Él quiere regresar hasta el inicio. Da gusto pensar que, desde entonces, él sabía que hoy estaba en su futuro, que escogió el lugar donde quería estar -ése que incluye nominaciones a los Óscar y papeles en películas taquilleras- y fue hacía allí. Realizó su primer movimiento, luego otro y otro, y finalmente llegó. Da gusto pensar que él solito pudo haber creado esta realidad para sí mismo, y que la combinación correcta de trabajo, planeación y sacrificio pudo transformar a un chico californiano de 22 años, no particularmente alto ni delgado ni guapo, en un hombre de 41 años, de portada de revistas. Porque si Jeremy Renner realmente se abrió paso hasta aquí, hasta protagonizar The Avengers y The Bourne Legacy, dos blockbusters veraniegos, sólo porque un día decidió que lo iba a hacer, por arte de magia todos tendríamos un increíble proceso definido, un mapa a seguir.
Lástima que las cosas no son así. Qué ingenuidad pensar que tenemos el control total de nuestros destinos. Hay demasiadas variables a tomar en cuenta. Hay demasiados golpes inesperados.
Por ejemplo, hoy Jeremy lleva apenas cinco minutos hablando de su pasado cuando se detiene en un semáforo en rojo. Junto a él, una camioneta llena de curiosos turistas también frena. Justo habla de su creciente fama, de que ahora lo reconocen más.
«Sí, voy a pocos lugares», me dice. «La gente quiere hablarme de algo, y está bien. Pero en general la gente…».
De repente se escucha: «¡Oye!».
«… pero en general la gente…», repite.
Se escucha otro grito, esta vez más fuerte: «¡Oye!».
Es la mujer que conduce la camioneta. Está mirando hacia el Porsche de Renner. Él voltea lentamente a mirarla, tan lento que casi escucho cómo truena su cuello.
«Hola», dice. «¿Cómo te va?».
«¡Hace mucho que no te veo!», dice ella.
«Un gusto verte, ¿qué hay de nuevo?».
«Te dije que saldrías en una cinta con Tom Cruise, ¿o no?». Y si esta mujer en verdad se las ingenió para decirle algo así a Renner en el pasado, el tiempo le dio la razón, cuando fue coprotagonista junto con Cruise en Mission: Impossible – Ghost Protocol.
«De eso en particular no sé nada…», dice Renner, sonriendo. «¿Ya le estás cantando a esta gente?». Voltea para hablar con los turistas, que aprovechan para tomar fotos de la estrella de cine que está a su lado. «Es una cantante tremenda», les dice.
«Gracias», dice ella. «¿Quieres ir a Barney’s? ¿Hacia allá vas? ¿Vas hacia Barney’s?».
«No, por ahora no».
«¿Ya no te gusta, eh? En fin, me da tanto gusto por ti, hermano. Qué gusto verte».
«Gracias, cariño». El semáforo cambia y la conversación termina. Renner da vuelta a la izquierda, y la camioneta sigue derecho.
«Increíble», dice Renner como para sí mismo. ¿Cuáles eran las probabilidades de que esa camioneta en particular se detuviera en ese semáforo en particular? Fue una coincidencia, pero ahora Renner está exactamente donde quería ir, antes de todo esto.
«Me la vivía en los bares de karaoke. Era la máxima diversión cuando no había dinero. Iba ahí unas dos veces a la semana», y Renner apunta con la mirada hacia Barney’s Beanery, un recinto de cervezas, hamburguesas y karaoke que casualmente aparece a su derecha. «Desde 1995 hasta como 2002. Religiosamente. Y la conductora de esa camioneta era una de las chicas. Había todo un clan, un circuito de gente. Nos reuníamos y simplemente la pasábamos increíble. Y ella es una cantante impresionante».
Ser cantante profesional es lo que a ella le hubiera gustado. Ahora, uno del clan pasa junto a Barney’s en su Porsche convertible y está en el camino de volverse un gigante. La otra ofrece una serenata en su camioneta repleta de turistas. ¿Cómo es que dos personas que inician en el mismo lugar se encuentran en lugares tan distintos de su vida?
