El 7 de mayo de 2013 recibí un mensaje por Facebook de una mujer llamada Stephanie Lee: «Hola, Mark. Hoy me enteré de que tengo cáncer de colon. Me operan el próximo jueves en la mañana. Por favor, reza por mí». En ese momento, Stephanie tenía 36 años y vivía en la costa del Golfo de Mississippi, en la ciudad de Ocean Springs. La conocí ocho años antes, cuando trabajé con Tom Junod en un reportaje sobre cómo el huracán Katrina -que destrozó Nueva Orleans- afectó a familias de militares que ya sufrían las consecuencias de la guerra en Irak; familias que ahora veían redoblados sus sufrimientos a causa del viento, las tormentas e inundaciones. Junod y yo nos encontramos con Stephanie en Lucedale, Mississippi, donde nos contó su historia.
Era una mujer delgada y de baja estatura que trabajaba como plomera en un astillero: una belleza de pómulos marcados, con una intimidante reserva de fuerza interna; una madre soltera con un rostro que con frecuencia reflejaba estoicismo y cuyos ojos se iluminaban ante los retos y desafíos. Había pasado la mayor parte de su vida batallando con los hombres hasta que conoció a Terrance Lee, un soldador en el astillero. Era tímido y más joven, pero Stephanie sintió que tenían en común el querer hacer algo más con sus vidas. Como ella, Terrance se había enlistado en la Guardia Nacional de Mississippi. Se casaron y ella le escribía por correo electrónico cada noche después de que lo convocaran a ir a la guerra de Irak, en enero de 2005.
Tenía siete meses de embarazo cuando el Humvee de Terrance explotó al pasar sobre una mina. Estaba a punto de parir cuando Katrina arrasó con la costa del Golfo. Se trepó a su camioneta con el revólver calibre .45 de su marido y manejó casi ocho horas sin pausa, por carreteras inundadas, hasta Shreveport. Iba en busca de un generador para que su bebé no naciera en la oscuridad. Tres días después dio a luz a Marchelle. Unos años después de que su historia se publicara en la revista, me sorprendió recibir su mensaje en Facebook. Durante cierto tiempo sólo habíamos intercambiado los mensajes casuales e intermitentes típicos de las redes sociales. Hasta aquel 7 de mayo.
Una semana más tarde llegó otro: «Estoy bien. La cirugía fue exitosa, sólo hay que esperar los resultados de las biopsias para saber si el cáncer se extendió a mi sistema linfático. Estoy adolorida y cansada y me siento vulnerable, pero sé que voy a mejorar».
Una semana después: «Me tienen que dar quimioterapia, Mark. Reza por mí».
Stephanie vivía con sus hijas: Kamri -de 17 años y estudiante en la preparatoria local- y Marchelle. También tenía a sus amigas y a una tía cercana y, gracias a Terrance, contaba con seguro médico. Por eso podía ir al Keesler Medical Center de la Fuerza Aérea en Biloxi y recibir tratamiento con sólo dar su clave. Ahora, esos números eran el arma para su guerra personal: tenía cáncer de colon en etapa tres. Tras la operación para extirparle el tumor, su oncólogo quería darle el tratamiento más agresivo posible: seis meses de una combinación de químicos tóxicos conocidos como Folfox6, administrados cada dos semanas mediante un catéter colocado entre el pecho izquierdo y la clavícula. Se lo implantaron el 10 de junio, una semana antes de comenzar la quimioterapia.
Se suponía que era una intervención menor pero, dos días después, Stephanie despertó con un dolor tan agudo que creyó que el cirujano le había perforado accidentalmente el torso. No fue así, pero las noticias que recibió fueron peores. Acudió a Keesler para una tomografía y, al terminar, estaba en la sala de espera de emergencias cuando una doctora residente entró y le dijo: «¿Ya sabes que el tumor se extendió a tu hígado, verdad?». Así, sin más.
