Andrés Bustamante se reinventa y habla con Esquire sobre los proyectos después de dejar de ser «Güiri-Güiri» y lograr su reinvención.
Andrés Bustamente se reinventa después de dejar a un lado a todos los personajes que por más de 20 años acompañaron a los mundiales, olimpiadas e incluso programas especiales.
La carrera de Andrés Bustamante es tan interesante como su vida, a continuación revivimos una entrevista que realizó con Esquire sobre el futuro del talentoso actor.
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ANDRÉS BUSTAMANTE EL COMEDIANTE
Al fondo de una habitación, pasando las camisas floreadas de Ponchito y la cabellera del doctor Chun-Ga, están los primeros disfraces que Andrés Bustamante creó hace treinta años en Canal 13. Por ahí, entre bigotes, pelucas y panzas falsas están los collares de Che Arlatán, un brujo argentino que hacía limpias con aspiradora, y el turbante del profesor Barbus Echa Fes, un médium que tenía contacto con el más allá. El creador de El Güiri Güiri hacía mancuerna con Alejandro Aura, quien le hacía unas entrevistas llenas de humor.
En su oficina, el mítico periodista deportivo José Ramón Fernández los veía actuar y se carcajeaba. Un día lo citó para conversar. Era 1988.
- Quiero que hagas comedia en Los protagonistas. Nos iremos a las Olimpiadas de Seúl. Haremos cosas fantásticas.
- No, no, no. ¿Qué voy a hacer? Yo le tengo pavor a esas cosas.
Fernández, quien le había dado clases de Teoría de la Televisión en la Universidad Anáhuac, le dijo que asistirían miles de periodistas. Le pidió seguir su instinto y confiar en el humor que hacía.
El maestro convenció al alumno. Le compró un maletín, y el flaco de melena y bigote tupido empacó unas pelucas y unas máscaras que se había mandado diseñar. Un sábado se montó en un avión de una aerolínea coreana y emprendió el vuelo más largo que había hecho a sus 29 años.
En Corea, Andrés Bustamante, presentó a Ponchito, un agente de viajes que llevaba gringas al Baby?O de Acapulco y les decía que era una pirámide mexicana. También al doctor Chun-Ga, un inventor cuyo antecedente era Elmer Homero, un científico que había creado tres años antes. Bustamante había comenzado a inventar cosas desde niño.
«Andrés Bustamante fue el más chico de tres hermanos y fue esperado por toda la familia» recuerda su hermana Maris, una artista plástica conocida como La Reina del Performance-. Desde niño fue un genio. Siempre nos sorprendía y divertía con sus inventos. Siempre supo lo que quería hacer: crear cosas y personajes.
Una noche, sentado junto a José Ramón Fernández, el doctor Chun-Ga reveló uno de sus primeros inventos: un zapato para marchistas. El campeón mexicano Ernesto Canto había sido descalificado de la prueba y el científico ideó unos tenis con unos dólares adheridos a la suela.
-Es un tenis especial pala los jueces que están tilando mala onda. Tlae unos billetes pala que los jueces se hagan de la vista golda. Así nomás los vas alancando y les dices: ?¡No me amonestes! ¡No me amonestes!? ¡Moahaaaa!
-Desde las primeras apariciones su humor fue un deleite -dice Fernández, un tipo con fama de rudo y de no quedarse callado ante lo que no le gusta.
Desde aquellos años Andrés Bustamante era persistente y obsesivo. Para crear sus personajes y sus historias leía diarios, veía televisión, observaba cosas en la calle. Pasaba horas imaginando. Todo en su vida ha sido una construcción, un método permanente. Lo ha sido siempre y lo es todavía.
«Andrés nunca fue tímido» dice su hermana, quien contradice lo que él piensa de sí mismo. Sólo era introspectivo, como todo tipo inteligente de verdad.
LOS MITOS DETRÁS DE ANDRÉS
Es un lunes de invierno en la Ciudad de México Andrés Bustamante desciende una escalera circular en sus oficinas de Polanco, el barrio donde nació. En el sótano, entra a una de las dos habitaciones donde conserva los personajes que ha creado en una carrera de treinta años.
Andrés Bustamante, Wikipedia dice que tu padre es actor y que has creado 60 personajes. «Es una mentira. Tampoco tengo una hija en Estados Unidos. Me llamo Andrés García de Bustamante Caballero. Y mis personajes -entrecierra los ojos y piensa unos segundos- deben ser más de 120».
