong…”.
Incluso en esos momentos, sus críticos atacaron con comentarios despiadados: “Seguro él no hizo trampa”.
En una tarde fresca, en la terraza de un pequeño restaurante cercano a su casa al oeste del capitolio, Armstrong se toma una cerveza oscura. Lleva su gorra de Mellow e insiste en que la palabra es d