Desde el primer impulso de vanidad que tuve en la adolescencia quise usar lentes. No lentes oscuros (esa necesidad llegó poco después), sino “de ver”: anteojos graduados diseñados para corregir una carencia oftálmica.
Querer usar lentes no era muy común entonces. El estereotipo del “nerd” en los años ochenta, por definición, usaba unos lentes de pasta gruesa, generalmente unidos a la mitad con cinta adhesiva a consecuencia del bullying del que era víctima el portador. Mis amigos que los usaban se sentían parias y preferían ir a tientas y chocar con objetos que traerlos puestos: los escondían hasta que fueran estrictamente indispensables.
A mí, en cambio, los lentes me parecían un objeto del deseo y un elemento definitorio de estilo. Además, cuando entre juegos me ponía unos que alguien dejaba sobre la mesa, los que me rodeaban, quizá por misericordia —o mala fe—, decían que se me veían muy bien: “pareces más inteligente”, “te ves más interesante”, eran algunas de las frases que solía escuchar. Anhelaba como pocas cosas, por lo tanto, tener que usar un par. Y subrayo tener que usar, pues en los hechos tuve varios y los usaba con frecuencia. Compraba el marco, normalmente con acrílicos transparentes, les borraba la marca y voilà: me transformaba, según yo, en Clark Kent. Los que mejor recuerdo eran unos marca Giorgio Armani, delgaditos, de carey, muy en el estilo de los que lucían Andy Garcia, Michael J. Fox o Mickey Rourke (nota para los lectores menores de 30 años: Mickey no siempre fue como ahora) y prácticamente todo galán de esa década que se respetara. Yo los usaba sobre todo de noche, cuando es más fácil camuflar algo nuevo, para salir a bailar. Mi bipolaridad era tan profunda que, varias cubas después, incluso a mis amigos los trataba de convencer de que me los habían prescrito. “Los tengo desde hace años. ¡Póntelos, si no me crees, güey!… En el izquierdo tengo .3 y en el derecho .1.” Humillación innecesaria.
En más de un examen de la vista traté de engañar al oftalmólogo en turno al leer de forma equivocada, deliberada y por lo visto muy torpemente, las letras más chiquitas. Tan mal mentiroso era que ni en las ópticas, cuya misión es vender antes que curar, me los recetaban.
Con la madurez llegó la resignación. Parecía condenado a no tener que usar lentes nunca. Mi admiración a este objeto del deseo se mudó a los de las mujeres y se convirtió en un factor definitorio de atracción. Si la cortejada en turno usaba lentes, sus posibilidades de gustarme eran mucho mayores. Y así ocurrió con Fémina Ludens: la segunda vez que la vi, fuimos al cine y se los puso. Esa noche decidí que me iba a casar con ella (mejor dicho, decidí que haría todo lo que estuviera a mi alcance para que ella así lo decidiera).
Con el tiempo y la edad, el interés por usar anteojos se fue disipando y se invirtió: mi ego crecía con cada examen superado. “Felicidades… tiene 20/20… vista de águila”, solía escuchar. No necesitarlos se volvió un factor de orgullo que duró hasta la semana pasada, en la que un examen rutinario concluyó con un “necesita usar lentes”. De la ilusión aquella no quedó ni el recuerdo. Algo vio el doctor en mi mirada que me tomó el hombro y me dijo: “No se sienta mal, amigo. A su edad lo raro es no tener que usarlos.” Me emociona la selección. Aunque no sé si serán Persol o Armani (por los viejos tiempos).
Las reglas Homo Ludens sobe el uso de los lentes
Regla 01: Si tienes que usarlos, que sea con decisión: di no a los lentes tan delgados que pretenden desaparecer.
Regla 02: Como con los zapatos, un poco de color no está mal, pero siempre debe haber un par negro y uno café.
Regla 03: A mayor edad, menor tamaño (excepción: Elton John).
Regla 04: En el mismo sentido: si los lentes dan más de que hablar que uno mismo, no son los indicados.
Ilustración: Nuria Díaz Ibáñez