El día empieza a ceder ante la oscuridad cuando pasa la columna de mujeres y hombres que sostienen velas y banderas del Tíbet. Avanzan por la calle del pueblo de Dharamshala que conduce al templo que acoge a su líder espiritual, el Dalái Lama, en su largo exilio indio. Aquí, en las estribaciones del Gran Himalaya, hay pesar pero no llanto en la centena de personas —monjes budistas en togas rojas, algunos tibetanos en ropas de campesino, otros con aspecto urbano y moderno, ciudadanos indios y no pocos extranjeros— que avanza en silencio por la calle del Templo, entre puestos de artesanías. Si hay algo que se transmite, es tranquilidad.
Es un contraste doloroso con lo que motiva la manifestación: se realiza en memoria de la desesperada carrera de un hombre en llamas. Un día antes, el 15 de abril, Thinley Nangyal, un campesino de 32 años que vivía en la aldea de Khangsar, en la provincia china de Sichuán, escogió el mediodía para prenderse fuego en protesta por la ocupación del Tíbet. Él vivía con su madre, Pelha, y su padre, Dulho. Esos son los pocos datos que se conocen debido a la sólida censura de las autoridades pero, si se toman como referencia algunos de los 138 casos de auto-inmolación registrados en cinco años, Thinley debió haber gritado antes de morir que se le permita al Dalái Lama regresar al Tíbet: un deseo que comparten millones de tibetanos.
Pocos ejemplos quedan en el mundo moderno de una figura que encarne la identidad de un pueblo, tanto religiosa como política y cultural, como este monje afable que en el verano de 2015 cumplirá 80 años. Los creyentes lo adoran como a un dios y los laicos lo respetan como a un líder inimitable. Es la fuerza que los ha mantenido juntos y en resistencia durante más de seis décadas.
La compleja e insólita situación política del Tíbet, ocupado por China desde 1950 y con un líder que tuvo que escapar en 1959, presenta una paradoja extraña: el Dalái Lama, reencarnación y divinidad de un pueblo enraizado en antiguas costumbres, ha llamado a romper con la tradición religiosa, en tanto que los comunistas chinos están indignados por tal osadía y le exigen respetarla.
“El problema del Tíbet es (también) un problema de India”, declaró el Dalái Lama el 18 de septiembre al solicitarle al primer ministro indio, Narendra Modi, que aprovechara la visita del presidente chino, XI Jinping, para plantearle el asunto. No le exige la independencia, sino lo que llama —basándose en un viejo principio budista— la “vía intermedia”: el desarrollo de Tíbet con verdadera autonomía dentro de China. Líderes de la juventud tibetana discrepan: “No vemos esfuerzos sinceros del lado chino, tenemos que derribar su poder”, dice Dorjee Tseten, director para Asia del grupo Students for a Free Tibet. Como la mayoría de los tibetanos, sin embargo, este intelectual no religioso reconoce como guía fundamental al Dalái Lama, y afirma que el problema más acuciante es quién sustituirá a ese hombre cuando fallezca. Esta es una disputa que implica consecuencias profundas para un territorio, una etnia y una religión, la cual se expresa en las calles en la forma de hombres y mujeres que corren en llamas al grito de “Tíbet libre”: es el combate de los lamas en llamas.
PRENDERSE FUEGO
Es muy poco lo que se sabe de Thinley Nangyal y su martirio. La estrategia de las autoridades para secar la ola de autoinmolaciones incluye una fuerte censura que acompaña a una brutal represión física. Lo primero es disuadir mediante el terror: las manifestaciones públicas, aunque sean de una sola persona, están prohibidas; en los monasterios y comunidades donde se sospecha que alguien podría prenderse en fuego se imponen férreos estados de sitio; se arresta y tortura a familiares, amigos y compañeros de quienes se hayan quemado a sí mismos.
