Esa noche de septiembre de 2014 en Iguala no sólo hubo 43 normalistas desaparecidos: Los Avispones de Chilpancingo, y sus familias, quedaron marcados para siempre por las ráfagas de las armas y el olvido de la sociedad.
Fotos: Camilo Olarte
Esa noche de septiembre de 2014 en Iguala no sólo hubo 43 normalistas desaparecidos: los adolescentes del equipo de futbol de tercera división, Los Avispones de Chilpancingo, y sus familias, quedaron marcados para siempre por las ráfagas de las armas y el olvido de la sociedad.
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El cuerpo de un hombre de 50 años llegó al panteón cuando terminaba el sepelio de un adolescente. Era una tarde soleada y soporífera de domingo en Chilancingo, Guerrero. Los deudos entraron con el ataúd a cuestas, con esfuerzo para sostener el peso muerto de un hombre de 140 kilos y 1.70 metros de estatura. Al cortejo y su paso lento lo acompañaban autobuses que sonaban sus bocinas y hacían rugir los motores como homenaje. Una banda de viento caminaba al compás de piezas populares de la Costa Chica de Guerrero. Detrás de la carroza iban a pie los familiares y amigos. Se negaban a subir a los vehículos y avanzaban como si fuera una marcha de protesta. Caminaron desde la casa del difunto hasta el cementerio por el bulevar Vicente Guerrero, una de las principales vías de Chilpancingo, para acompañar a un hombre que pasó la vida al mando de un volante. Los choferes que se cruzaron con aquella procesión tocaron el claxon para decirle adiós.
El cortejo que salía del panteón era por un muchacho de 15 años al que habían sepultado una hora antes en un ataúd blanco decorado con flores. Era un futbolista con apariencia de niño, un novato de la tercera división a quien despidió su familia y sus compañeros de equipo. Los dolientes de uno y otro funeral se cruzaron y se miraron sin hablar. Se reconocieron: los unía la desgracia. Ambos difuntos —el hombre, Víctor Manuel Lugo Ortiz, y el muchacho, David Josué García Evangelista— habían muerto por el ataque al autobús del equipo de futbol Los Avispones de Chilpancingo un par de días antes, el viernes 26 de septiembre de 2014, en una noche que empezó con una lluvia insípida que no se atrevía a mojar y que creció hasta convertirse en un aguacero que no daba tregua. Volvían de Iguala después de jugar un partido cuando un comando a la caza de estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa abrió fuego contra ellos. Los confundieron.
Esa noche, a pocos kilómetros de la emboscada, desaparecieron a 43 normalistas de cuyo destino aún no se tiene certeza y asesinaron a seis personas: tres eran estudiantes, otra era pasajera de un taxi y dos más volvían a casa con Los Avispones. Ellos dos se encontrarían de nuevo un par de días después en la tarde de su entierro.
Durante el día, el lugar donde atacaron al equipo de futbol Los Avispones parece una postal rural que inspira tranquilidad. Salvo por las ráfagas sonoras de los vehículos que circulan en ese tramo de la carretera entre Iguala y Chilpancingo, lo demás es un paisaje que invita a tumbarse en el prado a mirar las evoluciones de las nubes. El campo se pierde en el horizonte, al cielo azul lo recorta la irregularidad de los ceros de fondo y a lo lejos, como figuritas de una maqueta escolar, algunas vacas indiferentes. Pero de noche este paraje es otro. En la oscuridad esa estampa pastoral se convierte en un hoyo negro que devora todo. Sólo en estas circunstancias es posible imaginar a un equipo de jóvenes aterrados que, ocho meses antes, se escurrían para salvarse de las balas.
Aquella noche de septiembre el autobús de Los Avispones cortaba la oscuridad espesa de la carretera. No era un vejestorio de tercera clase sino un vehículo moderno, un Volvo gris con pantallas y aire acondicionado que alquilaban a la compañía de viajes Castro Tours. El ronroneo del motor arrullaba a un equipo de futbolistas adolescentes, cansados y hambrientos después un partido que habían ganado en Iguala. Dentro del vehículo todo estaba en silencio y a oscuras por las cortinas corridas de las ventanillas. En los monitores la película Los ilusionistas hacía menos tedioso el regreso a Chilpancingo. Algunos muchachos preferían atender los mensajes de sus teléfonos que cada tanto les iluminaban los rostros y que les enviaban sus padres, preocupados por la hora en que tenían que recoger a sus hijos, jugadores de tercera división con edades de entre 14 y 18 años que aún debían pedir permiso. Afuera el ambiente húmedo amenazaba con lluvia. Iguala había quedado pocos kilómetros atrás. Un letrero color verde pasto se iluminó con las luces del autobús que señalaba la desviación a Santa Teresa, un municipio con apenas 659 casas. Era poco antes de las 11:30 de la noche.