La doctora la sostuvo y ambas lloraron. Pero una parte de ella quería que su médico le explicara qué significaba eso para saber qué hacer. El lunes siguiente, 17 de junio, su oncólogo, el Mayor Owen Roberts, entró a la sala de tratamiento donde ella esperaba su quimioterapia. «¿Voy a morir?», le preguntó. «No puedo contestar eso», dijo el doctor, y luego tuvo que explicarle que su cáncer no estaba en etapa tres, sino cuatro. Podía sobrevivir poco más de dos años si resistía la quimioterapia; unos seis meses, si no. Era una paciente terminal.
«Mark, el cáncer se extendió a mi hígado», me escribió. Para ese entonces nos comunicábamos con frecuencia y la tenía al teléfono el día en que le dijeron que iba a morir pronto. Podía escucharla dando golpes sobre la barra de la cocina en su casa. «Voy a regresar a la escuela, a terminar mi diplomado en gerencia de proveeduría», me dijo, alzando la voz en tono desafiante. «Voy a conseguir un buen trabajo y a ser exitosa. ¡Soy buena en lo que hago, Mark! Me voy a volver a casar y veré crecer a mis hijas. ¡Voy a ser abuela de mis nietos!» Luego rompió en llanto. «¡No es justo! Marchelle no puede quedarse sin sus padres antes de cumplir diez años. ¡No puede ser, Dios mío!»
Aunque insiste en hablar de cambios, Eric Schadt nunca cambia. Sin importar la época del año, se presenta indistintamente a sus compromisos sociales y laborales con una camisa polo blanca y shorts de alpinista. Sigue manejando a una velocidad que aterroriza a sus colegas aunque, en vez de transportarse a su trabajo en California en una motocicleta a 160 km/h, ahora trota tres kilómetros para tomar el tren a Nueva York, donde corre otros dos para llegar a su oficina. Siempre sonríe y habla como un surfista al que le gusta pasarla bien. Escribe tan rápido como respira y habla con jerga científica difícil de entender para los demás mortales. Sigue teniendo una notable capacidad para el trabajo en equipo, así como para desesperar a la gente. Todavía se enfrasca en discusiones públicas con personajes consagrados en su campo -hace dos años, la agarró contra el genetista James Watson-, a los que acusa de aferrarse a paradigmas obsoletos que él trata de desbancar. Cuando le preguntan qué distingue el trabajo de esas eminencias del suyo, sigue respondiendo: «Es como la diferencia entre la alquimia medieval y la química moderna».
Hijo de una pareja de protestantes fundamentalistas, creció en una pequeña ciudad de Michigan. Fue fundamentalista mucho tiempo y estaba de acuerdo con las tesis del Diseño inteligente, muy cercanas a la religión y que rebaten la teoría de la evolución. Al graduarse de la preparatoria, se enlistó en la Fuerza Aérea. Se lastimó el hombro escalando y sus superiores trataron de encontrarle un nuevo puesto, para lo cual le practicaron una serie de exámenes. Cuando llegaron los resultados, sorprendidos, le preguntaron si siempre había sido bueno para las matemáticas. Lo mandaron a la universidad y así empezó su transformación intelectual. Se licenció en Matemáticas Aplicadas y Ciencias de la Computación en el Politécnico de California y luego hizo una maestría en Matemáticas puras en la uc Davis. Para él, las matemáticas puras eran como las Fuerzas Especiales de la mente: se decidió por esa maestría por su grado de dificultad, quería averiguar qué tan inteligente era. Y resultó ser brillante, pero se sentía frustrado por trabajar en problemas abstractos, sin relación con las crisis del mundo real. Le parecía un pecado. Entonces se fue a la ucla con la idea de hacer un doctorado en el campo emergente de las biomatemáticas. El único problema era que se requería un grado de doctorado previo en biología molecular, y la última clase de biología que Schadt había tomado había sido en la prepa, así que se puso a estudiar libros de texto. Le parecieron sencillos. Las matemáticas puras son difíciles. Leer sobre biología molecular se le hizo regalado.
