El niño tiene 12 o 10 o quizás ni siquiera ocho años pero camina igual que un anciano con problemas de cadera: primero una pierna, luego, lentamente, la otra. Su cuerpo —deforme, ampuloso, ingobernable: un neumático humano— se mece como si fuera gobernado por las olas. El chico es rubio y llega a la altura del pecho de su madre, una señora igualmente portentosa e igualmente blonda que le heredó los ojos azul acerado, el rubor en las mejillas y dos enormes tetas.
El niño hace un intento por parecer normal: la camiseta dos o tres talles más grande le cae por debajo del culo y su cuerpo termina en unos calcetines blancos que apenas asoman por encima del cuello de los tenis, negros, basquetboleros, Nike. En cualquier lugar sería una aberración, alguien a quien dedicarían una risita artera, cuchicheos a la espalda, pero aquí la indiscreción apenas sucede. Esto es Sweet Tomatoes, un restaurante de ensaladas, sopas y platillos bajos en calorías en Tempe, la mayor ciudad universitaria de Arizona, frecuentado por clientes extralarge: un par de docenas de veinteañeras con peso de embarazo, muchachotes con camisetas de Arizona State University en la categoría indefinible entre portento musculoso o empacado a grasa, ancianos obesos, muy gordos, regordetes que tardan un mundo en levantarse de las mesas de formica. El chico atrae a muy pocos —los delgados, los apenas barrigones—, que esconden pronto la mirada, un poco con culpa, otro con pudor. Sin ellos, poco hay que ver más que un nene cansado y sudoroso que ahora descarga el trasero fofo en la silla de un scooter motorizado. Nadie ve en él a un chico perdido que incuba infartos en un chasis viejo antes de tiempo. Apenas, tal vez, una anormalidad ya muy normal. La obesidad en Estados Unidos es una colección de cifras. Gordas.
Dice el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), un organismo federal de salud pública, que Arizona está entre los 10 estados con mayor número de niños obesos en edad preescolar en Estados Unidos. Parece malo, y lo es, y es incluso peor: uno de cada ocho niños estadounidenses entre los tres y cinco años, y uno de cada tres entre los seis y once, tiene sobrepeso o es obeso. A fines de 2013, el número de niños y adolescentes obesos de Estados Unidos llegaba a 13 millones, más que la población combinada de Suiza y Noruega.
La obesidad es, también, una colección de razones. Pesadas.
The Land of the Free compite con México, kilo a kilo, por el sudoroso título de la nación más pesada del mundo. Estados Unidos no siempre fue tan robusto pero, como en una película fatalista donde los científicos informan a un cariacontecido presidente sobre el avance imparable de un virus asesino, la obesidad ha crecido sin cesar entre hombres y mujeres, ricos y pobres, educados y analfabetos. Hace cuatro décadas, sólo siete por ciento de los niños era rechonchos; en 2012, 18 por ciento.
La disponibilidad de tentaciones simples ha sido la levadura del asunto. Mala comida en abundancia, exceso de pereza. Si alguien quiere tomar drogas debe procurarse un distribuidor confiable, pero la crianza de lonjas está al alcance del dedo índice. Sólo los cajeros automáticos compiten en omnipresencia con las máquinas expendedoras de bebidas y alimentos, y pierden. Hay snacks y refrescos en los cines, teatros, estadios y clubes de todo el país, a la salida de los baños públicos y en los pasillos de los gimnasios de Washington, D.C., en cada gasolinera de cada carretera, en las escuelas, en las iglesias. En el pasado, los niños se ponían rellenos en casa, pero ahora la posibilidad de consumir es tan omnipresente que brinda grasa y azúcar portátiles.
Los niños de Estados Unidos comen más calorías vacías que nunca porque el mundo está patas arriba desde que productos básicos como frutas y verduras son más caros que industrializados como la comida procesada. Las cifras oficiales dicen que 30 años atrás los padres de estos niños gordos comían un snack diario; sus hijos, no menos de tres. Comer perdió su valor social y comunitario y se convirtió en una parada en el proceso de producción. Llenarse para seguir la marcha. En total, en Estados Unidos se consume 31 por ciento más calorías que hace 40 años, 56 por ciento más grasas y aceites que hace 20 y 14 por ciento más de azúcares y edulcorantes que hace 10. Las porciones son ahora hasta cinco veces más grandes que en los años 70: en la cadena The Cheesecake Factory la pizza infantil tiene el tamaño de una para dos adultos en Italia.