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Renner se estaciona afuera del número 7777 de Hollywood Boulevard. Vivió durante cinco años en estos departamentos, en un estudio en la planta baja, durante sus épocas de karaoke. Es el lugar en el que ha vivido más tiempo desde que era niño. No era su dirección original de Hollywood, cuando se mudó aquí por primera vez proveniente de Modesto en busca de los típicos sueños; ese hogar estaba en el número 1635 de Formosa Avenue, que en aquel entonces era un lugarcito bastante aterrador. (Renner recuerda que una mañana salió de su casa y tuvo que saltar por encima de un hombre tirado en la banqueta, rendido ante las pistolas de un par de policías.) Pero el 7777 de Hollywood Boulevard fue su trampolín. Sus amigos tomaron todos los departamentos del edificio («Era como Melrose Place», dice) y en general las cosas salieron bien de ahí en adelante. Vivía en este departamento cuando consiguió su primer papel significativo, en 2002, como asesino serial en Dahmer. Fue una película pequeña, que se filmó en poco tiempo, pero en verdad atrajo atención. Fue entonces cuando empezaron a reconocer a Renner en las calles; desafortunadamente, era el tipo de persona que podías identificar con un asesino que guardaba cabezas de jóvenes en su refri.
La mordida que le dio una guapa chica en el brazo fue el segundo de los encuentros insólitos que Renner ha tenido con sus admiradores. El más extraño fue con un hombre mayor, de sesenta y tantos años, que comenzó a aparecer con frecuencia en los lugares donde el actor pasaba el tiempo. El hombre le decía: Mira, qué suerte encontrarnos así, quizá sea una señal, deberíamos salir a tomar algo, pero Renner siempre le sacaba la vuelta.
No fue sino hasta que el hombre apareció afuera de su departamento que le empezó a «caer el veinte». Renner estaba paseando a su perro y el tipo se cruzó con él: Aquí estamos de nuevo, ¿lo puedes creer? ¿Vives por aquí? A lo que Renner dijo: No, sólo estoy paseando al perro. Una vez más, le pidió al actor que salieran a tomar algo. Esta vez, cuando se negó, el tipo se alteró. Comenzó a gritar. Jeremy se alejó de prisa, paseando a su perro por varias calles, antes de perder al hombre y volver a casa.
Sentado frente a su computadora, Renner escuchó un ruido en el patio. Pensó que quizá su perro o su gato -Milo- habían tirado algo. Salió a investigar y ahí estaba el hombre. «Tenía a mi gato bajo el brazo, como balón de futbol americano», dice el actor, sentado en su Porsche. Renner estaba en shock. El hombre salió corriendo a la calle. Jeremy lo persiguió, pero el tipo alcanzó a subir a su auto para alejarse a toda velocidad. Se había ido y Milo también. Renner nunca volvió a ver a ninguno de los dos.
«Espero que Milo haya tenido una buena vida», dice. «Espero que no haya terminado como la cena de ese tipo».
Nunca sabremos si el gato Milo terminó en una asoleada parcela o en una olla en el horno. Lo único que sin duda aprendió Renner es que los accidentes no son siempre accidentes.
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Jeremy finalmente se mudó de ese departamento cuando firmó su primer contrato para una película de estudio, s.w.a.t., un golpe de testosterona pura. En ese momento, sólo tenía 200 dólares que pudiera llamar suyos, pero se llevó ese contrato a un banco, junto con un amigo actor llamado Kristoffer Winters, y juntaron suficiente dinero para comprar una casa en Nichols Canyon. «Odiaba pagar renta», dice Renner. «Sólo era dinero que salía por la ventana». Él y Winter le hicieron algunas mejoras a la casa y descubrieron que tenían en común un talento para la remodelación. Mucha gente admiraba su lugar y, después de apenas unos meses, unos lo admiraron tanto que les ofrecieron 900 mil dólares por una casa en la que habían invertido 659 mil. En un abrir y cerrar de ojos ganaron más dinero del que habían ganado en toda su vida.
Y eso significó que compraron otra casa. Y luego otra. Y luego un depa en Granville Towers. Y luego otra casa. Mientras maneja hoy por ahí, Renner muestra casa tras casa -las llama estructuras- que arregló solo o con Winters. Desde 2002, han comprado y vendido más de quince casas, cada vez un poco más grandes, cada vez un poco más audaces. A menudo han vivido en sus estructuras temporales y deshechas, sin instalaciones de plomería ni electricidad, para tratar de sacar unos cuantos dólares más. «Te puedo nombrar todos los Starbucks que hay por aquí con baño», dice.