Cuando no se logra evitar el acto, se impide que la información trascienda y el pueblo tibetano proclame como héroe a otro de los suyos: se detiene, interroga, amenaza y golpea a los posibles testigos; se establece un cerco sobre la zona; se expulsa a los forasteros; se acusa y castiga a quienes se considera que de alguna forma pudieron haber colaborado con la protesta.
En el pueblo de Tawu de la misma prefectura de Garzê, en la que murió Thinley Nangyal, está el monasterio de Nyitso. Fue sometido a sitio después de que, el 15 de agosto de 2011, el monje Tsewang Norbu se roció con gasolina para prenderse fuego frente a edificios del gobierno, mientras gritaba “los tibetanos queremos libertad” y “permitan el retorno del Dalái Lama”. De inmediato, las autoridades suspendieron los servicios de teléfono e internet, ordenaron el cierre de escuelas y restaurantes, y establecieron retenes carreteros. Después arrestaron a tres supuestos colaboradores, golpearon a los aldeanos que protestaban y rodearon los templos con soldados. Las represalias llegaron al extremo de cortar los suministros de agua y electricidad e impedir la entrada de alimentos durante una semana.
Por esa razón casi siempre esos actos acaban sin difusión pese a que, según el organismo Save Tibet, se han autoinmolado 130 tibetanos en el Tíbet —110 hombres y 20 mujeres— y una tibetana en China. Además, otros seis en el extranjero: tres en Nepal y tres en India. Entre ellos hay uno anterior a 2009, el de Thubten Ngodrup, quien realizó la primera autoinmolación en la sociedad tibetana el 27 de abril de 1998.
“No promovemos esta forma de protesta pero tampoco podemos condenarla, porque es una de las pocas formas de resistencia pacífica de las que dispone el pueblo tibetano”, dice Dorjee Tseten. “Al quemarse a sí mismos, en lugar de lastimar al opresor o a otras personas, tratan de generar la comprensión o la simpatía en la comunidad y en el mismo opresor. Es un mensaje desesperado y, a la vez, inofensivo para otros, pero el gobierno chino sólo ha respondido con represión.”
EL MONASTERIO DEL DALÁI LAMA
Aunque se encuentra en la meseta tibetana e históricamente perteneció al Tíbet, la ciudad de Xining es la capital de la provincia de Qinghai y, oficialmente, China no la considera tibetana. Es la puerta del Tíbet y, por lo mismo, es la urbe en la que se aprecia con mayor claridad el futuro “pluriétnico” que el gobierno chino ha previsto para ese lugar: de sus 2 millones 200 mil habitantes, sólo 5 por ciento son tibetanos que conviven con una aplastante mayoría de chinos (90 por ciento), además de grupos menores.
Para encontrar los rasgos tibetanos es necesario ir a los pueblos y aldeas más pequeños, con habilidad para evadir la vigilancia gubernamental que es muy incómoda con las miradas de los extranjeros.
Es imposible acercarse a ellas cuando hay protestas en el Tíbet: los agentes están por doquier, uniformados o de civil. En otros momentos, se puede usar la excusa del turismo para visitar Kumbum, el monasterio de las 100 mil imágenes iluminadoras del Buda. Es un centro de peregrinación para los seguidores del budismo tántrico y es famoso por haber acogido durante sus años de infancia al niño que al nacer, el 6 de julio de 1935, recibió el nombre de Lhamo Dondrub y, dos años después, el de Jetsun Jamphel Ngawang Lobsang Yeshe Tenzin Gyatso. Esto ocurrió a raíz de que, guiada por visiones, una partida de búsqueda formada por altos lamas lo encontró en 1937. Tras comprobar que el pequeño reconocía como propios algunos objetos del recientemente fallecido decimotercer Dalái Lama, lo señaló como su reencarnación y lo proclamó el decimocuarto, de acuerdo con las ancestrales tradiciones del budismo tibetano.
En aquellos tiempos en Kumbum habitaban 3,600 monjes pero por las políticas del gobierno chino hoy quedan unos 400. El último Arjia Rinpoche (un título que se transmite a través de la reencarnación) que encabezó el templo escapó a Estados Unidos en 1998.
