Erika Gómez González, de 15 años, murió el 30 de junio tras un presunto enfrentamiento entre militares y delincuentes que dejó otros 21 muertos en Tlatlaya, Estado de México. Esquire reconstruye, a través de documentos y testimonios cercanos, el viaje que hizo su cuerpo para volver a Arcelia, en la Tierra Caliente de Guerrero, zona asolada por el narcotráfico y los conflictos.
Los cuerpos sin vida de 22 personas esperaban sus ataúdes desde hacía tres días. El Servicio Médico Forense (SEMEFO) de Toluca, la capital del Estado de México, había habilitado dos salas para alojar los cadáveres. Desde el pasillo, a través de un par de ventanas, algunos familiares veían los restos de sus hijos, hermanos, primos, nietos a escasos metros, colocados en el suelo, uno al lado del otro. Los primeros dos días no notaron nada. Para el miércoles el olor, recuerda uno de ellos, ya era insoportable.
Juan* y David* hallaron en ese lugar a su hermana. La mañana del lunes 30 de junio de 2014 tomaron un taxi en Arcelia, Guerrero, para ir a la comunidad de San Pedro Limón, municipio de Tlatlaya, en el Estado de México. Su padre fue claro: “No vuelvan sin ella”. Entonces aún ignoraban si la encontrarían viva o muerta. Habían escuchado sobre una balacera la madrugada anterior, hacía tan sólo unas horas, más allá de San Antonio del Rosario, casi en San Pedro Limón, camino a Tlatlaya. Los militares habían matado a un grupo de la maña (delincuentes) en una bodega. Les habían dicho que su hermana estaba allí. Cuando llegaron al galpón, a 50 kilómetros de su casa, los militares lo tenían asegurado y no los dejaron entrar. Esperaron. Horas más tarde, después del mediodía, un convoy de camionetas del ejército y la Procuraduría General de Justicia del Estado de México (PGJEM) salieron de la bodega hacía Tejupilco. Juan y David lo siguieron.
En Tejupilco les informaron que la oficina forense del municipio remitiría los cuerpos a Toluca, así que tomaron un taxi y fueron a esa ciudad. El mismo lunes una doctora del SEMEFO de Toluca les preguntó el nombre de su hermana. “Erika Gómez González”, le dijeron. La doctora les enseñó la fotografía de un cadáver. Era ella pero no era ella. Tenía la cabeza y el cuello completamente morados, un agujero de bala visible en el pecho. Una gran cicatriz, resultado de la autopsia, le cruzaba la piel desde la garganta hasta casi la ingle. En el costado derecho se apreciaban otros dos agujeros de bala. Tenía los ojos cerrados, hinchados. Varios mechones de cabello le caían sobre la cara. “Es ella”, dijeron sus hermanos, “es Erika”.
Al día siguiente esperaron en el SEMEFO. El miércoles, los empleados del lugar subieron el cuerpo de Erika a una camilla y lo acercaron a una de las ventanas. Una fina capa de sangre separaba su piel del frío metal de la camilla, su cuerpo desnudo, el cadáver de una adolescente de 15 años. El miércoles su abuela materna, la señora Juana*, de 70 años, llegó a Toluca para acompañarlos. Ella y su nieto David fueron a la PGJEMde Toluca para tratar de informarse sobre lo sucedido. Sus oficinas están a la vuelta del SEMEFO. Allí, afirman, vieron a unos soldados que se reían y decían que iban a brindar “por los perros que están ahí tirados”. David dice que los había visto en la bodega de la balacera el 30 de junio. La señora Juana dice que eso le dio mucho coraje.
