12:30 pm, HORA DEL CENTRO
El coronel James Swindal, un hombre apuesto de 46 años, hijo de un carpintero, nacido en Alabama y piloto del Air Force One, está sentado en la sala de comunicaciones detrás de su cabina de mando, comiéndose un sándwich de roast-beef. A su alrededor zumban aparatos de tecnología de punta con un valor de dos millones de dólares: un teletipo, radios y tres radio teléfonos distintos. Escucha a medias la radio, en la frecuencia Charlie; se oyen las voces de agentes del Servicio Secreto que narran el avance de la caravana del presidente John F. Kennedy a través de Dallas. El copiloto de Swindal, el teniente coronel Lewis Hanson, ha salido del avión, aprovechando la corta escala en el aeropuerto de Love Field para hacerle una visita breve a su suegra enferma. Mientras Swindal lo espera, se ocupa de que le pongan al avión una carga ligera de combustible para el vuelo programado a Austin en la tarde, que es parte del recorrido que el presidente está haciendo en Texas.
Detrás de Swindal, dos secretarias escriben a máquina comunicados de prensa en la amplia sección de pasajeros. Más atrás, la sala de reuniones -con dos mesas fijas, televisión y seis sillas tapizadas en oro- está en silencio. Sólo hay actividad en el único dormitorio del Air Force One: George Thomas, el valet de Kennedy, prepara un atuendo limpio para que el presidente se cambie cuando regrese. El día empezó lluvioso y nublado, pero ahora ha salido el sol y, para ser finales de noviembre, hace calor. Thomas escoge un traje ligero de color azul para la visita a Austin, una camisa muy bien planchada y un par de zapatos recién lustrados.
En la sala de comunicaciones, Swindal escucha la primera de una serie de confusas transmisiones de radio. Los agentes del Servicio Secreto se dirigen unos a otros con nombres en clave, todos empiezan con la letra D. «Dusty a Daylight», cruje la radio. «Que Dagger cubra a Volunteer.» Swindal sabe que Dagger es un agente lacónico llamado Rufus Youngblood, de 39 años y nacido en Georgia. Volunteer es el nombre en clave del vicepresidente Lyndon B. Johnson.
La radio cesa de repente. A Swindal le preocupa que la delicada espalda del presidente Kennedy lo haya traicionado -traía puesto su engorroso corsé ortopédico cuando salió del avión- y que la caravana, que iba camino al Dallas Trade Mart para el almuerzo, haya tenido que detenerse.
Afuera, en la pista, el operador de radio John Trimble está estirando las piernas; entonces, un miembro de la Oficina de Comunicaciones de la Casa Blanca que está escuchando la misma transmisión del Servicio Secreto en su radio portátil lo llama con un gesto. Le dice a Trimble que alguien de la caravana presidencial está herido. El avión tiene que estar listo para despegar de inmediato. «Lo primero que pensé fue que uno de los agentes del Servicio Secreto se había caído de un automóvil», dijo Trimble después.
Corre por la rampa hasta el avión. Tras él, las tripulaciones de dos jets de pasajeros cercanos (Air Force Two, el avión del vicepresidente, y el charter de Pan American para la prensa acompañante) pasan junto a los neumáticos del Air Force One, bajo su brillante panza plateada. Habían estado almorzando dentro de la terminal cuando los interrumpió un anuncio público: hora de moverse.
Swindal le pide a Trimble que sintonice por radio el conmutador de la Casa Blanca para averiguar qué ha pasado o sigue pasando. Necesita saber cuál será su destino. Mientras tanto va a la sala de reuniones del avión y prende la televisión.
Un avance noticioso ambiguo aparece en la pantalla y queda suspendido en el aire: le han disparado al presidente Kennedy. Pronto lo acompañan en la sala Thomas, el valet; el sargento Joseph Ayres, sobrecargo del avión, y las dos secretarias, que se cubren la boca con las manos. Thomas se retira al dormitorio y se pone a guardar la ropa que acababa de sacar. Las mujeres empiezan a llorar.
La Casa Blanca le confirma a Trimble la terrible noticia. A través de sus audífonos escucha incrédulo el reporte.
12:50 pm
El general Godfrey McHugh, el asistente militar más importante del presidente Kennedy, llama al Air Force One desde el Hospital Parkland. Van a volar a la base Andrews de la Fuerza Aérea, y pronto.