Fuera de eso, no parece haber grandes cambios: en un marco de montañas nevadas, el templo de los mosaicos de oro sigue siendo el centro de la vida monástica de Kumbum. Los tibetanos acuden a él como lo han hecho desde su fundación, en 1583. Ahí un adolescente, que muestra en el rostro manchas del sol debido a que la atmósfera es tan ligera que apenas difumina los rayos ultravioleta, explica en un inglés básico: “Soñamos con el retorno a Tíbet del Dalái Lama.”
El espacio dentro del templo es pequeño y los peregrinos tienen que orar en el exterior, lo que hacen postrándose un centenar de veces de manera total, con las manos extendidas hacia el Buda que está detrás de las paredes, y colocan frente, nariz y todo el cuerpo sobre el piso helado.
Alrededor de ellos pululan los turistas chinos, vestidos con prendas de marcas occidentales de lujo y que llegaron de Beijing, Shanghái y otras ciudades prósperas. Señalan con el dedo a los campesinos que descendieron de las cumbres. “Son unos salvajes”, comenta un hombre con gafas de sol Ray-Ban, que dice estudiar una maestría en negocios internacionales. “Medio siglo no nos ha bastado para sacarlos del oscurantismo.”
LA DIVINIDAD LAICISTA
“Si Dios de verdad tuviera la capacidad de brindarnos un mundo en paz, entonces creo que lo tendríamos desde hace siglos. Siempre le rezamos a Dios, pero eso no ha pasado”, declaró el orador. Minutos después diría que “la religión no educa para traer una convicción plena en la ética moral”.
No se trataba de un líder ateo: quien se dirigía a la multitud era una divinidad reencarnada. La gente estaba congregada en Dharamshala, la capital del gobierno tibetano en el exilio —ubicada en el estado indio de Himachal Pradesh, en el Himalaya— y ahí el jefe de una institución religiosa, el Dalái Lama, se lanzó contra instituciones y líderes religiosos corruptos. Incluso denunció a los lamas —sus propios súbditos— que se aprovechan de la devoción e ignorancia de su gente y pidió no confiar en Dios para transformar el presente, sino en las acciones de todos.
China acusa a los budistas de seguir representando el sistema feudal que destruyó al invadir Tíbet en 1950: tras la victoria de los comunistas en la larga guerra civil contra los nacionalistas, en 1949, Mao Zedong se propuso reconquistar los territorios periféricos sobre los que se había perdido influencia. Su Ejército Rojo avanzó sobre la meseta y derrotó a la resistencia tibetana: la filosofía de igualdad social y ateísmo se impuso sobre una sociedad religiosa en la que miles de personas servían a los monjes y a la aristocracia en condiciones de semiesclavitud. Como fue educado desde los dos años por los privilegiados del régimen que fue aplastado, del Dalái Lama —quien escapó a India a los 24 años, en 1959— se esperaba que luchara por restaurarlo.
China asegura que esa es, todavía, la aspiración oculta del líder tibetano, así como independizar el Tíbet. La propaganda china lo describe como “un lobo en toga de monje”.
Escucharlo hablar en persona, en su templo de Dharamshala, no sólo desmiente esa imagen sino que soprende por el discurso, muy acorde al siglo xxi, y crítico incluso hacia la institución que él mismo encabeza. El motivo de la charla que impartió el 26 de abril eran las elecciones al parlamento de India, que permitían prever el triunfo aplastante del Partido Bharatiya Janata. Ese organismo forma parte de la derecha hinduista, del entonces candidato y ahora primer ministro Narendra Modi, quien es acusado de no impedir una ola de ataques en el estado de Gujarat, cuando él era el gobernador, en 2001.
Hasta ese día, el Dalái Lama jamás había manifestado opiniones sobre la política interior del país que lo ha acogido durante 55 años. La preocupación, sin embargo, no hizo desaparecer el buen humor ni la sonrisa infantil de su rostro.