Antes de llevarse a Erika, antes de quejarse con los funcionarios del SEMEFO por el mal olor y mientras esperaban a que le hicieran pruebas de sangre a su hermana, Juan y David fueron a comprarle un vestido y ropa interior. No querían que su cuerpo viajara desnudo de regreso a Arcelia. En esos días hablaron con su padre varias veces. Desde Arcelia, Juan padre* trataba de mover hilos para que le entregaran el cuerpo de su hija lo antes posible. Ya había conseguido que el alcalde, Taurino Vázquez, pusiera a su disposición una ambulancia para el viaje de vuelta. Había llamado también a un diputado federal, amigo de hacía tiempo, para agilizar los trámites. Aun así, contó semanas más tarde, tuvieron que pagar varias mordidas. Primero a los militares en Tejupilco, para que le dijeran “más o menos” quién era la muchacha muerta. “Mil pesos pa’ los refrescos”, recordó. Luego a un “licenciado”, también en Tejupilco, para saber si se llamaba Erika.
La mañana del jueves 4 de julio, finalmente, una ambulancia del municipio de Arcelia salió de Toluca con los restos de Erika, el cuerpo de la joven vestido de blanco, un traje de primera comunión con volantitos.
El domingo 29 de junio, Julia* recibió una llamada de su hija Erika. Hacía dos meses que no sabía nada de ella. La joven de 15 años cursaba tercer grado de secundaria en la Escuela Técnica Industrial número 134 cuando desapareció de Arcelia. En las fotos su hija aparece delgada, metro sesenta, pelo azabache, sonrisa confiada. A la entrada de Arcelia, junto a una rotonda, la estatua en bronce de una pescadora da la bienvenida. Es la Bella Morena Novia del Sol, patrona de la ciudad y de la presa Vicente Guerrero, que colinda con la zona urbana. Para los vecinos de Arcelia y otros municipios de la Tierra Caliente de Guerrero, la Bella Morena es símbolo de pureza y hermosura. En algunas fotos Erika posa como la Bella Morena, el peso sobre una pierna, la mano contraria cercana a la cintura.
La joven se comunicó con su madre por la mañana. Le dijo que estaba en Palmar Grande, municipio de Tlatlaya, y que por la tarde iría a San Pedro Limón. Le pidió a Julia que fuera a buscarla a una bodega que se encuentra a un kilómetro escaso de ese poblado.
El domingo es día de descanso para Julia. Entre semana trabaja en una comunidad cercana a Arcelia y los fines de semana regresa. La tarde de ese domingo Julia fue al centro de Arcelia y tomó una ruletera a San Pedro Limón, a una hora de distancia. En el camino vio primero el retén que el ejército mantiene en la entrada de la carretera que lleva a Tlatlaya. Más adelante, en San Antonio del Rosario, la ruletera pasó ante la base de operaciones del 102 Batallón de Infantería. Luego llegaron a Cuadrilla Nueva. A un lado del camino vio un módulo abandonado de la policía, que alguien usa para almacenar cemento. Guerrero había quedado atrás hacía rato. Después del retén militar, al cruzar el puente de la presa Vicente Guerrero, empieza Tlatlaya y el Estado de México.
Julia ignora qué hacía Erika en la bodega, aunque piensa que alguien la había convencido para irse de casa semanas antes. Una persona cercana a la familia dice que en Arcelia “hay muchachas que son las que ponen el ambiente para las fiestas; hay gente que se dedica a reclutar chamacas en las escuelas y llevarlas a las fiestas que ellos [los delincuentes] organizan”. Esa fuente añadió que Erika andaba en ese tipo de compañía.
Cuando Julia llegó a la bodega la oscuridad era total. De acuerdo con su testimonio los hombres con los que estaba Erika se enojaron cuando la vieron. Les dijo que venía a recoger a su hija y le contestaron que no se podían marchar hasta el día siguiente, porque pensaban que ella les “podía echar la ley”. Fuera llovía. Según Julia no había una fiesta en la bodega: “Estaban allí para descansar, todo estaba oscuro, en silencio, tomaban refresco y nada más”. Apenas pudo hablar con su hija porque los hombres le ordenaron que se fuera a una esquina de la bodega. También le quitaron el teléfono celular. Estaban armados.