Trimble llama por radio a la base Andrews y pide que una frecuencia de voz se mantenga libre de tráfico. No quiere decir por qué; no sabe qué tan lejos ha llegado la noticia y no desea ser el mensajero. Pero la base cumple de inmediato la inusual petición -«Sí, señor. La frecuencia ha sido despejada»- porque es probable que el operador también lo sepa.
Swindal ordena que se llenen los tanques de combustible. También desconecta la unidad móvil de aire acondicionado del avión. La temperatura dentro del Air Force One comienza a subir. Swindal desactiva un motor para ahorrar combustible, conserva la energía necesaria para mantener prendidas algunas luces y la televisión. Paralizado, Hanson, el copiloto, entra de prisa a la cabina de mando. Su suegra, que estaba viendo la televisión, le había gritado la noticia en el instante en que cruzó la puerta. «Mi mente rechazó la idea», aseguró después, «como si fuera una pesadilla.» Prende los otros motores al menos dos veces, como si quisiera comprobar que siguen funcionando.
Swindal traza un plan de vuelo del este hacia Andrews, sobre Texarkana, Texas, Memphis y Nashville. Después los dos hombres esperan y se preparan, sin saber exactamente lo que está sucediendo en el hospital a unos cuantos kilómetros de distancia. Ahora Swindal observa un par de vehículos policiales sin distintivos correr hacia la pista sobre los charcos de agua de la mañana y los letreros de bienvenida desechados.
Y lo sabe.
EL INTERIOR DEL AIR FORCE ONE
Cuando aterrizó en Dallas esa mañana, el Boeing 707 Stratoliner personalizado (que lleva la denominación de la Fuerza Aérea Special Air Mission 26000, cuando el presidente no está a bordo) había estado en servicio por poco más de un año. Fue el primer jet en emplearse regularmente para el servicio presidencial. Hubo que quitar cuatro asientos y una pared, ubicados a la izquierda de la puerta de la cabina trasera, para acomodar el ataúd del presidente Kennedy.
1.30 pm
Lyndon Johnson, atrapado entre la vicepresidencia y la presidencia, va encorvado en el asiento trasero del primer automóvil. El conductor es Jesse Curry, jefe de la policía de Dallas. Rufus Youngblood y el congresista Homer Thornberry van atrás con Johnson. El congresista Albert Thomas, quien le había hecho señas al auto para que se detuviera cuando iba saliendo del Hospital Parkland, está en el asiento delantero. Sale del auto con Curry.
Lady Bird Johnson va en el segundo coche con el congresista Jack Brooks y otros tres miembros del Servicio Secreto. Juntos suben por la rampa de Eastern Airlines en la parte posterior del reluciente Boeing 707.
Youngblood y los otros agentes empiezan a correr por la cabina, cerrando con rapidez las persianas y cortinas del avión. Hay un sentimiento incómodo y tácito de que el Air Force One podría ser atacado en cualquier momento, embestido por un camión de combustible, ametrallado desde una azotea. Allá afuera hay enemigos. Con las persianas cerradas y casi sin electricidad, el avión oscurece.
«Estaré pegado a usted como pegamento», le dice Youngblood a Johnson.
A través de una de las últimas ventanas descubiertas, el sargento Ayers, el sobrecargo, ve una patrulla que vira por la pista rechinando los neumáticos y con las sirenas sonando. Si hay una conspiración, aquí está lo que faltaba, piensa Ayers. El Servicio Secreto por poco abre fuego y llena la patrulla de balas. Hubieran matado a Jack Valenti, asistente no oficial de Lyndon Johnson, a Lem Johns, otro agente del Servicio Secreto, a Cliff Carter, uno de los asesores más cercanos del vicepresidente y a Cecil Stoughton, el fotógrafo de la Casa Blanca.
Otros automóviles, que llevan todavía más pasajeros, se estacionan al pie de las escaleras de la entrada trasera del avión. Hay más gente de Johnson (Marie Fehmer, su secretaria, y Liz Carpenter, una ex reportera que se volvió su confidente), y también llega la primera ola de fieles de Kennedy: Evelyn Lincoln, secretaria del presidente, Pam Turnure y Mary Gallagher, las damas de compañía de Jackie Kennedy. Los dos bandos han llegado al Air Force One como por instinto, impulsados por diferentes versiones de la misma idea: este avión es para el presidente.
