La primera vez que me topé con una mujer armada en Siria fue en el camino desde Tel Abyad —el paso fronterizo con Turquía— hacia Raqqa, la primera (y entonces única) capital de una provincia “liberada” por los rebeldes alzados en armas contra el mandatario Bashar el Asad. Nos adentrábamos en una zona donde células de islamistas radicales habían comenzado a imponerse, lo que sería el inicio del caos del conflicto sirio que ya lleva tres años. Hasta hace poco, antes de que el presidente estadounidense Barack Obama anunciara sus intenciones de intervenir en ese país, Siria ya había dejado de ser noticia. Lo que sucedía en ese entonces, a mediados de 2013, era apenas el albor de la locura, los pasos fundacionales del califato mundial que anunciaron a finales de junio los yihadistas del autoproclamado Estado Islámico, que ahora ha sobrepasado las fronteras de Siria y ya está en Irak. Esos mismos milicianos radicales acabarían desplazando a la oposición armada laica que comenzó la revolución en este país.
A mitad de aquel camino, a casi 40 grados de temperatura, estaba bañada en sudor por debajo del hiyab, el pañuelo islámico con el que pretendía pasar desapercibida para los mismos guerrilleros que imponían desde Raqqa hasta Alepo las normas de recato más extremas en el vestir femenino. Un par de milicianas embutidas en jeans y con camisas de cuadros remangadas nos marcaron el alto. Sentí añoranza de poder mostrar mi piel, ante la imagen de aquellas mujeres que empuñaban los rifles con los brazos al descubierto, sin necesidad de ocultarse tras el velo negro de un niqab, la vestimenta diseñada para que una mujer sólo muestre los ojos.
Estas mujeres decidieron tomar las armas entre toda la testosterona de un conflicto que ha pasado de un levantamiento contra el régimen de Damasco, al estilo de las primaveras árabes en Túnez, Libia o Egipto, a una guerra cada vez más sectaria y compleja, con más de nueve millones de personas desplazadas, casi tres millones de refugiados fuera del país y más de 170 mil muertos según la cuenta oficial.
Los islamistas han aplastado al ahora casi inexistente Ejército Libre Sirio al que la comunidad internacional, después de apoyarlo, le dio la espalda. Ahora, tres años y medio después, esto es una sangría en la que dos bandos enfrentados han acabado pariendo cuatro posturas irreconciliables: la de los olvidados combatientes moderados, supuestos aliados de Occidente; la de un Bashar el Asad crecido tras la farsa de las elecciones que le han vuelto a colgar el título de presidente; la de los radicales que han estremecido al mundo con la propaganda de sus crucifixiones; y la “tercera vía”, la de la lucha para sí mismos, de la minoría kurda siria, que ha sido aplastada sistemáticamente.
El orgullo está en un fusil
Las milicianas de las YPJ(Brigadas de Protección de la Mujer, por sus siglas en kurdo), una suerte de ejército formado sólo por mujeres, son las únicas combatientes organizadas en la guerra siria. Unas 10 mil 500 mujeres forman parte de la guerrilla kurda, lo que supone aproximadamente 30 por ciento de sus 35 mil soldados. El número ha ido creciendo desde que en marzo de 2013 se agruparon como la facción femenina de las YPG (Brigadas de Protección Popular), sólo masculinas. A la mayoría las reclutan en las zonas conurbadas de las principales ciudades o en los núcleos rurales de Rojava (el nombre en kurdo del Kurdistán sirio), entre la península de Yazira —en la frontera con Irak— hasta Efrin, en los alrededores de la capital Alepo, bordeando el perímetro con Turquía. Otras se unen por iniciativa propia o familiar, pero todas voluntariamente.
Hoy estoy con Serheldan, varios meses después de mi primera incursión en Siria, en un puesto de control en la villa kurda de Yabaa. Mientras atardece, ella dice que combatir es una cuestión de orgullo: a sus 19 años, es un fantasma. Es invisible por ser mujer y pertenecer a la minoría kurda, por eso decidió hacer ruido y anunciar al mundo que existe mediante tiros de su AK-47. Dice que su fusil es su alma y que, desde que lo empuñó, siente que tiene algo: una tierra, un objetivo y derechos: “Lucho para proteger mi hogar, mi tierra. No puedo ser una espectadora y dejar que alguien más defienda mi casa por mí, por eso me enrolé”. Su identidad se la ha dado la guerra. A los 17 años dejó el hogar familiar para irse a un campo de entrenamiento y prepararse hasta machacarse, en mitad de la nada, para conseguir disparar el fusil con firmeza.