Julia vio a otras dos mujeres, además de Erika, con el grupo de presuntos delincuentes. En el momento en que llegó, a eso de las 10 de la noche, había dos camionetas dentro. Después llegó otra. Julia dice que su hija estaba bien, no parecía asustada. Vestía un pantalón oscuro y una sudadera negra.
Un rato después, según Julia, uno de los hombres del grupo, quien había salido de la bodega, regresó corriendo. En ese instante, en la entrada, apareció una camioneta del ejército. Julia recuerda: “Entonces los que pasaban del ejército empezaron a aluzar y a tirar desde afuera. Y ya entonces [los muchachos] empezaron a tirar. ¡Pero empezaron ellos primero, los del ejército! (…) Los militares empezaron a aluzar para adentro, traían una lamparota y ellos, los muchachos, empezaron a esconderse detrás de los carros. (…) Primero, de este lado, ya acabaron con un muchacho y luego, del otro, cayó mi hija con otro muchacho, pero estaban sólo heridos, no estaban muertos”.
Entre tanto, de acuerdo con Julia, los soldados —seis o siete según ella— exigían a los de dentro que se rindieran. “Ellos [los soldados] decían que se rindieran y los muchachos decían que les perdonaran la vida. Entonces [los soldados] dijeron: ‘¿No que muy machitos, hijos de su puta madre? ¿No que muy machitos?’. Así les decían los militares cuando ellos salieron (de la bodega). Todos salieron. Se rindieron, definitivamente se rindieron. (…) Entonces les preguntaban cómo se llamaban y los herían, no los mataban. Yo decía que no lo hicieran, que no lo hicieran, y ellos decían: ‘Esos perros no merecen vivir’. (…) Luego los paraban así en hilera y los mataban. (…) Estaba un lamento muy grande en la bodega, se escuchaban los quejidos.”
Julia dice que Erika recibió un balazo en la pierna durante el enfrentamiento. Cayó boca abajo, no se podía mover. Ella quiso ayudarla pero los soldados se lo impidieron. Con palabras groseras le dijeron que se apartara. Minutos más tarde y ya con todos rendidos, según Julia, los soldados la remataron: “La mataron ahí mismo y también al muchacho que estaba al lado de ella. A él lo pararon de este lado y lo mataron, después se pusieron los guantes y lo volvieron a acomodar como estaba. Se pusieron guantes para agarrarlo. Lo pararon y lo mataron. Con ella hicieron lo mismo. [Aunque] a ella no la pararon porque no podía caminar”.
Uno de los médicos que vio el cadáver de Erika entre que llegó al SEMEFO de Toluca, el lunes 30 de junio, y fue enterrada en Arcelia el viernes siguiente, dijo a Esquire que a Erika le dieron “el tiro de gracia”. El médico pidió que su nombre no aparezca publicado.
De acuerdo con Julia el enfrentamiento previo a la ejecución duró una media hora. En ese tiempo, añade, el grupo pensó en simular el secuestro de las dos mujeres y de dos de ellos; a Julia la dejaron tranquila. Según Julia los muchachos ataron a las mujeres a fin de simular el rapto y ellas empezaron a gritar “¡No nos maten, no nos maten, estamos secuestradas!”. Finalmente el grupo se rindió. Durante el enfrentamiento Julia se escondió en uno de los carros. Luego, entre que todos se rendían, pasó media hora más. En las dos horas siguientes, según Julia, los mataron a todos.
La Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) informó el mismo 30 de junio que un convoy militar había repelido un ataque en una comunidad rural de Tlatlaya. El comunicado señaló que un grupo delincuencial, escondido en una bodega al borde del camino, abrió fuego contra los soldados, quienes respondieron y mataron a los 22 delincuentes. La SEDENA dijo que el grupo tenía secuestradas a tres mujeres que habían sido liberadas tras la balacera. Añadió que fueron incautadas 25 armas largas y 13 cortas, así como una granada de fragmentación.