Se detiene afuera de una belleza de casa en West Hollywood, casi completamente escondida atrás de una alta fila de ficus. Los plantaron él y Winters; una de sus firmas es levantar bosques de ficus al instante. «Ese seto está increíble», dice Renner, admirando su crecimiento reciente. Él y Winters compraron la casa, a la que llamaron Hemingway House, por 1.55 millones de dólares en 2008. Un año después -en medio de una caída histórica de bienes raíces en California- la vendieron por más de 4 millones de dólares. No es un pasatiempo; son expertos en esto. «Nunca estaré en el mercado de valores», dice Renner. «Son apuestas. Soy un apostador, pero sólo lo hago con cosas prácticas».
Mientras tanto, siguió con el mismo tipo de construcción, lenta y entrelazada, en su carrera actoral. Primero llegaron los papeles secundarios. Era bueno y barato. Después le dieron el papel protagónico en The Hurt Locker de Kathryn Bigelow, por el que obtuvo su primera nominación al Óscar. (En ese entonces estaba renovando un condominio: tenía el colchón en el piso, envuelto en plástico. Le preocupaba que cayera polvo de yeso en su smoking.) Se reporta que sólo le pagaron 65 mil dólares por ese trabajo – le están pagando cinco millones por The Bourne Legacy-, pero su éxito con las casas ha hecho del dinero una preocupación secundaria. Se encontró en una posición extraña, pero afortunada. «Siempre quise tomar buenas decisiones», dice. Ahora Renner no tiene que aceptar ningún personaje por desesperación, jamás. Al contrario, encontró su camino cinematográfico: papeles intensos, moralmente ambiguos, que a veces se desviaban hacia el territorio del cruel hijo de puta. Y así siguió, como uno de los pocos actores afortunados por trazar su trayectoria con una regla, obteniendo otra nominación al Óscar por The Town, lo que lo llevó a Mission: Impossible, después a The Avengers y, finalmente, a The Bourne Legacy. Paso a paso, hasta la cima de la escalera.
Frena el Porsche una vez más, afuera de otra casa que él y Winters renovaron. Sturges House (dicen que Charlie Chaplin se casó en la sala) se eleva sobre otra pared de ficus. Renner vivió aquí hasta hace relativamente poco, cuando comenzó a escuchar las camionetas de turistas que gritaban desde el otro lado de los árboles y cuando la gente empezó a dejar paquetes extraños tras su reja. Podía sentir cómo cambiaba su realidad, y el espectro de Milo el gato empezó a aparecer. «Ya no podía ni sacar mi basura», dice. «Me deprimía». Una confrontación con una clase itinerante de yoga fue la gota que derramó el vaso. «Miren, amigos, yo no voy a su terraza para hacer lagartijas», les dijo Renner. «Lárguense de aquí». Pero sabía lo que estaba por llegar. Rentó su casa y se mudó al Four Seasons, y apenas ayer compró otra casa, un retiro, oculto muy lejos, en los cañones. Aún no ha tomado posesión, excepto en su mente. Ahora quiere manejar hasta su futuro hogar.
Es otra casa de los sesenta, de 1964 para ser exacto. Techos planos, ángulos afilados, bases cuadradas. Renner da una vuelta por el exterior y mira a través de las ventanas. Es un lugar súper cool. No es difícil ver lo que él ve hoy. Pero es difícil saber lo que visualiza. «Tal vez éste será mi hogar para siempre», afirma Renner. Está intacta, y dice que intentará preservar su personalidad. El dueño anterior -quien murió recientemente- vivió en esta casa durante mucho tiempo, y la cuidó. «Quiero hacer algo bueno por él», dice, admirando la enorme chimenea de ladrillos que pronto será suya. «A mucha gente le gusta derribar las cosas aquí, y me rompe el corazón. Este pueblo de por sí es efímero».