Schadt consiguió trabajo en la farmacéutica multinacional Merck y, al tener acceso a las supercomputadoras, se convirtió en uno de los exponentes más destacados en las aplicaciones médicas del macroprocesamiento de datos (Big Data). También tuvo mucho éxito en el desarrollo de nuevos medicamentos para la compañía, hasta el punto de que, en cierto momento, la mitad de los nuevos medicamentos en fase de desarrollo se originaron en su laboratorio. Pero luego le dijo a la gente de Merck que no iban a funcionar. Lo que descubrió mediante el manejo de datos masivos es que el fundamento de la biología molecular -de la biología en general, desde que Watson y Crick descifraron la estructura del adn- es falso. Miles de millones de dólares se han gastado con la esperanza de entender las enfermedades un gen a la vez, o de vía genética en vía genética, con la idea de que al atacar el gen o la vía genética de la enfermedad de Alzheimer, por ejemplo, sería posible llegar a vencerla. Sin embargo, Schadt le dijo a sus jefes que esa estrategia está condenada al fracaso, porque las enfermedades no provienen de un único gen o vía genética, sino de vastas redes de genes y vías cuyas interacciones sólo pueden ser procesadas por supercomputadoras dirigidas por algoritmos increíblemente complejos. Schadt le pidió a la empresa renovarse siguiendo los lineamientos del modelo pionero de redes que estaba decidido a encabezar. Merck declinó la oferta y Schadt se dirigió a Silicon Valley, a la tierra prometida de los datos.
Terminó en una compañía dedicada a la secuenciación avanzada de genes, Pacific Biosciences, donde probó su modelo de redes. La parte de la supercomputación la hizo con Amazon y, luego, propuso una idea que atrajo la atención de Google: mapear patógenos en lugares públicos. También colaboró con investigadores de Harvard para identificar la cepa de cólera que arrasó con Haití, y rastreó su entrada en la isla a través de trabajadores voluntarios del sur de Asia. Pero seguía buscando lo mismo que planteó en Merck: recursos para comprobar si estaba o no en lo correcto. Pensó que iba a conseguir dinero de inversionistas para arrancar su propio laboratorio en la uc San Francisco, pero el problema con esos inversionistas es que no quieren poner dinero: quieren ganarlo. Schadt necesitaba que alguien apostara por él.
En la primavera de 2011 por fin halló al jugador que esperaba: le contestaron de Mount Sinai, un hospital y escuela de medicina con siglo y medio de operar en el Lado Este de Manhattan. En particular, el interesado era Carl Icahn, un hombre que siempre se ha dedicado a hacer dinero. Sinai era una institución que buscaba renovarse: Icahn quería una visión del futuro que llevara su nombre. Schadt se reunió con Icahn y luego escribió en un e-mail: «Creo que le gustó saber que tuve una infancia difícil, supongo que él tampoco la tuvo fácil». En julio de 2011, Schadt se mudó Nueva York. En septiembre, Mount Sinai lo presentó como director del recién creado Institute for Genomics and Multiscale Biology. Poco más de un año después, Sinai anunció un cambio de nombre en el proyecto de Schadt, que ahora se llamaría Icahn Institute, y para la escuela de Medicina del hospital, rebautizada Icahn School of Medicine at Mount Sinai. Por este privilegio, Icahn le había entregado 150 millones de dólares a Schadt para financiar el futuro de la biología.
En cierto sentido, todo había cambiado, pues ahora Schadt tenía a cuatrocientas personas a su cargo, además de nueve secuenciadores de genes a su disposición y una supercomputadora llamada Minerva. Pero en algunos aspectos, seguía siendo un tipo en shorts, con la cara siempre iluminada por el resplandor de su laptop y una oficina con las paredes decoradas con indescifrables ecuaciones superpuestas. Y, lo más importante, seguía siendo un hombre para quien nada era imposible. Cuando se enteró de que a una mujer sobre la que Esquire había publicado una historia hacía ocho años le habían diagnosticado cáncer de colon terminal, concluyó: «Ese es el tipo de pacientes que nos interesan».