El 8 de julio la agencia estadounidense Associated Press publicó un reportaje que cuestionaba que todos los delincuentes hubiesen muerto durante el enfrentamiento y señalaba que la fachada de la bodega sólo presentaba agujeros de entrada de seis disparos. “La bodega donde se encontraban los cuerpos mostraba pocas evidencias de que se hubiese mantenido un tiroteo largo”, decía la nota. También indicaba que en las paredes, por dentro, había cinco marcas que seguían el mismo patrón: uno o dos agujeros de bala cercanos junto a una salpicadura de sangre, “lo que aparentaba que algunos de los muertos habían estado de pie contra la pared y recibieron uno o dos disparos a la altura del pecho”.
El 15 de julio la PGJEMemitió un comunicado en el que señaló que no existieron disparos a corta distancia, que el intercambio de disparos fue proporcional y que de acuerdo a la trayectoria de los proyectiles y la posición en que fueron hallados los cuerpos no existía indicio alguno sobre una posible ejecución. Reveló que había practicado una prueba de balística según la cual los 22 fallecidos habían disparado. Sin embargo, el director de la organización Human Rights Watch para las Américas, José Miguel Vivanco, dijo el 22 de agosto que “la investigación [de las autoridades] debería considerar adecuadamente las evidencias que señalan que militares habrían actuado de manera irregular”.
El miércoles 17 de septiembre Esquire dio a conocer el testimonio de Julia, lo que provocó reacciones de organizaciones de defensa de derechos humanos nacionales e internacionales. También el Departamento de Estado de Estados Unidos pidió una investigación. “Como en todos los casos donde las fuerzas de seguridad hacen uso de la fuerza letal, creemos que es imperativo que exista una revisión creíble de las circunstancias y que las autoridades civiles apropiadas lleven a cabo esas investigaciones”, señaló Jeff Rathke, portavoz de la dependencia. En respuesta, el presidente Enrique Peña Nieto dijo: “La Procuraduría General de la República está ahondando en la investigación y será la instancia que dé respuesta a este tema”. Una semana después de la publicación, el ejército emitió un comunicado en el que señaló que había puesto a disposición de un juzgado militar a un oficial y siete elementos de tropa “por su presunta responsabilidad en la comisión de los delitos en contra de la disciplina militar: desobediencia e infracción de deberes en el caso del oficial, e infracción de deberes en el caso del personal de tropa”.
Al cierre de esta edición, el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, anunció que tres de los ocho militares detenidos serían consignados por homicidio debido a que “realizaron una secuencia nueva de disparos que no tenían justificación alguna”.
En una conferencia de prensa dijo que la confrontación duró de ocho a diez minutos y que, al terminar las ráfagas, tres soldados ingresaron a la bodega a disparar de nuevo.
Durante la entrevista que concedió a Esquire, Julia dijo que recordaba la cara de algunos de los soldados que participaron en la presunta ejecución. Su hijo Juan, hermano mayor de Erika, la acompañaba. Cuando Julia hizo esa afirmación, Juan añadió: “Son los mismos que después estaban afuera”. Se refería a los soldados que vio en la bodega de Tlatlaya cuando él y David llegaron allí la mañana del 30 de junio, los mismos que su hermano y su abuela vieron después en las instalaciones de la PGJEM, en Toluca. Juan afirmó: “Son los de San Antonio”.
—¿Los de San Antonio? ¿Los del 102 Batallón?
—No sé cuál es el número —dijo Juan.
—¿Cómo sabes que son los de San Antonio? ¿Los conocías?
—Los conocemos nosotros, siempre nos paran, son los de allí.