El médico del equipo vio un movimiento extraño de personas unos metros adelante sobre la carretera. En medio de ese páramo, a esa hora, lo único que podía esperar eran malas noticias. Pensó que podía ser un retén de estudiantes normalistas que buscarían quedarse con el vehículo. Se levantó de un salto para dar instrucciones a los jugadores en caso de que eso sucediera. No pudo decir nada. La primera descarga de balas le arrebató la palabra. Los jugadores recuerdan que los tiros atravesaron la lámina con un ruido sordo, como las palomitas de maíz cuando estallan dentro del horno de microondas. El autobús salió de la carretera y se hundió en un pequeño barranco para encallar frente a un árbol. Los disparos siguieron a pesar de los gritos aislados que pedían a los atacantes que pararan, que sólo eran un equipo de futbol. La respuesta fue más balas. Más ruidos metálicos repetitivos y secos. En el vehículo sólo había chicos aterrados y desperdigados por el piso, entre los asientos y el pasillo, apilados como una camada de crías temblorosas. Uno de ellos pensó que el único refugio en ese momento era rezar y trató de recordar alguna oración. Sólo le salió un balbuceo. Había olvidado todas las plegarias. El capitán del equipo reaccionó tarde y ya no encontró dónde cubrirse, se hincó en el hueco entre su asiento y el respaldo de adelante, con la cabeza reclinada contra la pared del autobús, mientras las balas zumbaban cerca de sus orejas. Todos quedaron mudos en medio de esa granizada de plomo.
El fuego cesó de manera súbita. El chofer, Víctor Manuel Lugo, permanecía inmóvil en su puesto al volante, herido de muerte por los primeros tiros que habían entrado por ese costado. El preparador físico recibió una bala en la cara que lo dejó ciego de un ojo y con la nariz rota. El director técnico estaba encorvado, con dos disparos que le habían perforado el estómago. Miguel Ríos, un joven con personalidad de defensa central, se desangraba debido a cinco balazos, aunque recuerda que nunca imaginó que fueran tantos. Estaba seguro que no era grave pues apenas había sentido unos golpecitos suaves y calientes que le dejaron la carne entumida. De los 26 pasajeros, 12 estaban lesionados. Al novato de 15 años, Da- vid Josué García, la vida se le escapaba por una herida mortal en el cuello.
La puerta del autobús quedó atascada por la tierra del barranco en el que habían encallado. Lo supieron cuando los agresores intentaron subir al vehículo: eran policías municipales de Iguala, según la versión que ofrecerían después las autoridades federales. Trataron de abrir a patadas y después a culatazos. Pero la puerta no cedía. En cada sacudida el forcejeo violento se amplificaba por el silencio que el miedo impuso a los tripulantes. Un hombre vestido de negro y encapuchado gritó: “Abran. Ya valió verga, los vamos a matar”, vociferaba mientras golpeaba la puerta.
Frente al parabrisas, otro sujeto les apuntaba con un rifle de asalto. Tenía el rostro descubierto pero, recuerda el entrenador del equipo, sin rasgos que lo hicieran memorable. Su cara era como cualquiera de las que abundan en la sierra de Guerrero. El preparador físico, con una herida terrible en el rostro, habló por todos: “Ya no disparen, somos un equipo de futbol, somos Los Avispones de Chilpancingo”.
Escucharon algunas risas. Un instante después le respondieron con otra ráfaga. Luego regresó el silencio.