Cientos de personas respondieron a la convocatoria. El Premio Nobel de la Paz 1989 invirtió más de una hora en saludar antes de que, por fin, tomara el micrófono y hablara. Su discurso, en inglés, parecía muy sencillo al principio, algo así como Budismo 1.1 explicado a los niños. Hizo algunos chistes amigables antes de hablar de Dios. Afirmó que los problemas de la humanidad deben resolverse a través de los valores de la compasión, perdón y tolerancia, que sean promovidos por una educación laica: “Cuando dos naciones van a la guerra, las dos le rezan a Dios. Creo que Dios está confundido”. Por eso, dijo, “la paz no va a venir a través de nuestros rezos, la paz vendrá a través de nuestra acción”.
“Una clara indicación de que la enseñanza religiosa no fortalece la ética —agregó— es que entre los creyentes religiosos hay muchas personas religiosas miserables, gente religiosa corrompida, incluso líderes religiosos muy corrompidos. Si una fe religiosa verdaderamente da fortaleza interior o convicción acerca de la ética moral, entonces todos esos creyentes religiosos deberían ser muy honestos, muy fieles a la verdad, muy compasivos… pero no ocurre así.”
Criticó la intolerancia y destacó la ventaja de que India sea un país laico, lo que lo hace “un ejemplo vivo de armonía religiosa”. Utilizó como referencia al vecino Pakistán, oficialmente islámico y dominado por la rama sunita del Islam. Él cree que la minoría musulmana chiita se sentiría más respetada en India, donde conviven muchas religiones gracias al laicismo porque “de la forma en que lo entienden los indios, significa respeto a todas las religiones, no falta de respeto”.
Algunas personas, mencionó, se incomodan cuando habla a favor del laicismo. Cuando lo hace le recuerdan casos como los de las revoluciones francesa, rusa y china, en las que “laico implicaba algo negativo hacia las religiones… (pero) eso era entendible. Tenemos que hacer una diferencia entre institución religiosa y religión”. Religión, dice, significa la práctica del amor. “¿Y quién puede estar contra el amor? Ningún ser humano puede estar contra el amor, la compasión, el perdón. Esos líderes revolucionarios estaban contra la institución religiosa. Si fuera uno de ellos, me les sumaría porque la institución religiosa es muy corrupta. Algunos marxistas dicen que la institución religiosa es una explotadora de gente. Es muy cierto. Incluso entre los lamas tibetanos, algunas veces, explotan a sus creyentes, a sus seguidores. Entonces es bastante razonable que, en el caso de la revolución francesa, de la rusa, en la que los zares y la institución religiosa se apoyaban mutuamente, fueran en contra de las instituciones religiosas existentes.”
El laicismo indio, siguió el Dalái Lama, respeta a todas las religiones y también al no creyente. Eso le parece muy importante porque de los siete mil millones de habitantes de la Tierra, más de mil millones no son creyentes. “No podemos excluir a esta gente. Aceptar o no la religión es asunto de cada quien.”
Lo que hasta entonces habían sido alusiones difusas a la intolerancia religiosa cobró sentido cuando el Dalái Lama lo ubicó en el contexto: “India está muy metida en el proceso de las elecciones”. Inmediatamente después de decirlo, rió e hizo una pausa, ante la expectativa de que se atreviera a dar una orientación de por quién votar. Prosiguió: “Ahora todo el mundo está esperando a ver qué les voy a decir”. Como huésped del gobierno indio, sabía que no podía hacerlo. Pero sí se extendió sobre líneas generales: “Los políticos, el gobierno, incluso las Naciones Unidas, no pueden hacer mucho. Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad. Tenemos que construir familias compasivas, sociedades compasivas. Esa es la forma de traer cambio al mundo entero. India debe creer en eso”.