El cuartel del 102 Batallón de Infantería del ejército está en San Miguel Ixtapan, municipio de Tejupilco, y su base de operaciones en la comunidad de San Antonio del Rosario, municipio de Tlatlaya. Esta base de operaciones dista 24 kilómetros de la bodega donde se registraron los hechos del 30 de junio. Notas periodísticas señalan que el 6 de diciembre de 2013 soldados del mismo batallón dispararon hacia un vehículo en la comunidad de El Ushe, en Arcelia, y mataron a sus cuatro ocupantes. Los soldados argumentaron que los tripulantes del vehículo vestían ropa militar y portaban armas de fuego, aunque después se supo que las víctimas eran funcionarios del Ayuntamiento de Arcelia que habían salido de cacería. Al menos uno de ellos, el director de Tránsito de la localidad, Mario Urióstegui Pérez, contaba con registro para su arma: un rifle con mira telescópica de un disparo.
En febrero de 2012, la SEDENA informó del encarcelamiento de 52 efectivos del 102 Batallón de Infantería: 39 por narcotráfico y 13 por delincuencia organizada. Documentos oficiales filtrados al diario Reforma indicaban que el cartel de La Familia había comprado a los militares. De los documentos se desprendía que el teniente de Infantería Omar Lugón había sido coptado por “El Mojarro” —otro apodo para Johnny Hurtado, alias “El Señor Pescado”, líder de La Familia en Tlatlaya y Arcelia— para que le pasara información. Con el tiempo Lugón había reclutado a otros colegas.
A mitad de aquella entrevista Julia paró de hablar. Se llevó las manos a las sienes. Dijo que le dolía la cabeza y necesitaba un descanso. La puerta que daba a la calle, de metal, vibraba cada vez que pasaba un coche. Una cadena la golpeaba y el sonido hacía parecer que alguien estaba entrando. Entonces Julia miraba hacia atrás con cara de espanto, como esperando que alguien cruzara la puerta. Nadie entró. El silencio llenó las paredes azules del cuarto durante unos minutos.
—¿Usted denunciaría lo que pasó?
—Sí, la verdad es que sí. No tienen perdón los militares.
—¿Por qué no lo ha hecho hasta ahora?
—Me da miedo. Estoy en peligro.
De los 31,401 habitantes de Arcelia, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, cientos llenan las calles cercanas al zócalo cada mañana en busca de frutas, verduras, pescado, huaraches y otras mercancías que ofrecen los puestos del tianguis. Un enjambre de motocicletas circula incesantemente de arriba a abajo. Algunas son de los halcones, vigilantes de la maña que saben quién es nuevo en el pueblo, a dónde va, cuándo y por qué; otras son de los repartidores o de los taxistas. Hay tantas que los halcones disimulan su presencia. Ningún forastero sabría quiénes son a simple vista.
Una noche, en una fonda ubicada cerca del zócalo, la cocinera nos avisó: “Esos que se acaban de ir eran de ellos. Me estuvieron preguntando que quiénes eran ustedes, que por qué estaban aquí. Yo les dije que estaban conmigo, que todo bien”. Se refería a unos muchachos que habían cenado antes: flacos, con huaraches, siempre de gorra. ¿Ellos? “Sí, ellos”, dijo y siguió cocinando gorditas de chicharrón. La vigilancia en Arcelia es tan habitual como las horas de comer.
Todos los días varios perifoneros ofrecen a gritos, desde carros y camionetas, tortillas, prendas de vestir, periódicos. El que anuncia El debate de los calentanos, el diario regional, escoge las notas más impactantes cada mañana y las vocea por las calles del centro: “¡Fuerte enfrentamiento entre sicarios, fuerte enfrentamiento entre sicarios!”. A cada rato se cruzaba con una patrulla de algunos de los cuerpos de seguridad que vigilan la zona.
Arcelia es un municipio aislado. La ciudad cercana más importante es Iguala, a tres horas de distancia y con una población de 120 mil habitantes. El Distrito Federal se encuentra a seis horas en autobús. El patrullaje de las policías estatal y municipal, de convoyes del ejército y la marina es frecuente.