A fin de cuentas, esa era la razón por la que Schadt se había mudado a Nueva York. Tal vez no necesitaba todo lo que tenía ahora, porque podía hacer supercomputación con Google y Amazon. Pero como ex biólogo molecular y ex cristiano en busca de fundar una nueva fe, le hacía falta algo que nunca había tenido: pacientes. Justo alguien como Stephanie Lee.
Era 29 de junio y Stephanie pesaba apenas 45 kilos. Yo había tomado un vuelo para acompañarla en su segunda ronda de quimioterapia (el primero de tres viajes que haría a lo largo del verano) y, en los dos días previos al tratamiento, habíamos devorado ocho comidas, tratando en vano de que subiera medio kilo. Me contó que a lo largo de su vida, se había apoyado en algunas personas, pero las dos más importantes habían muerto. Una era su abuela; le decía «Muh». Ella la crió. A veces, incluso ya de adulta, Stephanie dormía en su cama buscando consuelo. Toda su familia sabía que Stephanie era la nieta favorita.
Un año antes de que Terrance falleciera en Irak, un domingo después de misa, Muh y el abuelo, a quien Stephanie llamaba «Daddy», fueron arrollados por un conductor drogado con metadona. Cuando se enteró, Stephanie se negó a creer que su abuela estuviera muerta, así como después no podía aceptar que Terrance había muerto hasta que vio su cadáver. De la misma manera se resistía a creer que tenía cáncer, porque al principio nadie le enseñó imágenes de los tumores. Stephanie no cree en nada -excepto en Dios misericordioso- que no pueda ver.
Aunque había imaginando muchas veces cuán distinta sería su pesadilla del cáncer si Muh y Terrance hubieran estado con ella, era bastante realista como para hacerse a la idea de que estaba sola en el mundo. A veces creía que Dios lo quería así, por alguna razón incomprensible para ella.
Stephanie y su madre nunca han sido cercanas. ¿Y su padre? Bueno, digamos que Stephanie ha tenido amistades, conocidos más importantes en su vida que su progenitor. «Pero no nos cansamos de intentar lo imposible, ¿cierto? «Así que, a principios de junio, le llamó. «Estoy enferma, tengo cáncer», le dijo. Su padre respondió: «Tengo que verte». Antes de esa llamada, Stephanie no había hablado con él ni lo había visto en un par de años. Y previamente, no habían estado en contacto en muchos años. Su nombre es Roger Nettles. Aunque le conmovió que quisiera verla, había otra razón que la llevaba a buscarlo: necesitaba saber más sobre la historia médica de su lado de la familia y sus causas de muerte. Desde el momento en que le dieron su diagnóstico, no había dejado de pensar si su enfermedad era genética y sus hijas vulnerables a ella. Manejó 65 kilómetros hasta Lucedale para ver a su padre. Roger nunca llegó. Desde entonces, no ha sabido de él.
Cuando Stephanie buscó información en internet sobre el cáncer de colon, le sorprendió descubrir que tenía un cáncer descrito con frecuencia como «enfermedad de viejos». Así que no sólo tenía que preguntarse por qué tenía cáncer, sino por qué ese tipo en particular. Y la cuestión de si había heredado o no una predisposición al cáncer de colon la hizo darse cuenta del poco control que tenía sobre su futuro. Era una de las razones que la obligaban a averiguar lo que estaba pasando en su organismo. Tenía que saberlo. Quizá conocerlo no la salvaría, pero podría salvar a sus hijas, a las que sería posible someter a pruebas y posteriormente a tratamientos preventivos. Ese sería su regalo para ellas.