En Estados Unidos la boca es la parte del cuerpo que más se usa para hacer ejercicio. Demasiadas escuelas no tienen programas de educación física y, para rematarla, sus cocinas no envían a la mesa comidas saludables sino platos fritos y ricos en carbohidratos como pizzas, pastas y hamburguesas. Quienes crecieron en los 70 gastaban sus días de tropelías en la calle pero en las últimas tres décadas las formas de entretenimiento cambiaron de manera drástica: los niños pasan un cuarto del día frente a una pantalla de televisión, con videojuegos o en la computadora. En sociedades donde la inseguridad tiene categoría de temor maniático parece haber una incómoda aceptación de que, antes de arriesgarlos en la calle, es preferible tener a los chicos anclados en el sofá de la sala con un refresco por sonda, una mano en el control y la otra en un tazón con papas fritas.
Algunos estudios dicen que los chicos delgados y los más gruesos no comen de manera muy distinta; la diferencia radica en que los primeros gastan lo que tragan. Tratar al cuerpo como hacían nuestros antepasados —correr, saltar, caminar— está en el corazón de la buena nutrición, pero eso sucede cada vez menos en Estados Unidos. En el país que ha ganado más medallas en Juegos Olímpicos en la historia —poco más de 2,400—, casi la mitad de los jóvenes obesos no hace mucho más que caminar entre la cama y el auto.
Cuando los niños alcanzan la edad escolar, las aulas y comedores los esperan con un menú académico para el desastre.
Esto: la obesidad es una condena anticipada cuyo fallo prescinde de todo tribunal: al gordo chico le va mal en la escuela, al gordo grande le toca peor el resto de la vida.
El hambre y la malnutrición infantil tienen consecuencias tan devastadoras que se extienden hasta la madurez. Philippa Clarke, una epidemióloga de la Universidad de Míchigan, comparó un grupo de cuarentones que eran flacos cuando adolescentes pero subieron de peso con los años, y otro que eran ya gordos desde los 19 años. Los gordos históricos mostraron una mayor probabilidad de dejar toda educación apenas egresados de la secundaria y 50 por ciento más probabilidades de llegar desempleados, solteros o con ayuda pública a los 40 años. Barrigón, soltero y desempleado: la “L” escrita en la frente, una persona real devenida en un personaje de sitcom.
Y esto: el cuerpo de un niño obeso es una incubadora de cataclismos.
Los pequeños se arriesgan a crecer con un coeficiente intelectual menor al promedio, lesiones similares al Alzheimer y tienen más probabilidad de sufrir enfermedades en huesos, páncreas, hígado y vesícula que los niños delgados. Dado que la grasa presiona el pecho, sus pulmones tienen menos capacidad de enviar oxígeno al cerebro. El asma está a la vuelta de la esquina y la muerte es una presencia constante. La gordura brutal, dicen científicos, es uno de los gatillos preferidos de los dos mayores asesinos del mundo: los infartos y el cáncer. El riesgo de depresión seguida de suicidio es más elevado para el niño obeso que entra a la adolescencia. Y una vez que los médicos detectan una diabetes de tipo 2, que es más común entre los adultos pero crece entre los menores fofos de Estados Unidos, la muerte pude llegar tan pronto como en dos décadas. El CDC afirma que 16 millones de estadounidenses tienen diabetes: es como si el Estado de México entero tuviera una condena de muerte a 20 años.
La vida prolija y exitosa de los países en desarrollo se acaba cuando se pasa la aduana de la obesidad: por primera vez en la historia, ha dicho David Ludwig, uno de los directores del Children’s Hospital de Boston, los niños estadounidenses podrían vivir cinco años menos de lo que vivirán sus padres.
La gordura es impune. Con la perversa y aplicada lentitud de Hannibal Lecter, acabará con tu vida a largo plazo pero empezará con tu asesinato social, en la mesa y a la vista de todos.