La comandante Rojda es la líder del destacamento en Ras al Ain, donde más de un centenar de mujeres se dividen en varias guarniciones de entre seis y 20 combatientes. “Antes que nada, las educamos”, dice, “después, les enseñamos a coger un arma y luchar”. El entrenamiento dura dos semanas.
“Durante esos 15 días hacemos mucho ejercicio y las instruimos en el manejo de todo tipo de armas: desde fusiles de asalto y ametralladoras, hasta lanzagranadas. Les enseñamos que hay una moral en la guerra, unas reglas que no se pueden violar. Hay cosas que puedes hacer y cosas que no: no se puede jugar con los cadáveres de los enemigos, no se puede golpear a los prisioneros.”
Sus comentarios, lo más parecido a los Convenios de Ginebra aplicados a un hipotético manual del buen miliciano que he escuchado aquí, contrastan en un conflicto que ha dado espeluznantes titulares sobre hombres come-corazones y yihadistas que gustan de jugar futbol, literalmente, con las cabezas de los “infieles” ejecutados.
A sus 40 años Rojda rechaza cualquier cosa parecida al instinto maternal. En un país donde las aspiraciones de una mujer se limitan a casarse, tener hijos y ocuparse de la casa, decidirse a criar un ejército de mujeres no está bien visto: “Cuando era joven siempre pensé que tener hijos es lo que una mujer debía hacer. Antes de unirme al YPJ, siempre había pensado que la mujer debía estar en casa haciendo trabajo doméstico. Pero no quería hacer algo así, quería construir algo nuevo, descubrir algo más, así que cuando aparecieron las brigadas femeninas supe que tenía que participar”.
Escuchar, liderar, disparar
Rojda, antigua ama de casa (por decir algo) que no estudió ni la secundaria, se unió a los rebeldes kurdos en los inicios del levantamiento contra Bashar el Asad a finales de 2011. La comandante combatió junto con hombres durante más de un año, hasta que dos años después la milicia femenina comenzó a funcionar como facción independiente, con batallones desplegados en todos y cada uno de los puntos calientes del Kurdistán sirio. Operan desde Efrin y Alepo, a Qamishli o Al Malikiyah, uno de los centros de producción y distribución de petróleo en Siria.
Los kurdos (y las kurdas) han emprendido una batalla a muerte contra los radicales islamistas en Siria y ahora, también, en Irak. Rojda lidera su propio grupo desde el mismo cuartel donde los oficiales varones definen la estrategia en Ras al Ain, uno de los sitios clave en la ofensiva contra Estado Islámico —la escisión de Al Qaeda antes conocida como EIIS— y el Frente Al Nusra, el brazo de Al Qaeda en Siria. Sus muyahidin permanecen apostados a sólo unos kilómetros.
Hace unas horas, tras una revuelta que incluyó disparos de mortero que nos hizo dar media vuelta mientras íbamos en el coche, dos combatientes kurdos murieron a unos pasos del puesto fronterizo que Turquía mantiene cerrado a cal y canto. Decenas de personas de ese país se apretujaban contra la alambrada que separa ambos países para presenciar el espectáculo, como si fuera un partido de futbol.
La comandante tiene una sonrisa fácil que no intenta ocultar y un cuerpo de espiga enfundado en un uniforme verde militar que le va grande. No es la imagen que uno esperaría de un militar que dirige acciones guerrilleras. “Bueno, tengo mi experiencia…”, dice entre risas. “Convertirte en comandante aquí depende de tus conocimientos, de tu experiencia [en combate] y de cómo te relaciones con tu comunidad. ¿Qué ocurre si conoces bien el terreno o te desenvuelves perfectamente, pero no puedes tomar decisiones, no puedes dirigir la lucha, no eres capaz de dar órdenes? Para nosotros importa lo bueno que seas en la guerra. Mi trabajo consiste en participar en las batallas y enseñarles a las chicas. Hago cualquier cosa por ellas: las instruyo, me comunico con ellas, las escucho, soluciono sus problemas. Tienes que liderarlas.”
Mujeres y soldados
Farashii inicia así la entrevista: “Desde el inicio de los tiempos los hombres han dicho a las mujeres, ‘tú no eres capaz de luchar’. Cuando te unes a un grupo como YPJ tu confianza se multiplica por diez: crees en ti misma, que puedes hacer cosas. Y las haces”. Ella descansa después de tres días de combates en la ciudad de Al Yaroubiya, justo en la región que antes controlaban los rebeldes. Es un paso fronterizo con Irak donde hasta finales de 2013 se apostaban los batallones de Estado Islámico y el Frente Al Nusra, y utilizaban el pueblo como base para abastecerse. Los efectivos kurdos irrumpieron en la ciudad y los replegaron. Pero los islamistas logran transitar entre Siria e Irak sin problemas, pues ahora también se han expandido hacia allí, saltando las fronteras establecidas tras los acuerdos de Sykes-Picot que dieron forma a Oriente Medio tras la Primera Guerra Mundial.