Su sed de conocimiento la ayudaba a soportar la inquietante sospecha de que la combinación de su juventud con su tipo de cáncer era lo que la hacía tan «interesante» para sus doctores. «Creo que me quieren como rata de laboratorio.» No estaba del todo equivocada, aunque podría decirse lo mismo de cada miembro de la comunidad biomédica con quien ha estado en contacto, incluyendo a Eric Schadt.
El 22 de junio, dos días después de que leyó sobre su diagnóstico, Schadt la llamó y le habló de una investigación que estaba dirigiendo en el Icahn Institute, con un nombre largo y aburrido: «Estudio para una terapia personalizada contra el cáncer». La puso en contacto con Claire Davis, quien trabaja como su asesora genética, y contestó la pregunta más urgente de Stephanie: le aseguró que, en efecto, iban a averiguar si su susceptibilidad al cáncer de colon era heredada y si había posibilidades de que la hubiera transmitido a sus hijas. El 26 de junio, Schadt le mandó un mensaje informándole que la habían aceptado en el estudio, y ella me envió un mensaje de texto: «¡Estoy temblando de gusto!». No sólo estaba contenta, sino orgullosa. Le emocionaba la promesa de una terapia «personalizada» contra el cáncer, creada en una gran ciudad en la que nunca había estado, por un científico que buscaba ni más ni menos que reinventar su especialidad científica. De hecho, cuando fue a Keesler y le contó a su oncólogo que el famoso Eric Schadt estaba interesado en su caso, tomó nota, con una actitud traviesa y desafiante, de la sorpresa de su médico. «¿Quién iba a pensar que se iba a armar tanto escándalo por mi humilde personita?», me escribió tiempo después.
Estaba tan emocionada porque la habían aceptado en el estudio, que no consideró un punto crucial: significaba, por definición, que su situación era desesperada. Formar parte del proyecto de Schadt era admitir que el tratamiento que recibía en Keesler, el más usado para tratar el cáncer de colon, no iba a salvar su vida. De otra manera dicha investigación no habría mostrado interés en ella. De hecho, no era una paciente, sino un sujeto de estudio. No se convertiría en una paciente a menos que Schadt y su equipo encontraran algo en su cáncer que fuera novedoso y, por lo mismo, susceptible a nuevas formas de tratamiento. Incluso en ese caso, no era seguro que pudiera recibirlo. No había garantías de nada. Lejos de ser algo tranquilizador, haberse enrolado en ese estudio -titulado en realidad «Secuenciación de cáncer como herramienta para caracterizar estructuras moleculares cancerígenas»- la había colocado en una travesía en la que todo era complicado y conspiraba en su contra. La sacarían del estudio si su doctor en Keesler decidía no cooperar, si el laboratorio de patología en Keesler no mandaba muestras de sangre y tejidos, o si esas muestras no tenían la calidad necesaria para el análisis genético. La sacarían si había demasiados tumores en sus tejidos o muy pocos, o si el tejido había comenzado a necrosarse. Había tantos motivos para dejarla fuera. Pero inclusive si continuara, podía ser que Schadt no encontrara bases para el tratamiento alternativo. O las compañías farmacéuticas podían negarse a proporcionar los medicamentos. Stephanie era apenas el sujeto número veinte en formar parte del estudio y, de las dos decenas, Schadt había encontrado razones para tratar a cuatro. De ellos, uno había muerto y otro se había beneficiado de lo que Schadt llama un «home run»: su tumor tenía un componente compatible con el novedoso tratamiento y estaba respondiendo de forma positiva. Eso daba un gran total de uno de veinte. Cuando le pregunté por las probabilidades de Stephanie, Schadt respondió que eran aún peores: «Una en mil». Pero incluso así, Schadt no se daría por vencido: «No tengo grandes esperanzas al respecto pero sigo optimista, lo soy por naturaleza.»
Tres días antes de la fecha en que estaba programado el comienzo de su segunda ronda de quimioterapia convencional en Keesler, Stephanie firmó todos los papeles para el Icahn Institute of Genomics and Multiscale Biology.