1:36 pm
Johnson y Lady Bird pasan sus primeros minutos a bordo en el dormitorio: dos camas individuales, una mesa de noche, un cuadro de una granja francesa en la pared. Los fantasmas del cuarto son demasiado recientes y a los Johnson les incomoda su compañía. En el apresurado trayecto hacia Love Field, Lady Bird vio por la ventana una bandera que ya se había izado a media asta. «Creo que en ese momento comprendí la enormidad de lo que había pasado», declaró después. Los Johnson piden ir a la sala de reuniones adyacente.
Lyndon Johnson aparece en el pasillo. Mide un metro noventa, y llena el espacio. Todas las personas de la sala se ponen de pie al instante, incluyendo a tres congresistas, todos de Texas. El congresista Thomas es el primero en hablar: «Estamos listos para ejecutar cualquier orden, señor presidente.»
Cliff Carter contesta un teléfono blanco en la parte trasera del avión. Trimble lo transfiere con su esposa en Austin. Le pide que llame a la esposa de Rufus Youngblood. Camino a Love Field, Carter había escuchado reportes de radio sobre agentes muertos y sabe que no son ciertos. Todos los agentes están vivos. Sólo el ahora ex presidente no lo está.
El sonido de un martilleo interrumpe su conversación. En la pequeña cabina de la popa, detrás del dormitorio, el sargento Ayres está quitando dos filas de asientos para hacer espacio para un ataúd.
1:38 pm
En la televisión de la sala de reuniones, Walter Cronkite se pone sus lentes de armazón oscuro para leer. Un silencio absoluto se apodera del avión. «Desde Dallas, Texas, la noticia de última hora al parecer es oficial. El presidente Kennedy murió a la 1:00 pm hora del centro. Dos de la tarde hora del este, hace 38 minutos.» La voz de Cronkite se quiebra cuando continúa: «El vicepresidente Lyndon Johnson ha salido del hospital en Dallas, pero no sabemos hacia dónde se dirige. Probablemente prestará el juramento al cargo en breve y se convertirá en el trigésimo sexto presidente de Estados Unidos.»
El presidente Johnson voltea hacia Jackie Kennedy momentos después de prestar juramento. Lady Bird (esposa de Johnson) le dice: «Todo el país está de luto por su esposo.»
1:40 pm
Johnson va al dormitorio, donde tiene cierta privacidad. Lo siguen Marie Fehmer y Youngblood. El juramento al cargo. En medio del creciente calor, Johnson se quita el saco y se acuesta en una de las camas. Toma el teléfono y le pide a Trimble que lo comunique con Robert Kennedy, el procurador general. No hay cercanía entre los dos hombres; las cicatrices y los resentimientos que dejó en 1960 la sucia carrera por la nominación presidencial demócrata nunca se disiparon.
«Sabía lo apesadumbrado que estaba», Lyndon Johnson le dijo después a la Comisión Warren [encargada de investigar el asesinato del presidente Kennedy], «y quería consolarlo. A pesar de estar conmocionado, discutió los problemas prácticos del momento.»
Johnson le pregunta a Kennedy si tiene conocimiento de alguna conspiración, de quién podría ser el responsable de lo ocurrido. La mente del nuevo presidente trabaja a toda velocidad. ¿Fueron los comunistas? ¿Los vietnamitas? En su fuero interno, está seguro de que hay algo más grande en marcha. Pero Robert Kennedy tiene menos respuestas que cualquier otro hombre en el mundo.
Entonces Johnson le pregunta a Kennedy dónde debería prestar juramento y cuáles son las palabras exactas de éste. Kennedy primero se queda en silencio y después contesta que lo va a averiguar y volverá a llamar. Cuelga.
El nuevo presidente recibe dos llamadas seguidas de Washington: la primera es de McGeorge Bundy, el asesor de seguridad nacional del presidente Kennedy; la segunda es de Walter Jenkins, uno de los asistentes más confiables de Johnson. Ambos le dicen que debe regresar a la capital de inmediato. Johnson dice que no se irá sin Jackie Kennedy, y que ella ha asegurado que no se irá sin el cuerpo de su esposo. Estas fichas de dominó deben caer en orden. Johnson no quiere que lo recuerden como alguien que abandona a viudas hermosas.