Durante unos minutos esperaron en la penumbra dentro del autobús. Inmóviles. Sin hacer ruido por miedo a que los agresores siguieran ahí y volvieran a dispararles. Ese silencio se interrumpía de vez en cuando por el motor de algún auto que pasaba a toda velocidad por la carretera. Uno de ellos se atrevió a mirar afuera y, después de cerciorarse de que se habían marchado, empezaron a arrastrarse hacia las ventanillas. Rompieron los vidrios y saltaron. Uno tras otro se descolgó mientras ayudaban al siguiente compañero. A unos cuantos metros sobre el camino había otros autos baleados. La mayoría de los jóvenes huyó en desbandada hacia los cerros, otros se agazaparon entre la milpa que crecía en el terreno inmenso junto a la carretera. Los más graves sólo se tumbaron en la hierba mientras se desangraban, con la esperanza de que llegarían a rescatarlos. El chofer Víctor Manuel Lugo seguía frente al volante, inconsciente, y moriría horas después en un hospital de Iguala. David Josué García, “El Zurdito”, yacía muerto dentro del autobús.
Barcel
En el patio de una casa con techo de lámina y cortinas de tela como puertas, reposa un automóvil negro con la palabra Barcel en letras neón sobre el parabrisas. El coche está estacionado bajo un toldo que lo protege del sol y, por el polvo acumulado en la carrocería, es evidente que hace tiempo dejó de circular. Esa máquina era de Víctor Manuel Lugo Ortiz y la adoraba aunque se descomponía con frecuencia. Lo impredecible de aquel motor no impidió que lo quisiera como a un hijo imperfecto. Por eso le dio su nombre, Barcel, el apodo con el que lo conocía la gente. La presencia de ese auto es tan significativa que cuando la viuda y sus tres hijos lo miran, lo hacen con la misma melancolía de quien revisa los trajes colgados en el armario de un difunto. Como a un objeto inanimado que recuerda la inutilidad de las cosas que sobreviven a sus propietarios.
En la sala de la casa, sobre una repisa de madera, descansan algunos adornos alusivos al oficio con que Barcel se ganó la vida durante más de tres décadas. En la parte superior del mueble, como un trofeo deportivo, hay un autobús en miniatura; abajo, un retrato de Víctor Manuel con camisa blanca de manga corta, orgulloso junto a la unidad que cuidó con esmero mientras estuvo a su cargo. Impresa sobre esa imagen, está inscrita la “Oración al chofer caído”, una plegaria en la que se intuye la voz de un ánima que agradece por un oficio honrado.
—Se fue como quería, en la carretera —dice Victoria Lorenzo, de 55 años, la viuda de Barcel—. Toda su carrera fue limpia, jamás tuvo un accidente.
Barcel nació como chofer cuando decidió irse a vivir con Victoria Lorenzo. Él tenía 18 años y ella 22. Empezaron en una casa en las faldas de un cerro a la salida de Chilpancingo, la misma de toda la vida. El barrio aún no existía, sólo había unas pocas casas de quienes fundaron la colonia que hoy es un laberinto de calles inclinadas. Después llegaron los tres hijos. Él no sabía leer ni escribir, pero tenía la habilidad para moverse en un universo de signos que no entendía con la misma destreza con la que podía manejar cualquier clase de vehículos: taxis, colectivos, tráilers, camiones pesados, todos empleos temporales hasta que lo contrataron como chofer en una compañía de turismo, la misma en la que dejó los últimos 10 años de su existencia. Era como si aquel cuerpo grueso tuviera la horma perfecta para embonar en el sillón de mando.
Por sus rasgos, parecía un tipo severo. El cuerpo enorme de luchador de peso completo con el vientre amplio, que se acentuaba con un rostro abultado, el bigote caído a dos aguas sobre una mandíbula ancha que se perdía en el cuello de toro. Una trampa perfecta para hacer caer a quien se deja llevar por las primeras impresiones. En el fondo, Barcel era un hombre dulce y festivo, que a pesar de su corpulencia podía bailar con agilidad “La Iguana”, un son tradicional de Guerrero en el que el hombre se lanza al piso y simula los embates del reptil.
El día del ataque contra Los Avispones, Barcel recibió una llamada a las dos de la tarde. Era su patrón para avisarle que ya lo esperaba el equipo en la Alameda de Chilpancingo. Lo tomó por sorpresa pues pensó que la cita era más tarde. Barcel llevaría a los jugadores para el partido inaugural del torneo en Iguala y sería su segundo viaje como chofer del equipo. No era el tipo de pasajeros que le gustaba atender, los consideraba un puñado de muchachos insolentes y un poco presuntuosos. Pero una semana antes había cambiado su opinión sobre esos jóvenes durante el primer viaje en el que llevó al equipo y en el que todos se habían divertido. Así que se bañó y arregló a toda prisa. Salió todavía con el pelo mojado pero en condiciones para cumplir con una nueva orden. No tuvo tiempo de despedirse de su familia como solía hacerlo, no les dio el beso que acostumbraba, sólo les dijo que volvería pronto. Barcel salió a la carrera vestido con su camisa blanca de manga corta bien planchada y atravesó el portón negro que da a la calle. En aquella casa en la ladera del cerro a las afueras de Chilpancingo, aún recuerdan esa última imagen.