Cada dos semanas, los lunes, Stephanie sale de su departamento a las 6:30 a.m. y maneja veinte minutos hasta llegar a la entrada principal de la Base de la Fuerza Aérea Keesler en Biloxi. «Odio este lugar, Mark», me dijo cuando llegamos en una de mis visitas, el verano pasado. «Pero también tengo mucho que agradecerle.» En el área de pacientes ambulatorios le sacaron sangre. Esa era quizá la parte que más la aterrorizaba, pues la aguja era enorme y su brazo muy delgado. Si no le atinaban a la vena a la primera, tenían que seguir pinchándola hasta encontrarla. Luego pasó a quimioterapia en una lúgubre sala bañada con luz fluorescente, con una fila de media docena de sillones reclinables azules para pacientes de quimioterapia. La mayoría de ellos le doblaban la edad a Stephanie.
Ella estaba bajo el cuidado del Mayor Roberts, oncólogo y militar, quien supervisaba los casos de unos quinientos pacientes al año, de los cuales entre treinta y cuarenta estaban en alguna etapa de quimioterapia. De ellos, por lo menos la mitad son terminales.
A Stephanie le recetaban fármacos para el estreñimiento o la diarrea, las erupciones, náuseas, para combatir el insomnio, contra el entumecimiento en pies y manos, y píldoras de thc (tetrahidrocannabinol) para despertar su apetito. Nos explicaron el ciclo celular y cómo funciona la quimioterapia: las células cancerígenas son más vulnerables cuando están en crecimiento, así que tratan de atacarlas en ese momento. También que no había mucho que hacer con la progresiva incapacidad de Stephanie para percibir sabores, o su fatiga extrema, el oscurecimiento en sus pies y manos y su hipersensibilidad al frío, que hacía que beber agua fría se sintiera como cuchillos en la garganta.
Nos estacionamos en el espacio del condominio reservado para ella por su casero, con un letrero que dice «Viuda de un condecorado con la Estrella Dorada» (Gold Star Wives es una ong dedicada a ayudar a las viudas de militares fallecidos en servicio). Antes de su enfermedad, Stephanie había tenido buena condición física, pero ahora subir un tramo de escaleras hasta su departamento le parecía como escalar el Everest. La correa de su bolsa se le había marcado a la mitad de un tatuaje en su hombro izquierdo que dice: «No hay dolor que dure para siempre». Dejó la bolsa en la entrada y caminó, vacilante, hasta su cuarto, se tiró en la cama y desapareció debajo del edredón. Otras veces veía una película para relajarse, pero esta vez no podía ni levantar la cabeza.
Poco después llegaron Kamri y Marchelle y la encontraron dormida. Kamri cerró la puerta de su habitación con cuidado. El departamento estaba limpio y arreglado, la cocina impecable, las camas tendidas y nada fuera de su lugar. Kamri se ocupaba de eso. «Se ha convertido en la jefa del hogar, es como si ella fuera mi madre», me escribió Stephanie en un e-mail. Desde que Stephanie recibió su diagnóstico, Kamri se hace cargo tanto de su madre como de su hermana. Comenzaba su penúltimo año en la preparatoria, pero planeaba tomar cursos extra para poder graduarse un año antes, porque quería que su madre la viera recibir su diploma. «Sabe que estoy muy enferma, pero no que estoy desahuciada. De todos modos, intuye que voy a morir.»
Marchelle sabía que su mamá estaba enferma y que, por eso, la rutina en su casa había cambiado drásticamente, pero no sabía más. Sin embargo, sospechaba que algo andaba muy mal, estaba asustada y necesitaba más atención que nunca.
«Mamá, ¿a ti te persigue el diablo?», le había preguntado en cierta ocasión.
«¡No! ¿Quién te dijo eso?», contestó Stephanie.
«Mi abuela…», confesó Marchelle. «Ningún demonio me persigue, Marchelle. Y ahora no tengo energía para hablar de eso», contestó.