El cuarto está iluminado y ordenado como el botiquín de un médico obsesivo, y concentra lo que ha sido su vida. Es una mezcla entre un cuarto de juegos y un almacén de magia: pelucas y bigotes, armarios atestados de disfraces, manos de hule, pistolas y sombreros.
En un cofre, al fondo, están los primeros inventos del doctor Chun-Ga. En un perchero, el pectoral musculoso de El Hooligan, quien alguna vez destrozó el traje de José Ramón Fernández y después clavó su corbata en el escritorio. Bustamante camina en los pasadizos del vestidor, pasa junto a seis desteñidas camisas hawaianas de Ponchito y llega a un busto con una peluca y unas gafas redondas: el disfraz del doctor Chun-Ga.
Con frecuencia baja a sacar los disfraces de las cajas para que se ventilen. Dice que así se conservan mejor. Nada de lo que permanece almacenado aquí llegó a sus manos por azar. Siempre que crea personajes imagina sus rostros, la complexión, los bigotes y las barbas que llevarán, y más tarde encarga el diseño a Horcasitas, una casa que le diseña postizos desde que comenzó a trabajar en 1984. Cuando inventa caracterizaciones, se las lleva a Everardo Mora, un mago del maquillaje que en su taller transforma esas ideas en personajes entrañables.
En un estante están las manos enormes que empleaba para interpretar al ex presidente Vicente Fox y un turbante amarillo con lentejuelas que vistió Ponchito. En otra caja hay un micrófono y una corbata de moño que utiliza para encarnar a Johny Petardo, un cómico que hace malos chistes y se ríe antes de terminar de contarlos.
¿Tienes un personaje favorito o los quieres a todos igual? Andrés Bustamante sonríe y no se lo piensa un segundo: «Ponchito. Es entrañable.»
EL PASO DE LOS AÑOS Y LAS LECCIONES APRENDIDAS
El creador de El Güiri Güiri viste una sobria chaqueta azul y pantalones oscuros. Al momento de la entrevista tiene 54 años, es robusto, tiene el bigote cano y la cabeza sin cabello. Es amable y da la impresión de ser tímido. Se le ve serio y sosegado. Nada que ver con la lengua suelta de Ponchito o el vendaval destructor de El Hooligan.
Este lugar ha sido su laboratorio. Aquí ha escrito, ensayado y pasado la mayor parte de su vida. Ahora, en este espacio íntimo, enfrenta una decisión crucial: jubilar a sus personajes más queridos.
En junio del año pasado, Bustamante sorprendió con el anuncio en el diario Reforma: «Yo creo que en un par de años voy a dejar de actuar. De repente como que a mis personajes les falta vitalidad». José Ramón Fernández, su patiño durante casi 20 años, dice que no es tiempo de que esos personajes mueran.
Son una parte inseparable del mejor cómico mexicano de los últimos 30 años, una fusión entre Chaplin y Cantinflas. Nadie se le acerca en genialidad. Eugenio Derbez (alza el puño y abre la mano como si arrojara un papel a un cesto) es un vulgar. Y Brozo, un payasito.
Bustamante no parece dudar de su decisión: la asume con tranquilidad, sin dramatismos. Es una promesa que se hizo hace treinta años, ante unos viejos comediantes cuya luz ya se había apagado.
Quiero hacer más personajes. También se trata de lo que yo quiera. De crear para mí.
LA PELÍCULA DE ANDRÉS Y SUS PASIONES
En una habitación contigua a la que sirve de almacén, un asistente se encarga de alimentar una computadora con un registro de cada peluca, invento y disfraz utilizados por Bustamante, quien viene a la oficina siempre que no está en Puerto Vallarta, donde tiene una casa y una hija.
Las últimas semanas ha estado aquí, preparando la presentación de su primera película, El crimen del Cácaro Gumaro, del director Emilio Portes, donde interpreta a un político viejo y corrupto.
-Por favor no toques el cabello de Ponchito- pide al asistente en un tono que hace recordar la voz de ese personaje-. Lo voy a necesitar más tarde.
Hace tiempo que dejó de acompañar a José Ramón Fernández. La última vez que estuvieron juntos fue en el Mundial de Alemania 2006. A partir de entonces mutó en un one man show itinerante: hace apariciones breves en la tele y se presenta con sus personajes en conferencias, eventos culturales y aniversarios de empresas.