Les pidió a sus “amigos indios” que no se enredaran en cuestiones de dinero y corrupción, y puso los ejemplos de un estudiante y un empresario que le dijeron que, sin corrupción, las cosas no pueden funcionar. “Esto es verdaderamente triste. Por eso, ustedes deberían liderar la promoción de una ética laica.”
Cerró con un chiste de sí mismo: “Desde hace 55 años, India es mi hogar. Y de hecho, soy el huésped más antiguo del gobierno indio, así que de alguna forma estoy explotando el dinero del gobierno.”
EL FIN DE LA ORTODOXIA
Un día antes, el 25 de abril, los tibetanos de Dharamshala habían celebrado el cumpleaños de un niño desaparecido que ostenta el título de Panchén Lama, la segunda autoridad más importante del budismo lamaísta. No se sabe si continúa vivo. Y además, hay otro Panchén Lama designado por los chinos.
El asunto es clave en el dilema tibetano: en su religión, todos los grandes lamas, o “budas vivientes”, son reencarnaciones de quienes vivieron antes y son reconocidos en la infancia temprana gracias a profecías y señales. Las dos autoridades principales, el Dalái Lama y el Panchén Lama, se encargan de encontrarse el uno al otro.
El décimo Panchén Lama murió por un ataque cardiaco después de haber criticado la colonización china del Tíbet y, en julio de 1995, el actual Dalái Lama descubrió a su reencarnación en un niño de seis años al que llamaron Gendun Chökyi Nyima. Inmediatamente, el gobierno chino tomó el monasterio en el que residía, detuvo a medio centenar de monjes y el niño desapareció junto con sus padres. Cinco meses más tarde, las autoridades comunistas designaron a su propio Panchén Lama: Gyancain Norbu, actualmente de 24 años.
China afirma que Gendun Chökyi Nyima y sus progenitores continúan vivos, y que están “protegidos” de la influencia del Dalái Lama con identidades falsas. En Dharamshala lo creen y por eso siguen celebrando sus aniversarios. Uno de los dos Panchén Lama deberá hallar, según la tradición, al próximo líder espiritual de los tibetanos.
Aquí es donde el mundo se pone de cabeza: el Dalái Lama, guardián de la tradición, pretende romperla; y los comunistas chinos, enemigos de la tradición, reclaman mantenerla.
A pesar de que el Partido Comunista Chino dice tomarse en serio la máxima de Karl Marx de que “la religión es el opio del pueblo”, en 2009 aprobó una ley dedicada a regular el descubrimiento y manejo de las reencarnaciones de los “budas vivientes”. No hay ironía en el decreto: con toda seriedad, se establece que “la reencarnación de un Buda Viviente sin la aprobación del gobierno es ilegal”.
¿Comunismo esotérico? ¿Materialismo karmático? La designación a conveniencia del Panchén Lama fue el antecedente de esa legislación: un grupo de jerarcas comunistas presidió una ceremonia en el gran templo Jokhang, en Lhasa, en la que los nombres de tres muchachos, grabados en piezas de marfil, fueron introducidos en una urna de oro de la que, entre inciensos y cánticos, fue extraído el que supuestamente correspondía al Panchán Lama reencarnado.
A su casi 80 años, el decimocuarto Dalái Lama está consciente de que, frente a su muerte, su pueblo enfrenta dos malas opciones: perder su sólido y carismático liderazgo, quedar sin cabeza durante algunos años y depositar después su guía en un niño pequeño, o que ese infante sea designado, educado y controlado por las autoridades chinas.
Durante sus años en Dharamshala, el Dalái Lama creó instituciones que progresivamente adquirieron rasgos democráticos, como la Administración Central Tibetana —que funciona como gobierno en el exilio para los 150 mil tibetanos refugiados en India— y un parlamento. En 2011, propuso renunciar a su papel político y cedérselo a un primer ministro, que fue electo el 27 de abril de ese año: el abogado Lobsang Sangay obtuvo 55 por ciento de los votos.