Robert Kennedy regresa la llamada. Los detalles de la conversación se debatirán por siempre; muchas de las llamadas de ese día están grabadas, pero nunca ha aparecido una grabación de ésta. Según la versión de Johnson, Kennedy le dice que debe prestar juramento en Dallas, y que es imperativo que lo haga. Kennedy después niega haber dicho tal cosa.
Después de esos minutos de discusión, el procurador general suplente, Nicholas Kaztenbach, se incorpora a la llamada. Él tiene las palabras del juramento. Están en la Constitución y probablemente en la oficina de todos los abogados del país. Fehmer sale del dormitorio y se dirige al compartimiento de pasajeros, localizado al frente, para tomar otro teléfono. Katzenbach dicta el juramento y Fehmer lo escribe a máquina. Le pide a Katzenbach que lo lea, y lo hace, mientras Johnson y Kennedy todavía escuchan en silencio: «Juro (o afirmo) solemnemente que desempeñaré con lealtad el cargo de presidente de Estados Unidos con pleno uso de mis capacidades para preservar, proteger y defender la Constitución de Estados Unidos».
1:43 pm
El Air Force One llama por radio a la Base Andrews de la Fuerza Aérea: «Estén preparados para el despegue.» No despega.
1:50 pm
Johnson llama a su amigo, el abogado Irving Goldberg. Deciden pedirle a la jueza de distrito, Sarah T. Hughes, (antigua amiga de Johnson) que tome el juramento. Fehmer llama a la oficina de Hughes. Un empleado le dice que la jueza no está en ese momento, cree que se encuentra en el Trade Mart, adonde fue para presenciar el discurso del presidente Kennedy. Fehmer cuelga y le informa a Johnson que no pueden encontrar a Hughes. Éste le pide que llame de nuevo. Esta vez, toma el teléfono. «Soy Lyndon Johnson», dice. «Encuéntrela.»
1:55 pm
El Air Force One se sigue llenando. Aunque suele transportar a unos 25 pasajeros cómodamente, ahora lleva también a la mayoría de los pasajeros del Air Force Two, y va casi al doble de su carga. A las secretarias que lloraron ante la televisión se les dijo que salieran y abordaran el segundo avión. En su lugar, una pila de maletas, incluyendo las de Johnson, es llevada desde el Air Force Two a través de la pista. Bill Moyers, un hombre de 29 años al que mandaron de avanzada, tomó un avión pequeño de Austin a Love Field. Ahora Swindal le ha dado permiso para aterrizar y subir a bordo. Mac Kilduff, secretario de prensa del presidente Kennedy, también está en camino. Hace apenas poco más de 20 minutos, a la 1:33 pm, había anunciado al mundo la muerte del presidente, frente a un pizarrón en un aula de enfermeras. En el pizarrón había una sola palabra garabateada: PARKLAND.
Cuando Kilduff abrió la boca por primera vez, no emitió ningún sonido; los periodistas presentes pidieron a gritos que volviera a empezar. «John F. Kennedy murió aproximadamente a la una de la tarde, hora del centro, el día de hoy aquí en Dallas», dijo Kilduff. «Murió de una herida de bala en el cerebro.»
2:02 pm
Encontraron a la jueza de distrito Hughes. Está en camino.
En la cabina de pasajeros, Stoughton, el fotógrafo de la Casa Blanca, se acerca a Liz Carpenter y a Marie Fehmer. Suda y tiene el rostro pálido. «Deben ir y decirle al presidente», dice, tratando de recobrar el aliento, «que éste es un momento histórico y aunque parezca de mal gusto, estoy aquí para tomar una foto si él así lo quiere. Y yo creo que debería quererlo.»
2:14 pm
Una carroza fúnebre blanca se acerca a la rampa por la parte trasera del avión, seguida de otro automóvil, y luego de otro. Ambos están llenos de agentes del Servicio Secreto. Entre ellos se encuentra Bill Greer, el conductor de la limosina descapotada del presidente Kennedy; Roy Kellerman, que se encontraba en el asiento de adelante; y Clint Hill, que había corrido para subirse a la parte trasera de la limosina y llegó tan sólo unos segundos tarde.