Mañana, justamente en uno de estos eventos, será una de las últimas apariciones de Ponchito. Sus días están contados en la vida del comediante que logró el milagro de que las mujeres y los niños corrieran a ver Los protagonistas, un programa deportivo que solía ser un club de Toby, un espacio reservado a los hombres.
Antes de salir del estudio, apaga la luz.
SU FAMILIA Y EL HUMOR
Mi papá era catalán, nacionalista y empresario. Tenía un gran sentido del humor.» Bustamante está sentado en la cabecera de una mesa larga, en un salón amplio de su oficina al que se entra por una puerta ancha escoltada por una réplica en tamaño natural de Ponchito.
Se llamaba Andrés. Huyó de la guerra en España y llegó a México, donde se casó con una mexicana de San Luis Potosí. Tuvieron dos niñas y un niño: Andrés, el más pequeño. Los viernes, en su casa de Campos Elíseos, sus padres ofrecían una cena a la que llegaban tíos, primos y amigos cercanos.
Él tenía seis años y veía a su papá disfrazarse de mayordomo o de jardinero. Cuando escuchaba el timbre, corría a recibir a los invitados.
Los fines de semana iban al centro de la Ciudad de México a recoger correspondencia en un apartado postal del edificio de Correos. En uno de esos viajes lo llevó a la calle López, donde había un almacén de magia. La primera vez que llegaron ahí, tuvo miedo. Estaba oscuro y había unos sombríos muñecos de ventrílocuo.
-Aquí traigo a mi hijo para que le enseñe algunos trucos -dijo su papá.
El mago tomó una jarra, unas cartas, una cuerda, unas pelotas e improvisó algunos trucos. Bustamante se recuerda muy emocionado en aquel instante.
¿Cuáles te gustaron? «La jarra de agua y la cuerda», responde.
Cuando llegaron a casa su papá le dijo que era un secreto, que no contara nada. Vamos a montar un espectáculo. Será increíble. Ya verás.
Esa tarde, papá pidió a mamá que diseñara unas capas. La pequeña era de fieltro negro con forro de satín rojo y la grande una bata marroquí larga y con rayas, y un sombrero a juego. Volvieron a la tienda de magia por una chistera y un sombrero de copa. Su papá, alto, blanco y calvo, se compró una peluca y una barba.
Semanas después estrenaron un número. Él hacia el papel del mago serio y su papá un asistente que contaba chistes. Siempre al comenzar hacía esta broma: «¡Bienvenidos a Mesopotamia!». Y, tras una pausa: «¡Mesopotamia esquina con 16 de Septiembre!». Hacía una reverencia y anunciaba: «¡Con ustedes, el mago Andreyev!».
«Actuar era emocionante» Bustamante retrocede 48 años atrás, a cuando tenía seis. «Sorprender con la magia me hacía sentir importante, pero me encantaba que el público se riera con los chistes de papá. Por eso comencé a hacer bromas: hacer reír era divertido. Eso me aventó a hacer todo lo que hice después».
Su hermana Maris no olvida que en la cena, la familia discutía de cultura, política y arte, y que desde muy temprano Andrés desarrolló un humorismo que siempre fue serio como propuesta intelectual y fácil de digerir.
«Su talento básico es que siempre es él. Un cómico es un actor que representa, pero Andrés siempre se ha representado a sí mismo. Lo que él hace casi nadie lo puede hacer. Es un intelectual del humor».
SUS INICIOS EN LA COMEDIA
En el Colegio Ciudad de México, una escuela privada en Polanco, comenzó a imitar a sus maestros aun cuando -recuerda- le daba una pena del diablo. En la prepa formó parte del grupo de teatro. Su primer papel fue un vigilante en «La Guarda Cuidadosa», un entremés de Miguel de Cervantes Saavedra. Su papá siempre pensó que todo era un juego, tenía que serlo.
«Andrés, tienes una habilidad para hacer reír, pero no te confundas: es una diversión. Tienes que hacer una carrera.»
Se convenció de que así debía ser, pero no sabía qué estudiar. Le gustaban la electrónica y los inventos. Escogió Ciencias de la Comunicación en la Universidad Anáhuac y también ahí entró al grupo de teatro, en el cual montaron un espectáculo de mimos.