El Zurdito
Roberta Evangelista tuvo un mal presentimiento el día que murió su hijo. David Josué, “El Zurdito”, esperaba con impaciencia el viaje que haría esa tarde a Iguala con Los Avispones, para jugar el partido inaugural de la temporada. La ilusión de estar con sus compañeros en el arranque del torneo lo mantenía en un estado de alegría nerviosa. A pesar de que no estaba convocado para alinear con el equipo, pues todavía era un novato que debía ganarse un puesto, el entrenador decidió llevarlo como invitado de último momento. Ese viaje era un premio por el entusiasmo que demostró en la pretemporada y por una jugada específica que hizo el día previo, durante el entrenamiento. Desde una banda se escapó perseguido por un mediocampista y lo dejó atrás. El mejor defensa del equipo fracasó en su intento por detenerlo y, al llegar al área, encaró al portero y anotó con la pierna a la que le debía su apodo. Todos quedaron boquiabiertos, sobre todo el entrenador, Pedro Rentería. El Zurdito demostró que merecía llevar la camiseta con el número 28 de Los Avispones a Iguala.
La tarde de aquel viernes, antes de partir, hubo una misa en la catedral de Chilpancingo para que Los Avispones empezaran la campaña con buena fortuna. El Zurdito iba acompañado de su madre y de su hermano de ocho años. Los jugadores parecían colegiales que esperaban la campana de salida para correr antes que todos y ganar un asiento en el autobús. Por la prisa, El Zurdito casi olvidó despedirse de su madre; ya se iba cuando volvió sobre sus pasos para darle un beso de despedida. Tiempo después, Roberta Evangelista diría que lo abrazó como si supiera que nunca más volvería a verlo. Lo estrechó con fuerza, no quería soltarlo por esa extraña sensación que no entendía en ese momento. Sentía que si lo hacía se escaparía como esos globos que en un descuido agarran altura para perderse en el aire.
—Ya tengo que irme, en cuanto pueda te llamo —le dijo para tranquilizarla.
En medio del tumulto de la partida, Roberta Evangelista vio cómo su hijo se perdía entre la gente. Esperó unos minutos más en la plaza y marcó al celular de David para cerciorarse de que ya iba en camino. David le respondió con esa paciencia forzada de los hijos cuando responden a sus padres la misma pregunta una y otra vez. Le dijo que estaba en el autobús frente a la puerta del ayuntamiento, a punto de salir.
—¿Estás contento? —le preguntó Roberta Evangelista.
—Sí, mamá.
Después de pasar años en ligas infantiles, El Zurdito no podía contener la emoción de estar por fin en un equipo de tercera división. Era el paso más importante en su breve carrera como futbolista en una categoría considerada profesional, aunque la mayoría de los jugadores no tiene sueldo y sus posibilidades de llegar a primera división son escasas. Pero para él Los Avispones era el primer episodio de una historia que culminaría con la consagración en el futbol. Esa noche el equipo debutó en el torneo con una victoria de 3 a 1 sobre el Iguala FC. El Zurdito no pisó la cancha, pero celebró igual que los muchachos que anotaron los goles.
Al terminar el partido, alrededor de las 10:30, El Zurdito llamó a Roberta para darle la noticia. “Ganamos 3-1, mamá”, le dijo con la euforia de quien gana un campeonato. Ella se puso contenta por el resultado, pero le pareció extraño que a esa hora siguieran en Iguala. El equipo aún no salía del deportivo, pues esperaban a que los árbitros les entregaran el reporte de la victoria para marcharse. Mientras tanto, los muchachos se aburrían y charlaban de cualquier cosa para matar el tiempo. Querían cenar pero los directivos del club local les aconsejaron que era mejor que regresaran a Chilpancingo. No sabían bien lo que ocurría en Iguala, pero había inquietud por los rumores de una balacera.