Expertos dicen que en Estados Unidos, en los últimos 10 años, aumentó casi 70 por ciento la discriminación contra los gordos, aun cuando casi toda la sociedad se ha vuelto más pesada. Según la psicóloga Kelly Brownell, quien dirige el Rudd Center for Food Policy and Obesity en la Universidad de Yale, es posible que sea porque la gente cree que un gordo, ya adulto, es gordo por su propia culpa: alguien que no hace lo suficiente por sí mismo. Es un modo simple de que nosotros, los menos inflados, evitemos mirar debajo de la alfombra de la sociedad. Brownell se pregunta si no es el desastroso clima social y el ambiente de la comida tóxica lo que hace que mucha gente tenga dificultades para resistirse a tragar en vez de alimentarse: “Eso explica realmente la prevalencia de la obesidad, así que es injusto poner a las personas en un escenario donde hay una elevada posibilidad de subir de peso y después culparlos porque engordan”.
Antes y alrededor de esas condiciones hay un círculo vicioso que combina genes y gregarismo. Según los científicos, 40 por ciento de la obesidad es de base genética: si los padres son obesos los hijos tienen 10 veces más probabilidades de ser también mórbidos. Pero una elevada proporción, en ocasiones en conjunto con el ADN, es un producto socioeconómico: la gordura en Estados Unidos es, sobre todo, asunto de pobres.
La pobreza es completamente letal cuando destruye tanto por hambre como por saciedad. El chef Tom Colicchio dice que la gente no entiende que la obesidad es uno de sus síntomas, no un estilo de vida de personas que eligen comer mal porque es más cómodo que hacer ejercicio. De acuerdo con los investigadores del gobierno, en Estados Unidos uno de cada cinco niños negros y uno de cada seis latinos en edad preescolar tienen cuerpo y cuello y cara y manos y brazos y piernas y, claro, vientres hinchados de grasa. La mayoría de esos niños son pobres.
James Tillotson, un profesor de política alimentaria y negocios en la Universidad Tufts, dice que la correlación entre pobreza y gordura comienza a cultivarse en el campo: la política de subsidios agropecuarios de Estados Unidos favorece la obesidad a expensas de prácticas nutricionales más saludables. Opera así: como el sistema agrícola procura incrementar las eficiencias, los granjeros estadounidenses priorizan el cultivo de los granos con el menor costo de producción y el mejor precio de venta. Por décadas, los subsidios del gobierno a la producción de semillas como la soya, el trigo y, en especial, el maíz, llevaron a la reducción de las plantaciones de frutas, vegetales y otros granos. La práctica abonó el terreno para que las grasas hidrogenadas hechas con aceite de soya subsidiada y los edulcorantes producidos con jarabe de maíz —también subsidiado— se vuelvan omnipresentes en las comidas rápidas, los aperitivos envasados, los enlatados, todos los refrescos y hasta el pan.
Científicos y economistas argumentan que los subsidios incrementan el contraste de precios entre los alimentos sanos y los hiperengrasados y endulzados, siempre en perjuicio de los pobres. Como los vegetales son más escasos y caros, resultan accesibles sólo a las clases medias y los ricos que compran en cadenas de supermercados como Whole Foods. Para la mesa del pobre quedan los precios bajos de Walmart y la menor calidad de la agricultura de masas. Hoy en Estados Unidos, un kilo de kiwi orgánico cuesta más que un kilo de pollo criado con maíz subsidiado y hormonas dudosas.
Es una paradoja intragable: mantener el peso cuesta mucho y se engorda con muy poco.
Cambiar el sistema tiene el mismo inconveniente de las dietas: uno siempre prefiere dejarlo para el próximo lunes.
Huntington es una ciudadela de 50,000 habitantes ubicada en la esquina sur del estado de West Virginia. El pueblo tiene primaveras de abedules plateados, fresnos rojos y castaños que lamen los techos de las casas de madera. Huntington, donde nació el coronel Tom Parker, el representante de Elvis Presley, está poblada por una mayoría blanca y creció en base a acereras y ensambladoras de trenes. En los 70 la siderurgia regional se desmoronó y envió al desempleo a miles de obreros. Con las décadas, golpeada y deprimida, Huntington conquistó el deshonroso mérito de ser la ciudad menos saludable de Estados Unidos: 45 por ciento de sus adultos son obesos. La leyenda urbana dice que allí, donde la diabetes y los infartos matan sin contemplación, hay más pizzerías que gimnasios en todo West Virginia y que la mitad de sus habitantes perdió —o se hizo sacar— toda la dentadura, podrida de caries por tanto azúcar.