Llevaba la clase de televisión con José Ramón Fernández y quería ser productor. Un día en una clase, delante del rector, pasó al frente a imitar al temperamental conductor televisivo.
En aquel tiempo su hermana Maris hacía performance con su marido Rubén en El Cuervo, en la plaza de La Conchita del barrio de Coyoacán. En una ocasión le pidió ayuda con una película. Cuando revisaba unas imágenes, Bustamante tuvo la idea de hacer un número.
Lo llamó El usurpador de sombras: un performance que mezclaba magia con humor. Era un merolico y vendía una loción mágica. «¡Pase usted y pruebe este líquido que le permitirá hacer unas figuras sensacionales!». Atrás estaba su cuñado con una pantalla, un foco y unos recortes de cartón. Bustamante se ponía la crema en las manos, las movía con gracia y en el fondo aparecían unos dragones chinos.
Una noche se le acercó Alejandro Aura, propietario de El Cuervo, el bar que dio origen al Hijo del Cuervo de Coyoacán.»Tu hermana es una artistaza. Tú tienes una vena cómica. Prepara algo y ven a presentarlo.»
Durante semanas escribió guiones. Tomó al merolico, lo transformó y creó varios personajes. Se basó en El gabinete del Doctor Caligari, una película muda del impresionismo alemán -de 1920- y construyó una parodia. La nombró El gabinete del doctor Güiri Güiri.
Salía al escenario disfrazado y con una jaula en las manos. Dentro había una boca que hablaba. Se vestía de merolico y anunciaba unas cosas rarísimas, como una caja que tenía la virtud de acallar la voz de la gente. También el descuartizador de la sintaxis: lo activaba y comenzaba a decir frases y palabras en desorden.
Inventó a un samurái que llevaba una armadura hecha con instrumentos de cocina: un rayador, un escurridor, unos moldes para panqués. La catana, unos cucharones. El guerrero se despojaba de la armadura y con los implementos armaba una mesa. Le pedían limones y como no tenía, hacía harakiri.
Bustamante montaba el número solo, sin ayuda. Ideó la forma de transformarse de samurái a un cocinero sin manos llamado Kodov que preparaba ensaladas con los codos.
Se presentaba en El Cuervo los martes por la noche. Sus amigos abarrotaron el estreno, pero después casi nadie iba a verlo. Así transcurrieron varios meses, hasta que el espectáculo comenzó a gustar.
Un día Aura enfermó y Bustamante lo suplió los viernes por la noche: el bar se llenó. Cuando volvió, el poeta le dijo que ya no se presentaría los martes y que ambos actuarían viernes y sábado. Una de esas noches los vio actuar Enrique Strauss, productor de Canal 13, entonces parte de la cadena estatal Imevisión.
«¿Por qué no hacemos un programa de tele?», les dijo. Quería hacer un programa nocturno con un conductor, entrevistados y segmentos de humor. El programa se llamó Entre amigos y pasaba los domingos por la noche.
LA LLEGADA A LA TELEVISIÓN
Aura era un hombre culto y sencillo con un gran sentido del humor. Si entrevistaba a Che Arlatán, se dejaba pasar un huevo por el cuerpo y hacía gestos de poseído. Greco Morfema, un viejo español que deconstruía palabras para revelar su significado, despeinaba al poeta y lo acariciaba como a un niño.
En Los protagonistas Bustamante hizo la mayor parte de sus caracterizaciones. A las Olimpiadas y mundiales llevaba entre 20 y 30 personajes. Creó a Horacio Cascarín, entrenador de Los Masacotes de Chicontepec, quien enseñaba la técnica mexicana del «futbol colmillo», con mañas y tranzas, y a Albert Ahista, un profesor que siempre encontraba una relación entre cosas y números. También a El Hooligan, a un luchador de sumo michoacano y a maestros de idiomas: en Italia, Capilio Parato; en Corea, Chi Do Wan; en Japón, Taka Niho.
Después creó El Güiri Güiri. El programa pasaba los domingos y ahí formó un equipo de escritores: Armando Vega Gil, fundador de Botellita de Jerez, Antonio Hurtado y Antonio Garci.
«Todos ganábamos lo mismo cuando éramos guionistas. Era un trabajo colectivo y Andrés era apapachador y generoso» dice Vega Gil, un rockero de voz dulce. «Era impresionante verlo enloquecido ante la cámara, comunicándose a través de la lente con el público. Nadie hacía eso. Siempre he dicho que nuestros gags estaban bien hechos por lo mucho que nos reíamos en las juntas».