Antes de regresar, El Zurdito volvió a llamar a su madre. Pasaban de la 11:00 de la noche cuando le avisó que ya estaba en el autobús a punto de partir.
—Nos comentaron que aquí se puso muy feo y que hubo muertos —le dijo. Ella le pidió que tuviera cuidado, porque a esa hora ya tenía algunas noticias de lo que ocurría en Iguala, pero no mencionó nada. —Me llamas en cuanto llegues para recogerte —le respondió. Roberta se sentía cansada, había sido un día muy ajetreado y decidió descansar un poco en lo que esperaba a su hijo. Apagó las luces y se recostó. No tuvo tiempo de dormir. Antes de la medianoche su teléfono se encendió con una notificación escueta de una página web local en la que reportaban que habían baleado el autobús de Los Avispones. Roberta se quedó helada. Casi por instinto marcó el número de su hijo. Tenía la esperanza de escuchar la voz de El Zurdito, quien le diría que todo estaba bien, que se trataba de un error y que en cualquier momento estaría en casa, pero el timbre se alargó sin respuesta.
No hubo buenas noticias en adelante. Unos minutos más tarde, otra publicación mencionó que había un muerto por el ataque al autobús. Roberta recordaría después que, sin saber por qué, algo le dijo que se trataba de su hijo. Por ninguna parte encontró algo que desmintiera lo que leía. Lo único cierto hasta ese momento eran esas llamadas perdidas que hacían más agudos sus temores. Pidió información entre sus conocidos y revisó las redes sociales, que a esa hora estaban muy activas, pero tampoco encontró alguna señal sobre el paradero de su hijo. Después de muchos intentos en vano, pudo ponerse en contacto con un familiar en Iguala. Lo puso al tanto de la situación y le pidió ayuda, le dijo que empezara la búsqueda en los hospitales, como si al hacerlo crecieran las posibilidades de que estuviera vivo. Eran las dos de la madrugada cuando recibió la primera respuesta precisa. Lo que ella había interpretado como un presentimiento estaba confirmado: El Zurdito había muerto.
Los Avispones
El árbitro se llevó el silbato a los labios y dio una fuerte pitada, como se acostumbra al final de un partido. El sonido hizo eco en la cancha polvosa de una liga de aficionados en Chilpancingo donde El Zurdito había ganado un campeonato. El homenaje se realizaba en el campo donde había empezado como jugador cuando era un niño. Volvió en un ataúd blanco que tenía la tapa levantada para quien quisiera ver su rostro. Los jugadores de Los Avispones se acercaron en fila para ver por última vez a su compañero. Eran unos cuantos, los que salieron ilesos del ataque al autobús dos días antes y los que, a pesar de las heridas, podían caminar. Uno de ellos avanzó con dificultad sobre unas muletas y le costó trabajo equilibrarse enfrente del ataúd. Los demás se formaron alrededor. Antes de quebrarse en llanto, los jóvenes gritaron al mismo tiempo: ¡Zurdo! Tres meses después de ese día, los jugadores de Los Avispones aún trataban de darle vuelta a esa página. A finales de 2014 el equipo tenía una marcha irregular en el torneo. El entrenador Pedro Rentería sentía que algo se le salía de las manos con los muchachos. Los encontraba desmoralizados, como si de pronto hubieran perdido el gusto por el juego. Pero lo que más le preocupaba era una fragilidad manifiesta cuando las cosas no marchaban bien sobre la cancha. De nada les servía salir aguerridos al inicio de un partido si al primer gol en contra se desmoronaban. El desánimo se había contagiado entre ellos como una gripe.
Aunque recibían terapia psicológica para tratar de revertir los daños de aquella experiencia, Rentería sentía que había algo de aquella noche que los estaba hundiendo. Así que se propuso recuperar a su equipo. Una tarde de invierno en el Polideportivo de Chilpancingo, el estadio de Los Avispones, los reunió para tratar de reanimarlos. Los muchachos se sentaron a su alrededor. Tenían los ojos clavados en el césped y los labios apretados como si esperaran un regaño: sabían muy bien que no estaba contento con su rendimiento. Pedro revisó su tabla de anotaciones antes de empezar a hablar.
—Ustedes están muy desmoralizados —les soltó sin rodeos—. No puede ser que sean tan frágiles. No sé qué está pasando.