En Arcelia hay una base de la marina. A diez minutos, en San Antonio del Rosario, está la base de operaciones del 102 Batallón de Infantería del ejército. En la gasolinera que da servicio en el cruce de la carretera a San Antonio hay un retén militar permanente. En la vía principal —que viene de Iguala, pasa por Arcelia y llega a Ciudad Altamirano— son frecuentes los retenes de la marina, el ejército y la policía federal. En Iguala, donde el 26 de septiembre murieron seis personas en un enfrentamiento entre grupos armados, operan dos batallones del ejército. En Ciudad Altamirano, 50 kilómetros al occidente de Arcelia, hay otro. En el Estado de México, en San Miguel Ixtapan, municipio de Tejupilco, está el cuartel del 102 Batallón de Infantería.
Pese a lo anterior, los enfrentamientos en la región son comunes. Tan sólo en la última semana de septiembre de este año encontraron cinco cuerpos sin vida en Ajuchitlán, a escasos minutos de Arcelia, con signos de tortura. Dos días más tarde ocurría lo de Iguala. Únicamente la zona urbana de Arcelia parece ajena a la barbarie: ninguna de las personas con las que hablé recordaba una balacera en los últimos años. De igual manera el presidente municipal de Tlatlaya, Ariel Mora, dijo en el noticiero radiofónico de Ciro Gómez Leyva que desde que “se inició el crimen organizado en todo el Estado de México en 2007”, el único suceso de ese tipo que ha habido en su municipio fue el del 30 de junio.
La Tierra Caliente, de acuerdo al investigador Alejandro Hope, experto en seguridad y narcotráfico, es un territorio sitiado, presa de los intereses de los grupos delictivos: “Es una zona de producción de amapola y heroína. Del lado de Michoacán, además, ha crecido la de metanfetamina. En Luvianos también se cultiva marihuana”. Hope dice en entrevista que “el submundo criminal en la Tierra Caliente se desordenó entre 2009 y 2010, cuando murió Arturo Beltrán Leyva en Cuernavaca. Él controlaba los grupos delictivos de Guerrero”. Fue entonces cuando se partió La Familia Michoacana: “La facción de ‘El Chango’ Méndez se separó de lo que después acabarían siendo Los Caballeros Templarios. De ahí surgieron una multiplicidad de bandas, muchas de alcance muy local”. Entre ellas Hope menciona a Guerreros Unidos, Los Pelones, Los Rojos y a la que controla Arcelia, Tlatlaya y Ciudad Altamirano bajo el mando de Johnny Hurtado, “El Señor Pescado”.
Daniel Moreno, director del diario digital Animal político y originario de Arcelia, dice que la región se descontroló entre 1988 y 1994 por disputas políticas entre el pri y la izquierda emergente del prd: “Dentro del PRI hubo mucha resistencia a los cambios y se registraron muchos enfrentamientos armados”. Moreno recuerda, concretamente, la victoria del PRD en Teloloapan, a una hora de Arcelia, en 1989. El gobierno del PRI no quiso reconocer a la nueva administración y los enfrentamientos fueron continuos. “Las armas allí son comunes entre los rancheros y los niveles de impunidad muy altos. Hay una frase en la zona que lo simboliza bien: ‘estar de malas’. Cuando alguien ‘está de malas’ significa que la justicia lo busca y se esconde en la sierra. Un tío mío ‘estuvo de malas’ seis meses.” Moreno afirma que el cultivo de amapola es común en la zona desde hace 30 años y que la presencia de grupos armados se remonta a principios de siglo.