A ese pueblo blando llegó, en el otoño de 2009, el chef inglés Jamie Oliver al frente del programa de televisión Jamie Oliver’s Food Revolution. Oliver se propuso cambiar los hábitos alimenticios de Huntington, pero en su primera visita a la escuela local halló un menú desconsolador: el desayuno de los niños era pizza y leche chocolatada; el almuerzo, dedos de pollo procesado y papas aplastadas, procesadas y fritas. Oliver batalló ante las cámaras para provocar la mudanza a una dieta equilibrada pero encontró una resistencia férrea que adjudicó, para enojo de muchos, a la ignorancia de los habitantes de Huntington. Un día el alcalde, un señor ancho como un neumático, le dijo frente a las cámaras que la salud del pueblo no le parecía un problema muy preocupante. Después, un presentador de radio le dio a entender que sus paisanos no se pasarían el día comiendo sólo lechuga porque Oliver proclamara la bondad vegetal.
—¿Quién te eligió rey a ti? —lo encaró el tipo.
Pero el chef perseveró y, un par de años después, el programa mostró resultados mixtos. Las escuelas implementaron algunos platos más sanos —como un pollo a las brasas con arroz negro y zanahorias, pasas y vinagreta de naranjas— y varios comedores introdujeron ensaladas con pepinos, manzanas y miel. Hasta hubo padres y alumnos que aprendieron a preparar sopas en clases gratuitas de cocina. Pero una evaluación del Health Research Center de la Universidad de West Virginia encontró que 77 por ciento de los estudiantes de Huntington prefería los menús oficiales a los de Oliver. El menú del chef —que incluye carne orgánica y lechugas hidropónicas— puede ser más sano pero también es más costoso, y los administradores escolares deben ser cuidadosos con sus presupuestos. Así que, muy a pesar de Oliver, la leche chocolatada, la pizza y los nuggets de pollo también siguieron en los comedores escolares.
Al final, Huntington ha mejorado un poco: en 2013, ya no era la primera sino la tercera población más gorda de Estados Unidos. Todo un orgullo.
En la película Wall-e los humanos son una sociedad adiposa que vaga sin destino por el universo. La Tierra ha sido tapada por la basura del consumo, igual que la capacidad de decisión de los viajeros intergalácticos que han cedido a una computadora central la decisión sobre todo, desde el clima y la moda a —por supuesto— el alimento. En vez de caminar, la carcasa rechoncha de los humanos del futuro viaja en asientos automatizados. El mayor ejercicio no es otra cosa que empinar el codo con un vaso gigante de refresco en la mano. En las guarderías, los bebés no gatean: ruedan como bolas rosadas de boliche.
La Corporación Buy ‘n’ Large maneja el mundo de Wall-e y parece fácil ver el paralelo crítico con nuestras industrias del hiperconsumo: alimentan su sed y hambre de ganancias al poner en boca de otros comida en exceso. No hay demasiadas dudas de la responsabilidad de las corporaciones en el engrasado de los niños. En el Journal of Public Health Policy las expertas Alexandra Lewin, Lauren Lindstrom y Marion Nestle recuerdan que, hacia los años 80, las compañías alimentarias se vieron forzadas a expandir sus ventas para no perder el paso en la competencia global. La solución, dicen, fue desarrollar nuevos productos para nuevos mercados, como los niños, un segmento no explorado con enjundia en el pasado.
Entre 1970 y 2006, los estadounidenses pasaron de gastar 6,000 millones de dólares a 142,000 millones de dólares en los restaurantes de comida rápida. La industria alimentaria suele decir que el problema de la gordura son las decisiones personales de los consumidores, como si la abundante disponibilidad de comida chatarra fuera inocua. Hay una sola entidad que utiliza el mismo discurso del yo-no-fui: la Asociación Nacional del Rifle, defensora de los fabricantes de armas. Para ellos tampoco mata el revólver sino quien decide usarlo. Las cadenas de restaurantes y los fabricantes de refrescos comparten el cínico argumento de que sus hamburguesas y bebidas azucaradas no son un problema, sino quien elige consumirlas en exceso. La industria nada dice sobre la promoción de sus combos hipercalóricos como objetos del deseo, coloridos y crocantes, del mismo modo que en el pasado las tabacaleras también prometían el placer de fumar sin culpas.