Juntos escribieron los sketches del profesor Greco Morfema, a quien Bustamante creó inspirado en su padre, y los de Mambrú Molotov, un soldado que gritaba «¡Yo no voy a la guerra!», y empleaba armas pacifistas como una pistola que en lugar de gatillo tenía una hoja de afeitar: «Si usted dispara -advertía Mambrú- se vuela el dedo. Entonces, nadie disparará».
«Es curioso que en una época en la que había censura en la tele, a nosotros no nos decían absolutamente nada», dice Bustamante. «Nunca nos dijeron: a ver el guión, qué vas a hacer. Mi formación fue en ese rollo, en esa libertad muy suave para hacer lo que quería».
Mucha gente se preguntaba si Bustamante se ponía de acuerdo con Fernández para hacer los sketches. El Hooligan le rompía el traje, el luchador de sumo lo tiraba al piso, Albert Ahista le pegaba con una macana negra.
«En Atenas le dije: Ponchito, no vayas a hacer una locura porque estoy recién operado» recuerda Fernández en un estudio de su casa colmado de fotografías y presidido por Joserrito, un peluche creado por Bustamante. «Pero él, que es tan serio, actúa como poseído cuando se disfraza. Me acostó en el escritorio, me cubrió de aceite, se me trepó para darme un masaje. Caímos al suelo. Llovían llamadas al estudio. La gente estaba encantada».
«Jamás supe lo que Bustamante iba a hacer, hasta que hacía una locura. Esa fue la mejor comunicación que tuvimos». A mediados de los ochenta, cuando empezaba a ser conocido, Bustamante recibió una invitación del periodista Jorge Saldaña para asistir a un programa de comediantes.
Estuvieron ahí Manuel Medel, quien hizo pareja con Cantinflas, y Richard, un imitador de Agustín Lara. Aquella cita le dejó una honda impresión:
Rondaban el setentón. Podían cotorrear y ser la onda, pero habían perdido el vértigo y la rapidez de un comediante. Me dije: «Híjole, no está muy padre alargar este rollo de la comedia».
Después vi a otros comediantes viejos y recordé que era padrísimo cuando eran jóvenes y hacían un personaje. Pero ya rucos querían seguir haciéndolo y se pintaban el pelo para parecerse. Los personajes de ficción viven en una burbuja de tiempo, en una biología suspendida.
El doctor Chun-Ga siempre ha sido súper flaco. Ha pasado el tiempo, tiene otra peluca, pero conserva el mismo semblante: siempre ha tenido 50 años. Ponchito es un chavo con camisa hawaiana, el pelo despeinado, siempre tirando un rollo. Superman siempre es interpretado por un actor joven y el personaje nunca envejece. Sucede algo distinto con los personajes de Cantinflas o de Tintán. O con los míos, toda proporción guardada porque no me comparo, ellos son jefes.
Ponchito es un personaje interpretado por un hombre y el hombre va envejeciendo. Antes hacer Ponchito era padrísimo: me ponía una peluca, una camisa y ya. Ahora me tengo que pintar el pinche bigote. Conforme va pasando el tiempo veo al Ponchito juvenil y me veo, ahora, vestido de Ponchito. Tengo 54 años y me siento fuerte, con ánimo, pero a veces pienso en una película de Chaplin, Candilejas, donde hay un comediante viejo que fue exitoso y dejó de serlo. Se enamora de una mujer joven y todos los días tiene que maquillarse. Ya no es el comediante divertidísimo de años atrás.
Hace 30 años, sentado con aquellos comediantes viejos, dije: «Maestro, hay que pararle». No voy a dejar de hacer comedia, pero debo tener cuidado con mis personajes para no pasar de lo cómico a lo grotesco.
Ahora hago presentaciones con humor donde soy Andrés y la gente se ríe mucho. No me tengo que disfrazar con esta onda de la peluca y la pancha y la narich y pachale pacá. Quiero dejar a los personajes en un buen momento. Tengo cabeza para seguir inventando cosas. Quiero hacer otros personajes, pero ya no al Ponchito [chasquea los dedos y mueve el cuerpo como si bailara] que conocieron en el 88.