Hope agrega sobre el tema: “La violencia en estas regiones está relativamente poco conectada al mercado internacional de drogas y está más relacionada a actividades de secuestro, robo, extorsión y control de zona. Ya no existen esas bandas que podían controlar al Estado, lo que hay es un subconjunto de bandas que amenazan la vida, la libertad y el patrimonio. Cuando existen estos grupos pequeños, el ejército deja de ser útil y lo que se necesita es crear capacidades policiales a nivel local. Cambió la naturaleza de la amenaza, pero la respuesta del Estado no ha cambiado”.
Respecto a la respuesta del Estado que menciona Hope, los investigadores de la UNAM Carlos Silva, Catalina Pérez y Rodrigo Gutiérrez publicaron en 2012 un estudio sobre la proporción entre muertos y heridos en enfrentamientos de las Fuerzas Armadas con grupos delictivos. Tomaron como referencia los estados de Nuevo León, Tamaulipas y Guerrero, porque en 2010 y 2011 dos tercios de los civiles fallecidos en enfrentamientos con la Fuerzas Armadas habían muerto allí. Los investigadores manejaron un indicador, el índice de letalidad, para medir la cantidad de muertos por enfrentamiento en cada estado. Según ellos, un índice de letalidad normal debería tender a la paridad. Es decir: un muerto por un herido, dos muertos por dos heridos, etcétera. En Guerrero, en 2011, cuantificaron 12 muertos por cada herido en los enfrentamientos. Indicaron que no se puede deducir de estos resultados una prevalencia de la ejecución como forma de operar de las Fuerzas Armadas, pero sí llamaron la atención sobre la falta de investigaciones sobre ese asunto, tanto a nivel del gobierno como de la sociedad civil. Con esas cifras, dicen, habría que estar alertas.
La red de carreteras y comunidades rurales que cruza los municipios de Tierra Caliente está bajo control de grupos delictivos. El día que la fotógrafa y yo visitamos la bodega de San Pedro Limón, en Tlatlaya, tuvimos que pedir permiso a la maña para llegar. En el camino de Arcelia a la bodega —unos 50 kilómetros— paramos en varias comunidades. En conversaciones con habitantes todos aceptaban que Johnny Hurtado, “El Señor Pescado”, es el amo de la zona. Varios se refirieron a él como “un Robin Hood”. Un funcionario del Ministerio Púbico en Arcelia nos había dicho el día anterior que “mucha gente lo va a ver [a Hurtado] y le dice : ‘Necesitamos láminas para la escuela’, o cosas así, y él se las da. Si tú le dices: ‘Se me cayó mi casita’, él te ayuda. Dicen que hasta presta dinero”. A Hurtado se le señala como el responsable de la ola de secuestros que sufrió la zona de Valle de Bravo hace unas semanas. El procurador del Estado de México, Alejandro Gómez Sánchez, señaló que Hurtado Olascoaga está en la lista de los 16 delincuentes más buscados en la entidad y que se ofrece medio millón de pesos de recompensa por datos que lleven a su captura. Confirmó que realiza sus operaciones en Tlatlaya, así como en Arcelia.
En los pueblos y comunidades que figuran en los 130 kilómetros que separan Iguala de Arcelia —San Miguel Totolapan, Apaxtla, Teloloapan, Tonalapa— el liderzago no es tan claro y el enfrentamiento entre grupos delictivos, y entre estos con las fuerzas de seguridad, es constante. El pasado 7 de agosto las autoridades encontraron el cuerpo sin vida de un policía ministerial en Teloloapan y cuatro cuerpos más en una fosa en San Miguel Totolapan. En abril un marino y dos sicarios murieron en un enfrentamiento en Apaxtla. Según datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública de agosto de este año, Guerrero es el estado con mayor número de homicidios dolosos: 59.2 casos por cada 100 mil habitantes. El segundo sitio lo tuvo Sinaloa con 41.2.