Los muchachos bajaron la cabeza con vergüenza. Al verlos en ese estado, Rentería sintió compasión por ellos. Él también luchaba por olvidar aquel episodio de Iguala. Todavía en esos días de diciembre de 2014, cuando estaba a solas con el rumor de sus pensamientos, regresaban las imágenes de dentro del autobús, el ruido de la lámina atravesada por las balas y los vidrios rotos. Cada que sentía la punzada de las heridas en su vientre que aún no cicatrizaban se decía a sí mismo: “Puta madre”. Y volvía a su memoria la imagen de El Zurdito, que iba acompañada de la culpa por haberlo invitado a un partido que ni siquiera iba a jugar.
Rentería no quería ver decaídos a sus jugadores, así que les habló de una invitación que acababa de recibir con la esperanza de que eso les devolvería la emoción por el juego. Para cerrar ese año, en los últimos días de diciembre, habría un minitorneo en la Costa Chica de Guerrero. Le parecía una buena oportunidad para que Los Avispones liberaran tensiones en una competencia en la que no había nada en riesgo. El campeón se llevaría 50 mil pesos, una suma ridícula en la primera división, pero que en la categoría en la que participaban parecía una buena carnada. Lo sometió a votación.
—No, profe, ahí sí nos matan —dijo un muchacho con la piel tostada por el sol—. Yo no voy, ni loco me meto ahí.
La carcajada del equipo fue casi infantil. El chico estaba orgulloso del éxito de su chiste. Pero no era del todo una broma. En el fondo estaba oculto un miedo que en ciertas circunstancias salía a la superficie. Todos tenían fresco el recuerdo del primer viaje que hicieron después de esa noche en Iguala. El 3 de noviembre viajaron a Puebla para jugar contra el equipo local. En algún punto, la circulación se detuvo por las obras en la carretera. El autobús hizo alto total. Los jóvenes reaccionaron nerviosos, se pusieron de pie en sus asientos y estiraron los cuellos cuan largos eran. “Parecíamos suricatas”, recordó uno de ellos. De pronto, una excavadora se puso en funcionamiento con un gran estruendo. Dentro del autobús todos se quedaron sin aliento.
Encuentros
Cinco meses después de que lo enterraron, la tumba de Barcel volvió a estar rodeada de gente. Era martes 7 de abril de 2015, el día que habría cumplido 51 años. Otra vez había música de viento de la Costa Chica de Guerrero. La viuda y los hijos del chofer le hicieron un festejo como los que le gustaban. Bebieron cerveza y comieron con algunos amigos como si fuera un día de campo en el panteón municipal de Chilpancingo. Eran alrededor de 20 personas las que recodaron a aquel hombre que, dicen, no soportaba las injusticias. Como ironía para la familia, la muerte de Barcel fue compensada con sólo 30 mil pesos que les dio la empresa Castro Tours por sus 10 años de trabajo. Cuando se los entregaron, la viuda les dijo “algún disparate” porque consideró que eso “era sólo una migaja”. No recibieron otro tipo de ayuda de las autoridades más allá de la terapia psicológica de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas del gobierno federal.
Para entonces las protestas por los 43 estudiantes desaparecidos de la normal de Ayotzinapa ya habían bajado de intensidad en México. La brutalidad de un país que en 2014 tuvo más de 17 mil asesinatos los envió a la fosa del olvido. Para la familia de Barcel no había mucho que reclamar. Los choferes no reciben homenajes.
Al mismo tiempo, Roberta Evangelista decía que le habría gustado ver en esas manifestaciones el retrato de su hijo, El Zurdito, junto a los de aquellos jóvenes que la sociedad reclamaba con vida. Pero las fotos del adolescente no salieron del altar en la sala de su casa de paredes color salmón con bordes azules descarapelados. Roberta sentía que el vacío que dejó la muerte de su hijo crecía cada día, en proporción a su indignación. Para entonces las investigaciones habían confirmado que la Policía de Iguala era la responsable del atentado. El día del entierro había dicho, en medio del dolor, que no pedía nada. Y hasta ese momento, nada había recibido de las autoridades.
El recuerdo imborrable de Roberta es el homenaje que la liga mexicana de futbol rindió a El Zurdito tras la noche de Iguala. Antes de los partidos, los estadios callaron durante un minuto en honor al jugador asesinado. De algún modo había llegado El Zurdito a la primera división.