LA CITA
Sabía que no podía distraerse, a esa hora el MetroBus era un nido de cucarachas rapaces. Ya una vez le habían robado el celular: un teléfono que le costó una quincena. Pero como iba rumbo a los brazos de Marcela, se distraía dejándose llevar por las esperanzas de seducirla, con todo y que estaba regordeta.
Nunca estuvo entre sus piernas. Una noche, cosa de borrachos, se besaron afuera de los baños de una cantina, frente al espejo. Era una reunión de la oficina que terminó en baile. Pagaron una fortuna en un trío descompasado al que le pidieron treinta boleros tropicales. Luego quiso llevarse a Marcela a un hotel, pero ella le recriminó que era casado.
Cuando salió de la estación de MetroBus se encontró un billete de quinientos pesos en el piso. Se apresuró a recogerlo y se lo guardó en la bolsa sin siquiera mirarlo, no fuera a ser que alguien se lo reclamara. Era su día de suerte.
Revisó el reloj y justo como había calculado, llegó temprano a su cita, así que tendría tiempo de escoger mesa y entonarse: nada como un par de whiskies para soltar la lengua. Ahí estaba todo el truco.
Antes de sentarse, fue al baño a lavarse las manos. Con la epidemia de influenza aprendió que era un procedimiento necesario. Y él era de procedimientos, todos los éxitos dependían de estar a las vivas y descubrir a tiempo el ardid de cada empresa. Se miró en el espejo y se acicaló.
De cara a la puerta, en la mesa de la esquina, tomó asiento. No quería que Marcela lo sorprendiera. Ya cómodo y seguro de sí, pidió un whisky en las rocas.
Era mentira que estuviera casado. Su mujer lo echó unos meses atrás, por infiel. Pero lo suyo no fue infidelidad, la secretaria le había manchado la camisa cuando se fueron a un motel, nada más. Infiel es el que pone casa chica, lo demás son escapaditas.
El problema creció porque la secretaria empezó a hablar de más, y el chisme le llegó a su esposa. La cabrona no tuvo compasión:
—Conmigo no juegas.
Él no había jugado con ella, sólo se cogió a la secretaria, pero ¿quién no lo hace? Si es tradición. Pidió otro whisky y sacó el teléfono para ver si no tenía algún mensaje de Marcela. Nada, y ya era la hora marcada. Con todo y los nervios, le resultaba difícil impacientarse con un whisky en la mano. El whisky era justo la bebida que lo sacaba del cansancio y la soledad. Porque lo cierto era que extrañaba a su mujer, pero eso sí, sólo la echaba de menos porque no le gustaba el departamento que alquiló: chico y oscuro, además de vacío.
Cuando su mujer lo echó, la secretaria le dijo que ella lo podía cuidar. Pero ¿cómo se le ocurría tal estupidez, si sólo era la secretaria? Ella le dio una cachetada:
—Conmigo no juegas.
Pero él no jugó con ella, era el procedimiento preciso para deshacerse de ese problema.
El tercer whisky resultó más contundente y lo hizo sentir que le importaba muy poco si Marcela lo dejaba plantado. Era bien capaz, le gustaba hacerse la difícil. Un día le coqueteaba y luego andaba de reticente; no como la secretaria, que siempre estuvo dispuesta a todo.
Se metió la mano a la bolsa y se encontró el billete arrugado. Lo sacó y comenzó a alisarlo sobre la mesa. Quinientos pesos le alcanzaban para cinco whiskies. Qué suertudo. Se había olvidado. Pidió el siguiente, que lo alejaba de toda posibilidad de seducir a Marcela, pero ya nada era importante. Sacó su teléfono y le escribió a la secretaria. Si le pedía perdón seguro se iban a la cama. Sin embargo, casi de inmediato, le contestó indignada que no la buscara más. Carajo.
Fue al baño, necesitaba mojarse la cara y mear. Estaba mareado, quizá por las esperanzas rotas. Vio su imagen en el espejo y trató de sonreír, pero estaba triste, la soledad lo acompañaría una noche más y también otra mañana.
Siguió con la bebida: el quinto, el sexto, el séptimo, y ahora los pedía dobles, para olvidarse de su pecho adolorido. Pero el whisky estaba empecinado en entristecerlo, en sacar a flote sus rencores, como una desazolvadora. Y él era un borracho llorón, así que lloró por su ex mujer y por la secretaria. Hasta que la pócima escocesa obró el milagro: ahí estaba Marcela en la puerta, un poco más delgada. Se levantó tambaleándose a recibirla:
—Ya era hora —le dijo mientras se acercaba a ella.
Entonces sintió que lo jalaban del brazo.
—No te pases de listo —le dijo un hombre.
Volteó para salir de su asombro y vio a un tipo mal encarado que lo miraba con ganas de ablandarlo a golpes, como si fuera pulpo. Era de esos que disfrutan de llevar a sus últimas consecuencias los madrazos, que danzan el ritual a la mínima provocación.
En su intento por soltarse se cayó sobre Marcela, que apenas pudo mantenerse en pie. Él, en cambio, retomó los bríos de seductor y le agarró la cintura, así dicta el procedimiento:
—¡Marcela! —agradeció al cielo.
El matón le dio un golpe en el estómago y luego un buen uppercut. En ese momento la mujer lo detuvo, estaba acostumbrada:
—Qué no ves que anda confundido —dijo—, siempre te aprovechas de los borrachos —y así logró tranquilizarlo antes de que sacara la navaja. ¿Quién sabe cuántas veces lo habría picado?
—Es tu día de suerte —le dijo él mientras se alejaba.
Y eso había que celebrarlo, así que con todo y los dolores del cuerpo y de la memoria, volvió a su mesa y pidió un whisky doble.
Ilustración de Santiago Solís