Antes de llegar a la bodega paramos en la comunidad de Rincón Grande. En el camino el conductor del taxi comentó que Tlatlaya en idioma de los matlazincas, un pueblo indígena de la zona, significa “lugar que arde”. Se refería al calor extremo que día tras día padece esta región aunque, sin saberlo, su comentario recogía el sentir de algunos pobladores de Rincón Grande, Arcelia y demás comunidades frente a los cuerpos de seguridad. Tres pobladores de Rincón Grande, vecinos de la plaza central, dijeron que no se sabe quiénes son los malos, si la maña o el Gobierno. Uno de ellos agregó que el “Gobierno” siempre registra todo en los retenes y que nadie puede tener un carro nuevo porque enseguida se lo confiscan, bajo el alegato de que quien puede comprarlo es, seguramente, de la maña.
Hablamos sobre lo ocurrido en Tlatlaya. Uno de los rumores que circulaba en la zona es que en los días previos a la muerte de las 22 personas, la maña había impuesto un toque de queda. En Rincón Grande no sabían nada acerca de eso. El conductor del taxi, vecino de una comunidad cercana, dijo que el toque de queda sólo se impuso en San Pedro Limón y que la maña aconsejó a los pobladores que no salieran a partir de las 8 de noche: “Les decían que había mucho ‘Gobierno’ en la zona y que mejor no salieran por si había enfrentamientos”.
También hablamos sobre los jefes de la delincuencia en la Tierra Caliente. Días atrás de esa visita Carlos Puig, columnista del diario Milenio, recibió una carta de un poblador de la región que aseguraba que varios supervisores escolares habían sido secuestrados. El taxista y dos vecinos coincidieron en que el responsable había sido Leobardo Villegas, “El Cero-Uno”, jefe local de La Familia en Tlatlaya hasta hacía unas semanas, a las órdenes de El Señor Pescado. “Decía que los priístas querían quitarle el poder. Perdió la razón y levantó a líderes del pri de Tlatlaya, algunos de ellos profesores. Pero eso pasó unos 20 días antes de lo de la bodega”, dijo uno. Después de eso, agregó, El Señor Pescado había invitado a El Cero-Uno a que dejase Tlatlaya y había puesto en su lugar a José López, “Chanis”. Previamente, dijeron, El Señor Pescado y El Cero-Uno habían expulsado a José María Chávez Magaña, alias “El Pony”, de la zona. Dijeron que El Señor Pescado había despejado el área de competidores. En hora y media de conversación, nadie se aventuró a decir por qué los 22 estaban en la bodega esa noche.
El cuerpo de Erika llegó a Arcelia el jueves 3 de julio. Juan y David venían exhaustos. Un amigo de la familia adecentó el cadáver para el velorio. David dice que tuvieron que ponerle “harto maquillaje” en la cara para que no se le viera morada. El mismo jueves velaron a la niña en casa de su abuela paterna. Días después, en la entrada de la casa, colocaron un altar para recordar a la joven con seis cristos, varias velas, un jarrón lleno de flores y una foto de ella sobre la imagen de la Virgen María. El rostro de Erika en la foto era el mismo que guardaban sus hermanos en las imágenes de sus celulares: Erika vestida de calentana, con un corsé azul y una falda color crema; Erika junto a su padre; Erika con su uniforme escolar.
El viernes 4 de julio Juan padre y sus hijos llevaron a hombros el ataúd de Erika a la escuela donde estudiaba. Allí la velaron de nuevo. Ese día, el médico de rescate de Arcelia, Carlos García Berrospe, acudió a la entrada del pueblo a buscar dos cuerpos que venían de Toluca. Eran de los 22. En entrevista, el médico recordó un montón de ataúdes apiñados a la entrada del pueblo que esperaban la llegada de sus familiares. Algunos se quedarían en Arcelia, otros viajarían a los municipios aledaños. Berrospe llevó los cadáveres de los dos muchachos al municipio de Ajuchitlán.
Mientras tanto, en el Distrito Federal, Julia tenía su calvario particular. El 30 de junio había llegado a las instalaciones de la PGJEM en Toluca junto con Cinthia Estéfani N