Temprano en la mañana del 20 de julio recibí un mensaje de texto que decía simplemente: «Mark». Stephanie estaba padeciendo su tercera ronda de quimio y se sentía débil y en crisis. Esa semana, además de la quimioterapia, el doctor Roberts había comenzado a administrarle un poderoso fármaco intravenoso llamado Avastin, diseñado para reducir el aporte sanguíneo a los tumores e intensificar los efectos de la quimioterapia. Pero Avastin es un medicamento muy fuerte, con una variedad de efectos secundarios bastante serios, como el sangrado interno. Stephanie y sus médicos no lo sabían, pero era el peor momento para que comenzara a usarla: el día anterior había comenzado su regla y para esa mañana el sangrado era excesivo. Me mandó otro texto: «La sangre está saliendo a chorros, como agua». La llamé de inmediato. No podía levantarse, vestirse ni salir. Una buena amiga, que había quedado de llevarla al hospital, estaba en la iglesia, sin señal de celular. «Me voy a ir sola, aunque no quiero desmayarme y chocar o lastimar a alguien», dijo, a sabiendas de que no estaba en condiciones de manejar. Kamri podía llevarla, pero entonces Marchelle tendría que ir también al hospital y, como me dijo, «no quiero que mi niña me vea pasar por algo así. No creo que esto vaya a terminar bien».
Comenzó a llorar. Stephanie no suele permitirse esos momentos vulnerables -cuando se enteró de su diagnóstico, no quiso decírselo a muchos de sus amigos, porque no quería que la vieran con lástima- pero en ese momento no pudo más y gimió amargamente; luego se disculpó. «Lo siento, pero ¿por qué me pasa esto? ¿Dónde está mi esposo? ¡Y mis hijas!», se lamentaba.
Cuando Terrance y Muh murieron, «ya no quería estar aquí», me dijo. «Claro que sé que mis hijas me necesitan, así que jamás me suicidaría, pero siento que no tengo más motivos para estar aquí.» Y ahora, debilitada en extremo por la quimioterapia, empezaba a entender por primera vez el impulso de darse por vencida.
Kamri la vistió, levantándole con cuidado los brazos y las piernas flácidos. En momentos de crisis, Kamri no pierde el tiempo: se mueve con agilidad y en silencio. Stephanie logró encontrar a su amiga y fue ella quien la llevó al hospital. Para bajar las escaleras, tuvo que cargarla como a un bebé. Para entonces, pesaba 38.5 kilos. En Keesler le dijeron que necesitaba una transfusión urgente: había perdido más de un litro de sangre.
Stephanie no sabía que el Avastin podía tener ese tipo de consecuencias. Nadie le preguntó en qué momento de su ciclo menstrual estaba antes de dárselo. Y seguía sin haber visto imágenes de su cáncer, ni una tomografía de su hígado, y se sentía cada vez más frustrada de que la mantuvieran en la ignorancia. «Nadie me da esperanzas. Siento que no le importo a mi doctor. Si no puede hacer nada por mí, debería dejarme buscar a alguien que sí pueda.»
El doctor Roberts es alto, tiene una expresión amable y ojos cansados que suelen desviarse cuando te habla. A fines del verano, cuando fui a visitar a Stephanie otra vez, platiqué con él en una sala de juntas cerca de su oficina, a donde llegó vestido de calle y habló conmigo del dilema de equilibrar la esperanza con un diagnóstico terminal.