La comida entra por los ojos, decían las abuelas que sabían presentar un platillo. También la gordura.
Las empresas de alimentos gastan 10,000 millones de dólares al año sólo en Estados Unidos para llegar a los niños por la pantalla, la radio, los periódicos y revistas e internet. Otro tanto va a promover productos en videojuegos y promociones, y una porción menor —pero creciente— aparece como mensaje de texto en los teléfonos celulares. The Kaiser Family Foundation, una organización de California que analiza políticas de salud, ha comprobado que siete de cada 10 anuncios para niños en la televisión son dulces, cereales y comida rápida. Incluso los avisos de los canales escolares promocionan refrescos y snacks. La industria rodea, sitia y conquista, como la grasa al cuerpo o un ejército al enemigo.
La publicidad de comidas es a la obesidad infantil lo que el cordón umbilical al feto: las investigaciones han hallado una sólida asociación entre el incremento de la publicidad de comidas no nutritivas y el aumento de peso. La mayoría de los niños debajo de los seis años no entiende el valor persuasivo de la publicidad, y como tienen una significativa habilidad para memorizar contenidos, sus preferencias y hábitos influyen altamente en la decisión de compra de sus padres. El dueño de la Cajita Feliz lo sabe: McDonald’s es el cuarto mayor anunciante publicitario de Estados Unidos. Sólo lo superan las empresas de telecomunicaciones AT&T y Verizon, y la automotriz Chevrolet.
¿Qué tan grave es la exposición? De acuerdo a la Asociación Americana de Psicología, los niños mayores de seis años pasan 44.5 horas semanales frente a computadoras, televisores y videojuegos —la única actividad que les demanda más horas es dormir—, y una investigación del Yale Rudd Center for Food Policy & Obesity comprobó en 2012 que los pequeños de preescolar vieron casi tres anuncios diarios de comida rápida. El CDC dice que, cuando están frente a la pantalla, los niños de hasta seis años consumen algo más de 200 calorías que no necesitan.
En 2000 la Organización Mundial de la Salud y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura crearon la “Estrategia global sobre régimen alimentario, actividad física y salud” para —entre otras cosas— pedir a las empresas que mejoren la calidad de sus comidas y practiquen un mercadeo responsable de sus productos con grasas saturadas, trans, azúcares y sal, en especial para niños. Las empresas prometieron cambios. Cinco años después, la OMS encargó un estudio para evaluar las promesas realizadas por 25 de esas grandes corporaciones: los investigadores descubrieron que la industria “no estaba completamente comprometida con la seriedad y urgencia” del problema de la obesidad.
El costo de ésta en Estados Unidos llegó a 147,000 millones en 2008, cuando 10 años antes era casi la mitad. Un tercio del aumento del costo de la salud en el país entre 1987 y 2001 se explica por la gordura y la mayoría de esos gastos son financiados por los programas sanitarios del Estado. Juguemos con las palabras: ¿cómo se financia, entonces, el peso creciente del peso cuando el Estado engorda con déficits que rompen balanzas?
La hipoteca de la obesidad requiere de un rescate urgente: investigadores del San Francisco General Hospital y Columbia University estiman que para 2020 —en seis años— 44 por ciento de las mujeres y 37 por ciento de los hombres de 35 años serán obesos y, por lo tanto, estarán enfermos. Unas 300,000 personas al año morirán entonces por un fallo cardiaco relacionado con su gordura. Por entonces, la obesidad costaría a Estados Unidos alrededor de 350,000 millones de dólares al año, el equivalente al pib de Perú. ¿Cómo gestionar la morbilidad en un sistema de salud insanamente caro como el de Estados Unidos? Demasiadas billeteras se vaciarán en el camino.