Detrás de la carroza, se une a la multitud la llamada Mafia Irlandesa del presidente Kennedy, su red cercana de asesores bostonianos: Ken O`Donnell, Larry O`Brien y Dave Powers, que tenía una mancha de sangre visible en su traje café. El doctor George Burkley, médico personal de Kennedy, y el general McHugh también se colocan detrás de la carroza. Y lo mismo hace otro de los asistentes militares de Kennedy, el general Ted Clifton, un miembro más de su ejército móvil. Juntos sacan el ataúd de bronce del presidente muerto, que brilla bajo el sol. Minutos antes, fue el motivo de una pelea en Parkland, jaloneado y empujado entre los hombres de Kennedy y los policías del condado que citaban las leyes inquebrantables de Texas sobre las autopsias a víctimas de asesinato. La súbita presencia del ataúd en la rampa es prueba de la victoria sin sentido de los del norte.
Los hombres rompen las asas largas del ataúd para que quepa por la puerta del avión y lo colocan en el espacio vacío de la cabina de popa, donde habían estado las dos filas de asientos.
Jackie Kennedy, que había hecho el trayecto en la parte trasera de la carroza con el cuerpo de su esposo, sigue al ataúd por las escaleras y luego se dirige al dormitorio. Se sorprende al encontrar ahí a Johnson, a Fehmer y a Youngblood. Dependiendo de la versión, Johnson seguía en la cama o se acababa de levantar.
En una entrevista de 1969 con Bob Hardesty, Johnson parece confesar haber hecho lo menos apropiado: «Él no iba a dormir en la cama, y yo estaba tratando de hablar con [Robert] Kennedy, tomar pastillas, localizar a la jueza y hacer todo eso que tenía que hacer.»
En menos de un minuto, las cuatro personas salen del dormitorio avergonzadas: Jackie se retira a la cabina trasera, junto al ataúd, mientras Johnson y sus acompañantes se apresuran hacia la parte delantera, a la sala de reuniones. Johnson encuentra a Lady Bird y juntos regresan con Jackie, convenciéndola de volver al dormitorio. Los Johnson se sientan con ella en una de las camas. El sargento Ayres ha puesto sobre ésta unas toallas azules del Air Force One.
«Ah, señora Kennedy», dice Lady Bird, como después recordará en su diario, «sabe que nunca quisimos la vicepresidencia y ahora, Dios mío, hemos llegado a esto».
Jackie parece estar conmocionada. «¿Y si yo no hubiera estado ahí? Qué bueno que estuve», dice.
«No sé qué decir», dice Lady Bird. «Lo que más me duele de todo esto es que pasara en mi querido estado de Texas.»
Jackie no responde nada. Está en ese silencio suyo tan peculiar, con su atuendo rosa manchado de sangre, salpicado con fragmentos del cráneo y del cerebro de su esposo. Una de sus medias está casi totalmente laqueada de sangre. Su guante derecho, que era blanco en la mañana, está rígido, cubierto de sangre. Su guante izquierdo ha desaparecido. Lady Bird le pregunta si quiere que consiga a alguien que le ayude a cambiarse.
«No», dice Jackie. «Quizá después se lo pida a Mary Gallagher pero ahora no. Quiero que vean lo que le hicieron a Jack.»
Los Johnson le cuentan a Jackie sus planes para el juramento. Luego se van. Jackie se queda en el mismo lugar sobre la cama. Echa un vistazo al cuarto vacío, empieza a desabotonarse su único guante y prende un cigarro, añadiendo humo al aire trémulo.
2:20 pm
Ken O`Donnell, desesperado por despegar, se dirige a la cabina de mando. Puede ser muy directo. O`Donnell no era el portero de Kennedy; era la puerta. Ahora se topa con McHugh y le ordena al general poner el avión en el aire. Después de la pelea por el ataúd en Parkland, O`Donnell teme que le nieguen la autorización para volar al Air Force One e incluso que sea interceptado por enjambres de policías locales. (En la confusión, no es consciente de que el jefe de la policía está en el avión.) «Me preocupaba que la policía de Dallas llegara y sacara el cuerpo del avión y a Jackie Kennedy le diera un infarto ahí frente a nosotros», recuerda después. «Estaba petrificado.»
McHugh ya ha hablado con el coronel Swindal, que le transmite el mensaje que ahora McHugh comparte: el presidente Johnson quiere que el avión se quede en tierra hasta que haga el juramento.