«Es muy difícil», afirmó. «Cuando se trata de tumores sólidos, es muy probable que un cáncer en etapa cuatro sea fatal. En un cáncer de colon en etapa cuatro -lo mismo que en un cáncer de seno, de pulmón y casi cualquier otro que haga metástasis-, los tratamientos dejan de ser curativos para la mayoría de los pacientes y se convierten en cuidados paliativos. Uno de los objetivos es intentar darles más tiempo de vida. También esperamos poder darle a la gente una mejor calidad de vida por el tiempo que les quede, sea cual sea. Y lo que trato de lograr con mis pacientes es no destrozar sus esperanzas, pero a la vez tengo que ser lo más realista posible, y hablar de acuerdo con mis conocimientos». Al preguntarle si Stephanie era candidata a una nueva cirugía, Roberts contestó: «Tal vez. Eso tendría que determinarlo un cirujano. Pero habría que preguntarse por los riesgos de alguna complicación fatal durante la operación. Si te quedan alrededor de 28 meses de vida, ¿vale la pena arriesgarse a morir en el quirófano o poco después, si el hígado falla? Es de pensarse».
El tratamiento con quimioterapia que Roberts le había recetado a Stephanie podía resultar efectivo y reducir los tumores pero, al tratarse de cuidados paliativos para un cáncer avanzado, Roberts no pudo evitar decir «cuando su cáncer vuelva a crecer».
Mishelle Morris-Magee, supervisora del caso de Stephanie en el departamento de oncología, habló más o menos en los mismos términos y mencionó los muchos casos que ha visto en los que, después de cierto éxito inicial con la quimioterapia, el cáncer regresa. Ella se había encargado de coordinar el intercambio de tejidos con su contraparte en el laboratorio de Mount Sinai. Pero ya estábamos a 23 de agosto, casi un mes después de que le solicitaran las valiosas muestras y, a pesar de los esfuerzos de Morris-Magee, el departamento de patología en Keesler aún no respondía.
Era 10 de septiembre. Michael Donovan, el patólogo de Mount Sinai que ahora trabajaba con Schadt, había recibido las muestras de tejido del tumor de Stephanie una semana antes, cerca de cinco semanas después de haberlas solicitado al laboratorio de patología en Keesler. Estaba examinando al microscopio algo que a Stephanie no le habían permitido ver hasta entonces: su cáncer. Donovan estaba en el umbral del camino, con las precarias y preciosas muestras del ADN de Stephanie en sus manos y era su labor extraerlo de esas células, para después enviarlo a otro laboratorio equipado con los secuenciadores de genes que Carl Icahn había comprado. La información genética que de ahí se obtuviera iría, a su vez, a otros dos laboratorios para que la analizaran.
Lo primero que hay que entender es que habría muchísimos datos sobre el material genético de Stephanie pues, a partir de sus muestras de sangre, los secuenciadores generarían la información sobre su «línea germinal», es decir, los genes (y sus mutaciones) heredados de sus padres y que están presentes en cada célula de su cuerpo. De los tejidos tomados de su colon, los secuenciadores generarían datos sobre su cáncer y las mutaciones que lo producían. Toda esa información estaría en crudo, sin procesar. Contendría millones de bits de datos genéticos, cada uno sería una frase en la historia de terror que el cáncer de Stephanie contaba, y todas esas frases, al menos en esta etapa inicial, atizarían el fuego de una Babel enloquecida. Los datos en crudo estarían al borde de la incoherencia; Schadt y sus científicos tendrían que intentar descifrarlos y relacionarlos entre sí. Eso es lo que distingue su trabajo y la razón por la cual necesitan una supercomputadora. El siguiente paso sería comparar los genes con los que Stephanie nació con sus genes cancerosos. Asimismo, los genes de ella que estaban mutando hacia el cáncer se compararían con las extensas bases de datos de referencia sobre distintos tipos de tumores cancerosos que ya existen. Y luego se proyectarían contra los «modelos de redes» que el Icahn Institute está construyendo, para lo cual se analizan millones de datos sueltos, entre los cuales se detectan billones de conexiones.
El resultado sería parecido al modelo de redes que podía verse en la pantalla de la oficina de Schadt el 10 de septiembre: una esfera azul cubierta por una maraña genética similar a las imágenes del universo, donde cada gen sería una estrella azul, con algunas estrellas apartadas de las demás y muchas