Para quienes viven en el Tíbet, sin embargo, y para los más religiosos, Sangay es una figura desconocida o de legitimidad difusa. La persona que los unifica, y que encarna la resistencia de su pueblo, no ha dejado de ser el Dalái Lama, quien en distintos momentos ha ofrecido varias alternativas para su sucesión:
•Que su reencarnación sea decidida por voto popular;
•Que nazca fuera del Tíbet y lejos del control chino, si el territorio no ha sido liberado;
•Que él mismo, antes de morir, encuentre a su propio yo reencarnado.
¿Teología democrática? ¿Doble vida simultánea?
La lucha por el futuro del Tíbet ha aplastado toda ortodoxia.
UN GANDHI DEL TÍBET
“China tiene procedimientos religiosos establecidos y costumbres históricas”, señaló con indignación Hua Chunying, portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores chino, el 10 de septiembre: “El título de Dalái Lama es conferido por el gobierno central, que tiene cientos de años de historia. El actual Dalái Lama no tiene derecho a cambiar la tradición, sus motivos son inconfesables y trata de distorsionar y negar la historia, dañando el orden normal del budismo tibetano”.
La creciente fuerza económica y diplomática de China está avanzando en su esfuerzo de aislar al Dalái Lama en el plano global. Un diagrama estadístico de la revista Foreign Policy, publicado el 6 de mayo, muestra una clara tendencia a la baja en el número de gobernantes que han aceptado recibir al líder tibetano: en 2001 se reunió con 11, la misma cifra que logró entre 2011 y 2014. La primera ministra noruega, Erna Solberg, cuyo país sufrió represalias comerciales después de entregarle el Premio Nobel de la Paz al disidente chino Liu Xiaobo en 2010, dijo el 7 de mayo de 2014: “No es que China nos haya dicho que no podemos ver al Dalái Lama. Simplemente, es claro que si lo hacemos nos van a mantener en la congeladora más tiempo”. Cada vez es más frecuente que los países que desea visitar le nieguen el visado de entrada.
Por eso desde que el presidente chino Xi Jinping llegó a India el 18 de septiembre y anunció proyectos de inversión por 20 mil millones de dólares, la situación se ha puesto tensa. Las dos principales aspiraciones del primer ministro Modi son el crecimiento económico de su país y la expansión de la influencia de la religión hinduista. Así que el exilio tibetano y su Dalái Lama son para él, cada vez más, un inconveniente y un obstáculo.
Entre los tibetanos el Dalái Lama también enfrenta cuestionamientos, como los de los jóvenes que no han visto que su política conciliadora con China haya producido algún resultado: “Para que eso funcione ambas partes tienen que aproximarse. Los tibetanos nos hemos acercado unos pasos, pero del lado chino nadie da pasos hacia nosotros”, dice Dorjee Tseten. “Seguimos viendo que la gente es arrestada, torturada, asesinada.” Este activista cree que la solución es la caída del gobierno chino, pues, más allá del problema tibetano, la situación dentro de China ya es insostenible: “El comunismo, que debería de trabajar para el bienestar de la gente, en China funciona sólo de nombre, pues en realidad es capitalismo del peor: la economía y el poder están en manos de los familiares de algunos líderes y pensamos que pronto tendrán una revolución, así como en 1989 los estudiantes se manifestaron en Tiananmén”. Un nuevo régimen, asegura, “será manejado por la gente y habrá más libertades, como la de informarse, porque actualmente la gente ni siquiera se entera de lo que pasa en el Tíbet”.
Mientras tanto, Tseten no cree que la muerte del Dalái Lama sea un peligro. Dice que tiene “una gran fe y esperanza en que durante esta vida de su santidad habrá una solución para el Tíbet”.
¿Y si no sucede así? “Tenemos que ir con los tiempos. Si se estudia la independencia de India, no había una reencarnación del Dalái Lama y tuvieron éxito. Gandhi no nació para su posición, trabajó por ella. No creo que sólo el Dalái Lama pueda resolver el problema, podemos esperar un Gandhi del movimiento de liberación del Tíbet”, asegura Tseten.