O`Donnell va con el propio Johnson para decirle que deberían salir de inmediato. Johnson sigue deliberando con su grupo texano en la sala de reuniones. «No estábamos de acuerdo», le dijo O`Donnell después a la Comisión Warren. Johnson, citando el supuesto consejo de Robert Kennedy, no va a cambiar de opinión.
«Yo no tengo ninguna duda», dice O`Donnell después, «de que Lyndon Johnson quería que la jueza Sarah T. Hughes, antigua amiga de la familia, le tomara el juramento, y tenía miedo de perder la oportunidad si no lo hacía rápido.»
2:28 pm
Llega la jueza Hughes, con un vestido café con lunares blancos. Es una mujer pequeña. En las fotografías apenas se le ve.
Kilduff escolta a tres periodistas del grupo hacia el avión, detrás de ella: Sid Davis de Westinghouse Broadcasting, Merriman Smith de United Press International y Charles Roberts de Newsweek. Se encuentran con Johnson en la sala de reuniones. El presidente se ha levantado de su silla tapizada en oro, listo para el juramento. «Si hay alguien más a bordo que quiera estar presente, díganle que venga», dice. El cuarto se empieza a llenar. La temperatura sigue subiendo. «Era casi sofocante», son las palabras que Roberts usa después para describir la escena.
2:34 pm
Marie Fehmer le da el juramento escrito a la jueza Hughes. Pero necesitan además una Biblia. Larry O`Brien se disculpa con Jackie y encuentra un misal católico en un cajón de la mesa de noche del dormitorio. Está en una caja pequeña, todavía envuelto en celofán. Posiblemente sea un regalo que alguien, en algún lugar, le haya dado a Kennedy, quizá incluso en su último viaje a Texas. Ahora O?Brien rompe la caja y le da el libro a la jueza Hughes.
Ken O`Donnell sigue a O`Brian hasta la sala de reuniones. Johnson lo ve: «¿Le pediría a la señora Kennedy que venga?» Quiere que se ponga de pie a su lado.
-¡Usted no puede hacer eso!»- grita O`Donnell. ¡La pobre niña ha tenido suficiente por un día como para pararse aquí y escuchar ese juramento que escuchó hace apenas unos años! ¡No puede hacer eso, señor Presidente!
-Bueno- dice Johnson – ella dijo que quería hacerlo.
-No lo puedo creer-, dice O?Donnell, mientras se dirige al dormitorio. Camina de un lado a otro en el pasillo con las manos en la cabeza. «Histérico» es la palabra que usa más tarde para describirse a sí mismo. Por fin entra al cuarto. Jackie se está peinando.
-¿Quiere salir? – pregunta O?Donnell.
-Sí – dice Jackie -Creo que debería. Le debo al menos eso al país.
2:37pm
Jackie Kennedy sale de la habitación. El silencio se apodera del cuarto. Se ha quitado el guante sangriento que le quedaba, pero no se ha cambiado de ropa ni ha usado las toallas azules.
2:38 pm
Veintisiete observadores se amontonan sobre la alfombra, adornada con un águila, de la sala de reuniones del Air Force One. Han pasado 98 minutos desde que el presidente Kennedy murió. Cecil Stoughton se sube a un sillón, pegándose contra la pared. Tiene una lente semiamplia, una Hasselblad de 50 mm nueva, pero aun así le cuesta trabajo lograr la toma. «Van a tener que alejarse un poco para que pueda incluirlos a todos», le dice a Johnson. Las cuatro personas al centro de la toma retroceden contra la multitud que observa. La mayoría no pueden escuchar a la jueza Hughes por encima del ruido de los motores que vuelven a la vida.
Johnson elige jurar en vez de afirmar, añadiendo por si acaso cuatro palabras que no están en el juramento: «Y que Dios me ayude.» Se voltea para besar en la frente a Lady Bird, que está al borde del llanto. Ella toma las manos de Jackie Kennedy. «Todo el país está de luto por su esposo», le dice.
El jefe Curry se inclina hacia Jackie. «Dios la bendiga», le dice, «pero debería ir a acostarse.»
«No, gracias. Estoy bien», responde ella antes de ir despacio hacia la cabina de popa. Se deja caer en un asiento junto al ataúd de su esposo. No se moverá más de ese lugar.
