Hubo una vez un momento en la historia, uno muy, pero muy lejano, en el que los relojes “de pulsera” solían dar la hora. Hoy son capaces de proporcionar información tan sofisticada como inútil. Son capaces de programarse solos y de encontrar su propias fuentes de energía; ofrecen la hora exacta a la que sale el sol en Tokio, la localización de campos magnéticos en la Tierra, la hora a la que se mete el sol en Sídney, el pulso cardiaco correcto de un buzo a 200 metros bajo el nivel del mar y un larguísimo etcétera.
Dejo de lado, desde luego, las pulseras que miden las calorías quemadas o los “relojes inteligentes” que compiten con los smartphones, pues asumo que quien compra uno en realidad no está buscando un reloj, sino un teléfono más chiquito que no tenga siquiera que cargar en la bolsa.
Pero los relojes que nada más dan la hora, dicen más. Son instrumentos utilitarios, sin duda, pero también artículos decorativos, de moda y estilo, que aportan (o restan) a la imagen de quienes los usan. Revelan datos de la personalidad de sus dueños que ni el más sofisticado de los polígrafos lograría. Sin ser demasiado observador es posible ver a través del reloj de una persona si ésta trabaja en el sector financiero, en el de la construcción, en el mundo del box o en el crimen organizado. Están los que corresponden directa e indisolublemente a la vocación y estilo de vida de su dueño (por ejemplo, un buzo que porta un reloj de… buzo) y los que muestran una aspiración, digamos… no precisamente cumplida, como el de triatlonista que usa el compañero de la oficina que es capaz de comerse una caja completa de Krispy Kreme él solo, y que jadea copiosamente tras completar el trayecto cubículo-zona de fumar-cubículo.
En mi opinión a este grupo pertenece la inmensa mayoría. Basta con ver la cantidad de relojes de buceo, equipados con profundímetro y capacidad de descender más abajo de donde está el Titanic, que utilizan orondos algunos barrigones que suelen marearse en un jacuzzi. O los denominados “explorer”, diseñados en su origen para tropas en combate, exploradores que se internan en lo profundo del Amazonas y que requieren de brújula o geolocalizador, y que hoy portan señoritas que tienen problemas para encontrar la ruta de regreso a su coche después de un paseo por un centro comercial. Y así podríamos llenar páginas de ejemplos de tipos específicos de relojes que no se usan “apropiadamente”. Pero como decía mi abuela, y más en épocas navideñas, noches de paz, etcétera: “Cada quien, mijito”.
Yo sólo me atrevería a sugerir (después de todo, este espacio prácticamente está dedicado a ello) que, estereotipos aparte, el lector sea cuidadoso con el reloj que elige, que lo use dependiendo de la ocasión, de la imagen que quiere dar (y de la que quiere dejar de sí mismo en este mundo). Como las mancuernillas, la corbata y los zapatos, el reloj debe de ser notorio sólo para quien de verdad pone atención; no está planeado para atraer miradas, ni para ser tema de conversación.
Desde luego, un Homo Ludens que se precie de serlo debe tener dos, tres o cuatro relojes. Uno clásico (correas en piel o acero, sobrio, carátula limpia), para lo rutinario; otro para vacaciones y fines de semana, que resista un ajetreo propio de esos periodos; uno más para ocasiones muy especiales; y el cuarto para pasarlo a la siguiente generación. Uno verdaderamente singular. Y con este se debe ser cuidadoso en que el heredero(a) reciba el mensaje correcto de lo que es un reloj y para lo que sirve. Es decir: para darle su justa importancia al tiempo.
Las reglas Homo Ludens sobre el uso del Reloj
Regla 01: ¿Cuándo usar cada tipo? Así: en piel, acero, oro blanco y platino: siempre; caucho: los fines de semana; oro amarillo: para ocasiones especiales; oro rosa: si una de éstas es tu nombramiento como líder sindical.
Regla 02: ¿Piedras preciosas incrustadas? Bájate del ring, discúlpate y puedes retirarte.
Regla 03: Una palabra para encontrar los mejores: vintage. Hay muchas opciones. Excepción: el que tiene los brazos de Mickey Mouse como manecillas.
Regla 04: Hay una diferencia entre “resistente al agua” y “contra el agua”; normalmente se aclara de la peor manera posible.
Ilustración: Nuria Díaz Ibáñez