Para entrar a esta zona debimos esperar dos días a que nos dieran luz verde. Somos el primer grupo de civiles en acceder y aún se ve a efectivos de las YPG/YPJ que limpian las calles de dispositivos explosivos y restos de munición. La comitiva incluye, además de a mi guía y al conductor, a su madre y a otra amiga de la familia, quienes no han querido desaprovechar la oportunidad para besar en la frente a la docena de mujeres que han participado en la batalla.
Allí la joven Farashii, de 22 años, comparte una barraca con el resto de su batallón, entre las que hay dos especialistas: una francotiradora y una experta con el lanzagranadas. “Hicimos un trabajo valiente para liberar esta ciudad”, dice. Había pasado toda su vida en casa antes de tomar las armas. No tiene hijos a los que cuidar, ni marido a quien echar de menos. La milicia tampoco se lo permitiría. A diferencia de los hombres, las mujeres deben sacrificar cualquier cosa que se parezca a una familia para poder tomar las armas porque, de otra forma y aunque suene ilógico, el hogar estaría totalmente desatendido.
Mientras sorbe un vaso de té en el edificio abandonado donde se han instalado dentro del pueblo, sus compañeras preparan sus armas para iniciar una nueva ronda de vigilancia. Una pick-up camuflada con barro y llena de hombres les espera en la puerta. “No hay diferencias entre combatientes [hombres o mujeres], en la práctica somos la misma milicia, aunque no dependemos de las órdenes de ellos. Nos coordinamos, pero somos grupos independientes: tenemos nuestras comandantes, nuestras líderes y nuestras propias reglas.”
Tienen hasta sus propios mártires: dos de ellas cayeron en los combates de Al Yarubiya, me dice Nezguim, otra soldado: “Quizás algunas veces nosotras nos arriesgamos más. Combatimos en nombre de las mujeres y, cuando luchas por esa razón, sabes que tu nombre quedará escrito para la posteridad”.
Disparar es sólo la mitad del trabajo para estas combatientes. La otra mitad es desesclavizar a la mujer. “El YPJ es un símbolo para la protección de los derechos de las mujeres en el ejército”, reivindica Heelin, miembro de la milicia. “En la sociedad la mujer no tiene libertad, es como si no tuviera documentos que la hicieran persona. El arma para nosotros es sólo un instrumento para la lucha: cuando combates, nadie puede arrebatarte lo que has conseguido por la fuerza.”
Con 25 años, es de las que tienen más edad en el grupo y ya se quitó de encima el furor hormonal. Habla con menos ardor que sus compañeras, pero más resentimiento. “Antes de unirme a la batalla estaba al final de la lista en todo. Cuando eres mujer a veces ni siquiera cuentas como ser humano. Pero cuando te demuestras a ti misma lo que eres capaz de hacer, consigues que la gente te admire y te respete, porque ya tienes tu propio poder.” ¿No le importa morir? “Cuando entiendes por qué luchas, no le temes a la muerte. Cuando estás escribiendo una parte de la historia, ¿vas a tener miedo?”
La guerra de verdad
En Yabaa las combatientes mantienen un puesto estratégico después de haber tomado la villa durante la batalla de Ras al Ain. Sólo ellas rondan las casas destripadas, de las que caen viejas cintas de video, CDs con música y jirones de ropa de cama.
Zeelan habla conmigo mientras camina por las calles destrozadas. Tomó las armas antes de cumplir los 18 y recuerda que vino a parar aquí tras la batalla de Tel Tamir, la primera en la que participó. “Una buena batalla”, dice mientras se mordisquea las uñas. ¿Qué es una buena batalla? “Había muchos de ellos pero nosotros también estuvimos bien: éramos menos, pero más fuertes. Duró tres días”, contesta sin mucha emoción.
Seguimos hablando. “¿Quieres saber qué es la guerra? ¿La guerra es matar, no?”, dice Zeelan. Su cara de niña buena de 20 años hace aún más desconcertante la risa con la que acompaña su respuesta.
—¿Has matado a alguien?
—Por supuesto, he participado en tres batallas. Fue una lucha dura, así que no sé a cuántos, ¿cómo podría saberlo?
—¿Y no sientes miedo?
—Si te dijera que no tengo miedo, te estaría mintiendo, pero para cuando disparas la primera bala el temor ya se ha ido.