Johnson les da la mano a los congresistas, al grupo de reporteros y a su personal. En las fotos de Stoughton -en las menos vistas, tomadas antes y después de la fotografía que llegará a definir el momento-, algunas caras están sonriendo. Lyndon Johnson es el primer presidente sureño desde que Andrew Johnson de Tennessee sucediera a Abraham Lincoln.
En ese momento tan impactante, pocos notan al hombre parado en la parte de atrás, con sus lentes iluminados por el flash de Stoughton y un maletín de acero en la mano.
2:41 pm
Johnson da su primera orden oficial como presidente: «Ahora, volemos.»
El jefe Curry, la jueza Hughes, Sid Davis y Stoughton, con su valioso rollo fotográfico aún en la cámara que cuelga de su cuello, se apresuran a salir del avión y bajan por la rampa. Las puertas del Air Force One se cierran detrás de ellos.
Pronto se contarán historias que dicen que la jueza Hughes se llevó con ella el misal católico y en su estado de conmoción se lo entregó a un hombre misterioso, y nunca volvió a ser visto. De hecho, el misal va a dar a la bolsa de Lady Bird. Ella se lo enseñará en secreto a Liz Carpenter, y por un momento se preocupan de que sea un libro católico, uno más de los accidentados sucesos del día. Hoy el misal está en la biblioteca Lyndon Baines Johnson en Austin. Luce tan nuevo como el día en que lo hicieron, con su cubierta de suave cuero negro repujada con una cruz.
«Cuando bajé por las escaleras», recuerda después Stoughton, «era la única persona viva y respirando que sabía lo que había pasado.» Existían el mundo dentro del avión y el mundo de afuera, y cada uno sabía poco de lo que estaba ocurriendo en el otro. Stoughton era uno de los pocos que habían pasado de un mundo al otro. «Y no sólo eso, también tenía en mis manos el registro de todo.»
El ataúd de bronce del presidente Kennedy es levantado por la rampa hasta el Air Force One. Tendrán que quitar sus largas asas para que quepa por la puerta trasera. En el extremo derecho de la foto, un oficial de policía sostiene su gorra sobre su corazón.
2:47 pm
El coronel Swindal eleva el Air Force One al cielo. Davis, que observa desde la pista, se sorprende de lo empinado que es el ascenso. «Casi vertical», dice. Es como si Swindal quisiera abandonar no sólo Dallas sino también la Tierra.
El presidente Johnson nunca ha estado en el Air Force One (cuyo nombre clave en el Servicio Secreto es Ángel), al menos no en vuelo. Cada vez que él y Kennedy volaban a la misma ciudad, él pedía autorización para subir a bordo, que se le permitiera compartir los reflectores con Kennedy, saludar desde la misma rampa. Estas peticiones siempre fueron rechazadas. Kennedy decía que era por razones de seguridad, pero Johnson siempre creyó que su exilio se debía a motivos más personales. La gente de Kennedy lo llamaba despectivamente Rufus Cornpone, la clase de hombre capaz de arruinar un buen traje tan sólo por usarlo. Evelyn Lincoln dice después que esa forma repetida de degradar a Johnson, limitándolo al Air Force Two, «molestaba al vicepresidente más que nada.» Y ahora aquí está, volando en el primer avión, dejando al segundo detrás, y no gracias al favor de un hombre más poderoso, sino porque él es el hombre más poderoso. Recorre con la mirada la sala de reuniones. Jackie Kennedy ayudó a decorarla. Pronto mandará a cambiar gran parte de esa decoración.
2:49 pm
En el avión atestado hay un silencio casi total, la conmoción de sus ocupantes es como un espeso cobertor que amortigua el sonido. El aire lleno de humo empieza a enfriarse poco a poco.
Sólo Johnson está activo. En la sala de reuniones, engulle un plato de caldo y comienza a trazar una ruta, cual piloto, para las próximas horas y días. Llama a Walter Jenkins y le pide que empiece a agendar reuniones: con miembros del gabinete, con personal de la Casa Blanca, con líderes legislativos, con sus viejos amigos y enemigos del senado. «Bipartita», le dice Johnson a Jenkins.
Es imposible saber en qué momento Johnson empezó a vislumbrar las cosas que llevará a cabo, pero de inmediato ve la oportunidad de empezar.
En la parte trasera de la sala de reuniones, Jackie Kennedy está sentada junto al ataúd que yace a lo largo de la pared izquierda de la cabina; unas correas lo m