Las pertenencias del ex dueño siguen en el hogar. Casi parece un museo, una cápsula del tiempo. En la oficina hay docenas de fotos viejas del hombre y de todos los lugares a los que fue. Ahí está frente al Kremlin y a la torre de Pisa. Y arriba de su escritorio, a la vista, hay un mapamundi pegado en la pared.
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Renner se dirige a Beverly Hills para reunirse con Winters en su más reciente construcción en Delfern Drive. En realidad, ésta es obra de Winters en 95 por ciento, porque Renner ha estado muy ocupado con su otro trabajo. Pero comparten el estrés. Es éste, sin duda, el mayor riesgo que han tomado los actores. «Es un trabajo grande», dice Renner de nuevo en el Porsche. «Un trabajo grande, grande, grande».
No está bromeando. Lo único que queda de la casa original son un par de enormes chimeneas de ladrillo. El resto de la construcción -930 metros cuadrados en un solo piso, un palacio art déco con techos de cuatro metros y once baños- es nuevo. Renner y Winters caminan sobre hectáreas de tierra hasta las puertas delanteras, sobre las que están posadas dos águilas cuadradas de piedra. Las rescataron, alguien les dijo, del viejo edificio de la Reserva Federal en Los Ángeles. «Oye, pusiste las águilas», grita Renner, feliz. Llevan más de un año en esto; les quedan quizá unos tres meses. Están llamando a la casa La Reserva. Es un monumento.
Hay trabajadores por doquier, limpiando palmeras y pintando. Winters quiere que Renner lo aconseje sobre unos toques finales, y pasan por la habitación principal a lo que será uno de dos enormes clósets. Sólo éste mide cientos de metros cuadrados, con su propio baño y muebles de nogal hechos por encargo. Winters tiene tres paneles de nogal acomodados bajo la luz, cada uno con un tinte ligeramente distinto, cada uno de un tono de gris.
A Renner le gusta el más claro de los tres porque es el que más deja ver el grano de la madera. «Ése me parece hermoso, hermano», y tiene razón. Realmente es hermoso. Cada rincón de esta casa es evidencia de sus cuidados.
«Ganamos una fortuna, incluso con ese bajón del mercado», dice Winters después. «A veces en la vida tienes que dar ese cinco o 10 por ciento extra, y eso realmente hace la diferencia». Parece ser que el dueño previo era un actor famoso con problemas financieros. Winters y Renner la compraron en una subasta de Hacienda. Juntos, piensan poner esta casa a la venta en por lo menos 22 millones de dólares, quizá hasta 25 millones, mientras que un colega del mundo de la actuación ve cómo se liquida su vida.
«Tengo mucha suerte», dice Renner, conduciendo de nuevo por las calles. «Pude fácilmente quedarme manejando un montacargas». Podría estar manejando una camioneta repleta de turistas, hablando en un semáforo con una mujer que solía conocer.
Sólo que esto no se acerca ni remotamente a la realidad.
Renner pasa por una cafetería, Mel’s Drive-In en Sunset Boulevard, donde él y Winters van cada vez que compran una casa nueva. Ésa es otra de sus firmas. Así es como empieza siempre. Se sientan juntos a una mesa, sacan un montón de servilletas y comienzan a planear su próxima gran inversión, más un cinco o 10 por ciento adicional. Hablan del tipo de casa que quieren al final y cómo lograrlo. «La arquitectura y la construcción tienen que ver con cómo superas los obstáculos que se te presentan», dice
Renner. «A veces eso determina el éxito que tendrás: ¿qué tan bueno eres para superar todos los obstáculos?».
Esta última vez en Mel’s, después de haber visto la casa en el cañón donde vivirá para siempre, él y Winters estaban metiéndose de lleno en sus servilletas cuando Renner alzó la vista. Y justo ahí, en la pared de un edificio al otro lado de la calle, había un mural enorme de The Avengers. Ahí estaba Renner, con su montón de servilletas enfrente de él, mirando una versión suya en superhéroe, varios pisos más alta que cualquier estructura que jamás haya construido. Él y Winters se detuvieron y se rieron durante un minuto, pensando en lo lejos que habían llegado, todo ese camino desde el número 7777 de Hollywood Boulevard y Nichols Canyon hasta The Bourne Legacy y La Reserva, qué suerte habían tenido, y luego volvieron a concentrarse en sus servilletas para transformarlas en mapas de éxito.