La alarma ha venido saltando desde hace años, pero la primera dama Michelle Obama fue la primera en activar los músculos. En los patios de la Casa Blanca, la familia presidencial plantó una huerta que provee vegetales a su cocina y la esposa del presidente ha empleado esa imagen para mostrar a su país que es hora de volver a lo básico. Desde 2010, su programa “Let’s Move” busca resolver la crisis de gordura infantil en una sola generación al introducir comidas más saludables en las escuelas y al promover en los niños la práctica de más deportes y juegos.
“Nuestros niños no se hicieron esto a sí mismos”, dijo en un mensaje a los fabricantes de alimentos para empujarlos a caminar a mayor velocidad y más en serio con su plan.
Parece absurdo pero a la especie que inventa naves para enviar al espacio hay que recordarle que no olvide menesteres de sus antepasados prehistóricos, como moverse para conservar la salud. Los niños que corren y saltan son más calmados y tienen mejor humor, actitud y desempeño académico. Un chico que hace actividad física intensa es más fuerte y, por ende, enferma menos. Y mejor salud repercute en un menor gasto médico familiar y público.
“Let’s Move” propone que la actividad física sea de una hora diaria de ejercicio intenso, en especial en las escuelas, para que los chicos quemen las calorías extra. La idea es loable, pero su implementación es una carrera con vallas. El gobierno federal no puede forzar a los estados a tomar decisiones que —como en el caso de la educación primaria— son potestad local, y en todo el país numerosas escuelas con pocos recursos han recortado significativamente sus presupuestos para actividad física y reducido el equipamiento de los gimnasios. No pocas han despedido a sus maestros de educación física y un buen número cobran a los estudiantes su participación en los equipos deportivos para poder oxigenar sus presupuestos.
Y luego están las fronteras, a veces demasiado permeables, entre política y negocios. American Beverage Institute, la organización de cabildeo de la industria de restaurantes, gasta cientos de millones al año para convencer a los legisladores de no castigar a sus vendedores de refrescos. Otro tanto hacen los fabricantes de papas fritas o los productores de carne de cerdo y res. Las compañías alimentarias estadounidenses son las más grandes del mundo y tiene sentido que protejan su negocio —al menos hasta ahora, más gordura ha equivalido a más ingresos para sus accionistas—, porque más allá de un modelo de negocio la obesidad es una discusión profunda sobre economía, política y sociedad. Por eso cuando Michelle Obama apoyó los esfuerzos para fomentar la ingesta de agua y reducir el consumo de refrescos con una nueva campaña, “Drink Up”, los activistas del Tea Party, la organización ultraconservadora que desquició la política en Estados Unidos, denunciaron sus acciones como un paso más en la estrategia de comando y control del gobierno central sobre las libertades individuales del ciudadano estadounidense.
Hace poco, en las listas de avisos de un periódico de California, hallé 10 terapeutas de obesidad —sobre un total de 60— que se promocionaban como especialistas en niños y familias con niños gordos. Y eso, alarmante como es, me resultó también alentador: hay un problema pero a la vez hay gente dispuesta a resolverlo.
Algo se mueve. Varios estudios han demostrado que niños entre cuatro y siete años que redujeron su tiempo frente a la televisión y los videojuegos también bajaron el consumo de calorías. Peter Fisher, un especialista de la Child and Adolescent Health Measurement Initiative —una organización que batalla por sistemas de salud familiares más racionales—, dice que los mayores progresos contra la obesidad se han conseguido gracias a una mayor conciencia comunitaria para trabajar alrededor del consumo de alimentos en las escuelas. Hasta los críticos creen que los gerentes de la industria alimentaria están oyendo el ruido de fondo —si no por convicción, al menos por egoísmo— pues sus accionistas esperan que sean capaces de mantener sus negocios en expansión.
En los menús de casi todas las cadenas de comida rápida ahora hay ensaladas, algunas frutas y sándwiches de pollo a la parrilla o pescado. Muchas empresas ya aceptaron retirar de internet los sitios creados para promocionar productos sólo para niños y avanzan los intentos por reducir el volumen de máquinas expendedoras de refrescos y snacks en las escuelas de casi todo Estados Unidos.