Quizá debería reinventar a mis personajes: Ponchito con canas. Creo que esta onda de la biología suspendida tiene que ver con que el público quiere algo y lo pide. Es una especie de toma y daca entre el actor y el público, y uno se mantiene en esto porque el público lo exige. Yo he sido beligerante en este rollo. Quiero hacer más personajes. También se trata de lo que yo quiera. De crear para mí.
ANDRÉS BUSTAMANTE SE REINVENTA
Andrés García de Bustamante Caballero es persistente y obsesivo. Lo ha sido siempre y lo es todavía: le gusta actuar, pero lo que más disfruta es planear y preparar un guión, una caracterización, una cápsula de humor. Escribe y ensaya en su oficina porque le gusta tener todo bajo control. Trabaja varias horas consecutivas y, para evitar interrupciones, siempre tiene listas en una mesa unas marinas de mole y unos sandwichitos de jamón y queso que desde hace años pide al mismo lugar.
Es un martes de enero y Bustamante está en una habitación de la oficina habilitada como camerino. Hay un espejo con unos focos en la parte superior. Sobre una mesa, un sombrero Stetson, una peluca castaña y unos anteojos de cristal grueso. En el closet, un traje y una panza falsa.
Es el disfraz del primero de sus personajes post todo-lo-que-hice-antes-en-la-tele: Don Cuino Meléndez de la Popocha, alcalde de Ciudad Güepez, un político descarado y uno de los personajes centrales en El crimen del Cácaro Gumaro, un microcosmos de la realidad del país: piratería, un sacerdote turbio, una novia interesada e infiel, un político que usa el dinero del pueblo en su beneficio. Es una comedia de dos hermanos -un cácaro de pueblo y un pirata de DVDs- que se disputan la herencia del papá.
Hace cinco años, Daniel Birdman, productor de El crimen del Padre Amaro, lo invitó a escribir el guión. Aceptó y llamó a su amigo Armando Vega Gil.
Es posible que el éxito de la mancuerna que han formado ambos hace años se deba a que son muy distintos: Vega Gil es como un cohete en propulsión y Bustamante, un mar en calma.
«Andrés Bustamante es un comediante limpio» dice Vega Gil, quien en la película interpreta al Padre Amargo, un padre temible y entrañable a la vez. Siempre se cuida de lo grotesco y lo vulgar, y apuesta en grande por la inventiva de sus personajes. Ponchito hace de sus paseos chafas unas experiencias sensoriales con bromas finas y acotadas. Dispara albures, pero muy dosificados.
Durante un año se encerraron en la oficina de Polanco a resolver el guión. Vega Gil fue alumno de Syd Field, célebre guionista que acuñó una metódica estructura de trabajo dividida en tarjetas numeradas. En el salón de la planta alta tenían un pizarrón que se llenaba todos los días.
Si el guionista escribía la tarjeta número 3, Bustamante -el hombre método- añadía una 3.1. y otra 3.2. Escribían, proponían ideas, comían una marina de mole, se peleaban, se morían de la risa de lo que decían y más tarde el bajista de Botellita de Jerez se llevaba el pizarrón a su casa para aterrizar las ideas.
Un día llegó el director de la película, Emilio Portes, y los sorprendió con cientos de tarjetas en el piso. Inventaron escenas imposibles, como una pelea en un helicóptero que sobrevolaba el pueblo.
«Estábamos en un estado de locura», dice Vega Gil. «Te juro que oía voces». Al segundo año se sumaron a la escritura del guión Birdman y Portes. Se repartían los papeles y Bustamante siempre elegía a Don Cuino: engrosaba la voz y le daba también un leve tono norteño.
Dos meses después, el productor y el director lo invitaron a comer. Andrés Bustamante les había advertido que no quería actuar, pero ellos estaban completamente convencidos de que debía estar en la película.
«Tienes que ser Don Cuino» le dijo Portes. «No me imagino a otro en el papel». Para Birdman, nadie más podía tocar como Bustamante esas líneas de incultura y abuso, tan comunes en la política mexicana, que representaba el alcalde.
Se resistió nueve semanas. Una tarde Birdman llegó con un sombrero Stetson que había pertenecido a su abuelo. «Quiero que lo conserves. Mira nomás, te ves muy bien».
Y como todo en su vida es un método y una construcción, mientras deshojaba la margarita y decidía si hacerlo o no, Andrés Bustamante ya había dedicado tiempo a revisar la imagen de los políticos de los años 60 y 70. Entraba al camerino, se paraba delante del espejo y comenzaba a hacer lo que ha hecho durante 30 años: imaginar y construir el disfraz de Don Cuino. Espejear, actuar, hacer muecas. Hablar con una voz cavernosa. Corregir lo que no le gusta. Y volver a empezar.