La idea de que quien fue parte del problema —la codicia corporativa, o como se le quiera llamar— sea parte de la solución no parece sujeta a debate. En 2009, siguiendo al “Let’s Move” de Michelle Obama, nació Partnership for a Healthier America (pha), que trabaja con empresas que llegan a 5.3 millones de niños, como Reebook y Nike y la sandwichera Subway, y médicos de 400 hospitales en todo el país. En sus primeros cuatro años, dicen, las empresas de pha lograron que tres millones de pequeños hagan más ejercicio. Poco tiempo después, un grupo que reúne a 16 empresas —entre las que están Unilever, Mars, Kellogg’s, Coca-Cola, Nestlé y Hershey’s— informó que en 2012 vendió 54 billones de calorías, una reducción de 6.4 billones respecto de 2007.
¿Importa? Importa: esas compañías, que siguieron los consejos de PHA, venden 36 por ciento de las comidas y bebidas empacadas y envasadas de Estados Unidos. Un reportaje de la revista Forbes decía en 2013 que en la última década las calorías que se vendieron en bebidas en los colegios se redujo 90 por ciento. También se redujo un tercio del consumo de calorías en refrescos, a la vez que subían las ventas de comidas y bebidas menos nocivas.
Por supuesto, hay demasiada grasa qué quitar. La industria alimentaria, por ejemplo, es inflexible en su tesis de que la enfermedad del sobrepeso no radica en la oferta de grasas y carbohidratos, sino en la demanda: son los padres quienes deciden comprar hamburguesas en vez de ensaladas o dejan la televisión prendida demasiado tiempo. En la otra vereda, los activistas más reticentes creen que la reducción de calorías es sólo una pantalla. Michele Simon, autora de Appetite for Profit, un libro que muerde el tobillo de compañías como McDonald’s, Coca-Cola y Mars, cree que la reducción de calorías en Estados Unidos puede haber sido compensada por su colocación en países con menos controles. Y cuando los entusiastas creen que lo que sucede es el inicio de algo bueno, los críticos piden revisar las cifras: la reducción que anuncian las compañías alimentarias llega a sólo 78 calorías diarias por persona, cuando el estadounidense promedio consume alrededor de 3,000.
Mientras las discusiones se profundizan, a inicios de 2014 llegó la revelación de un éxito inesperado cuando varios medios importantes de Estados Unidos, incluidos The Washington Post y The New York Times, titularon con entusiasmo que la obesidad infantil había caído un increíble 43 por ciento en la década. La prensa reproducía un estudio del cdc que sugería haber hallado que las familias estaban comprando menos comidas cargadas de calorías, que los niños consumían cantidades decrecientes de refrescos y que había retrocedido la venta de productos endulzados e hipergrasos. El texto también recordaba que más madres están dando pecho —un recurso antiguo y eficiente para combatir el exceso de peso, según los especialistas— y que, en menos de cinco años, 10,000 centros de cuidado infantil se habían plegado al programa de alimentación sana y ejercicios de Michelle Obama. Como resultado, la obesidad de niños de dos a cinco años habría bajado de 14 por ciento en 2004 a ocho por ciento en 2014.
Los medios se inundaron de infografías, los expertos entraron en el debate. La euforia tenía sentido: el descenso de la gordura en niños tan pequeños genera impactos futuros, pues un niño que llega rechoncho a los cinco años de edad es cinco veces más proclive a ser un adulto obeso —y más enfermo— que su amigo delgado. Muchos científicos felicitaron la posibilidad de un cambio en los hábitos de consumo, pero eligieron la cautela para calificar los resultados: aunque las tasas de obesidad entre niños pobres de preescolar se nivelaron entre 2003 y 2008 tras años en ascenso, el tiempo dirá si el cambio de 2014 es sostenible, una circunstancia o una aberración estadística.
Aun con buenas cifras hoy, dijo Jeffrey Koplan, un investigador de la Universidad Emory en Atlanta, una flor no hace la primavera. Es temprano para insinuar que una sociedad de más de 300 millones de personas tiene ganada una gran partida contra su conversión en una masa amorfa de humanos enfermos.
El menú perfecto
Antipasto: En 2012, la mayor organización de maestros de Estados Unidos —la Asociación Nacional para los Deportes y la Educación Física— constató que sólo seis de los 50 estados de EU requiere a las escuelas que den educación física hasta los 12 años. Casi la mitad de los estudiantes de todo el país no practica ningún tipo de actividad física con sus maestros.
Primo: En estados como Texas —uno de