Quince días más tarde, Bustamante entró al salón y saludó a todos: llevaba unos gruesos anteojos como los del fallecido líder sindical Fidel Velázquez, una peluca, patillas estilo José López Portillo y el sombrero.
Terminó de convencerlo la idea de aparecer junto a viejas y nuevas estrellas: Chabelo y Carmen Salinas, Jorge Rivero y Ana de la Reguera, María Rojo y Carlos Corona, Eduardo Manzano y Kate del Castillo, Jesús Ochoa y Alfonso Zayas. Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu dijeron que sí, pero no pudieron llegar en las nueve semanas que duró la filmación.

EL DÍA DE LA PRESENTACIÓN
¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! Las bazucas llenas de serpentinas explotan y las notas de la Marcha de Zacatecas se escuchan en un cine de Polanco. Es otra tarde de enero y él va enfundado en un traje color hueso, aventando dólares. En la sala, además de reporteros, hay decenas de espectadores veinteañeros que tal vez no conocen los personajes de Andrés Bustamante.
Don Cuino se quita el sombrero, se para detrás de un atril grabado con dibujitos de un marranito y enfrenta a la prensa.
«Mi nombre es, váiganselo grabando de una vez, Cuino Meléndez de la Popocha, presidente municipal vitalicio de Güepez. Olvídense de los comerciales del gobernador de Chiapas o el de Puebla. Son chamacos imberbes en comparación conmigo. Lo mío será a lo bestia. Hasta una película me mandé hacer».
Don Cuino es muy distinto a todos los personajes que ha hecho antes. El director Emilio Portes dedicó muchos días a platicar con él para cuidar que no replicara el tono televisivo que lleva en la sangre. «Acuérdate que estás en un pantallón. A lo mejor no tienes que hacer tantas jetas como lo hacías con José Ramón».
En el filme, Andrés Bustamante ya no es el comediante frontal que miraba a la cámara. Ahora la lente lo observa desde fuera. En el cine, Don Cuino responde las preguntas de la prensa:
«¿Usted es sobrino mío? Qué aspiraciones tan rastreras tiene usted. Yo pensé que iba a decir que es sobrino de Azcárraga.
Me dicen que la película tiene diferentes niveles de lectura. Mi respuesta es: hay camino, en inglés. O sea, ¡ay güey!
Mis tres escritores favoritos son… Me recuerda a una pregunta que le hicieron a un colega mío. Son El principito, que escribió Maquiavelito; Don Quijote, de Miguel de Cervantes, la historia de una niña que va a buscar a su abuelita y la confunde con molinos de viento, una cosa muy pacheca; y El arte de la guerra, del gran Tun-Tun.
Los políticos nunca decimos que vamos a perder. De babosos lo decimos.
¿Que si estoy autorizado a utilizar la imagen del presidente Enrique Peña Nieto? A mí me autoriza pagar impuestos.
¿Quién está a cargo de mi imagen política? La hicieron mi papá y mi mamá hace 54 años en un catre de Ciudad Güepez».
Muchos de los espectadores veinteañeros aplauden y ríen hasta las lágrimas. Don Cuino se despide con los brazos arriba, como político en campaña.

Ocho días antes del estreno de la película, Andrés Bustamante llega a la premier. Viste un elegante traje negro sin corbata y camisa blanca. Como siempre, está muy atento a las peticiones de los fotógrafos: posa con el dedo apuntando al frente, con los brazos cruzados y ligeramente agachado, como cátcher de béisbol.
Sonríe. Parece feliz aunque por dentro el nervio lo devore mientras llega la fecha del estreno. Ha pensado mucho sobre ese momento. Él, un obsesivo de la planeación, ha previsto que ese día irá a un cine a sentarse con desconocidos para ver sus reacciones. Está seguro de que la tele ha quedado atrás. Que Ponchito y el doctor Chun-Ga y El Hooligan ya hicieron lo suyo. Que en El crimen del Cácaro Gumaro está su firma, pero con una evolución de lo que había hecho antes.
Bustamante entrecierra los ojos. Como cuando era niño, su cabeza ya está maquinando lo siguiente. Su próxima invención.
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