Escocia, Irlanda, Kentucky, Canadá, Japón: no importa de dónde venga, el whisky (o whiskey) tiene funciones muy claras cuando hace su ambarina, ascendente, deseada, potente, rocosa, tibia aparición en una película. Hace algo de su bebedor. Algo que no es el bebedor de cerveza tirado en su sofá frente a la televisión con una rebanada de pizza dejándole caer un poco de salsa de jitomate en los calzones; algo que no es la bebedora de merlot o chardonnay en la mesa del lunch angelino; algo que no es el bebedor de appletini en una sitcom (JD a un cantinero en Scrubs: “Un appletini y el trago más femenino que tenga”. El cantinero: “Trabajan dos appletinis, entonces”.); algo que no es la bebedora de cosmos del bar neoyorquino; que no es el espía ruso bebedor de vodka en una misión sin regreso. Otra cosa.
¿Pero qué?
Primero que nada: un badass. Un cabrón, un respondón, un hombre cuyo escudo es el sarcasmo, un tipo que siempre tiene la sonrisa de la calavera en la punta horizontal de los labios. No cualquiera se le pone al brinco. John Constantine, por ejemplo, un hombre que se suicidó a los 15 años, pasó literalmente dos minutos en el infierno —una eternidad— y volvió a la tierra de los vivos. Ahora, ya llegando a la mitad de su treintena, se dedica a exorcizar demonios en ciudades noires de Estados Unidos. Digamos que nada puede ponerle los pelos de punta. (Lo interpreta Keanu Reeves, que es todo menos un badass, pero ustedes no se fijen en eso.) La película es Constantine (2005), inspirada en el profano cómic Hellblazer, y el whisky del exorcista es un Ardbeg 10, single malt de la isla de Islay (pronúnciese áila). Ardbeg es un aguardiente potentísimo donde explotan notas de mentol, pimienta negra, grafito y hasta tocino sobre un ahumado lienzo de turba. Constantine siempre se ve un poco borracho; también: un mucho sabio; también: incapaz de perder las riendas.
Bill Murray con Scarlett Johansson en Lost in Translation (2003).
Constantine no es hermoso: la vida y el infierno le han ajado el físico. Pero hay tipos bellísimos cuya hermosura se acentúa con buenos whiskies. Piensen en Ryan Gosling. Tal vez no hay un tipo más hermoso que este semidiós vikingo, descendido a la tierra desde un Asgard color rubio perfecto. Pero no es tan sólo bello: es interminablemente cool. ¿Les suena Ryan Gosling? Recuérdenlo en Crazy, Stupid, Love (2011), donde interpreta al impecable Jacob, un hombre que se las sabe de todas, todas y que, desde su torre de marfil, decide ayudar al pobre diablo recién corneado y a punto del divorcio Cal Weaver (apropiadamente: Steve Carell) a conseguir un maldito ligue siquiera una vez en la vida. Este hombre perfecto tiene un trago favorito perfecto: Pappy Van Winkle’s Family Reserve 20 años, de Kentucky, con una rebanadita de naranja como adorno. Asumo que los lectores de Esquire estarán familiarizados con el mejor bourbon del mundo; de lo contrario, permítanme decirles esta verdad: Pappy Van Winkle’s Family Reserve 20 años es el mejor bourbon del mundo.
(Interesados en bourbon y en Pappy Van Winkle, no se pierdan el episodio “Gluttony” de la serie The Mind of a Chef, temporada uno. Háganme caso.)
Keanu Reeves en Constantine (2005).
Eres cool. Eres hermoso. Luego, poco a poco, la vida te va rompiendo: te vuelve la rasgada jerga del cashmere impoluto que fuiste alguna vez. A Ryan Gosling va a sucederle, como le sucedió a Marlon Brando, a Paul Newman, como está sucediéndole a George Clooney y, tempranamente, a Leonardo DiCaprio. Pero el buen whisky debe convertirse en tu ancla: no a un pasado mejor sino a un presente bien plantado mas danzante. ¿Un ejemplo? Qué les parece éste: Bob Harris, una vieja estrella hollywoodense comparte un whisky Suntory, la gran destilería de Osaka, con nosotros. “For relaxing times —dice mirando a cámara mientras acerca el vaso a la boca—, make it Suntory time.” Es un tipo tranquilo como una ártica laguna; está cansado pero nada lo perturba. Tiene sesenta o más años, poco pelo, los publicistas le han pintado ligeramente los rabillos de los ojos. Este hombre añejado varias décadas en barricas de roble pronto va a entablar una relación volátil, whisky en mano, con una mujer bellísima y muchos años menor: Charlotte. La actriz que interpreta a esa mujer es Scarlett Johansson. El tipo es Bill fuckin’ Murray. La película es Lost in Translation.
Steve Carell y Ryan Gosling en Crazy, Stupid, Love (2011).
Pero no nos engañemos: la tipología del bebedor de whisky cinematográfico no sólo incluye a los grandes triunfadores, a los semidioses invencibles o a los cabrones que tarde o temprano se acuestan con Scarlett Johansson. El detective irlandés Jimmy McNulty, uno de los protagonistas de la serie The Wire (2002-2008), es quizás el más jodido de los policías de Baltimore. Incapaz de mantener una relación amorosa más o menos sana, trabajador estúpidamente incansable, mentiroso, roto como el más roto de los bolsillos rotos, McNulty no puede pasar unas horas sin beber un poco — un mucho— de whiskey Jameson. Está tan partido como Irlanda: “¿Bushmills? ¡Eso es whiskey de protestantes!”. Bushmills es elaborado en la ciudad homónima de Irlanda del Norte, protestante. Jimmy, como el Jameson, viene de Cork por vía de Dublín, Irlanda, tierra de católicos y de culpas irresueltas. En McNulty está la historia del whiskey irlandés —peor: la historia de Irlanda— reflejada de la manera menos feliz posible: una casa tajada en dos, siempre en lucha contra sí misma, perdiendo esa interminable batalla sin sentido.
Gemma Jones y Naomi Watts en You Will Meet a Tall Dark Stranger (2010).
Ven, bebe este vaso de whisky. Bébelo sin hielo, sin agua. Desciende conmigo las escaleras negras que bajan al fondo del sinfín. Guarda un segundo de silencio por los bebedores perdidos en las visiones arbitrarias, yuxtapuestas del alcohol. El cine ofrece muchos. La patética madre de You Will Meet a Tall Dark Stranger (2010), de Woody Allen, buena bebedora de whisky Bell’s; el grasiento Jackie Flannery, que en el barrio Hell’s Kitchen de Nueva York va a empantanarse a punta de whiskey y malas decisiones en una arena movediza que no podrá sino mandarlo a la tumba en State of Grace (1990), dirigida por Phil Joanou… pero el más solo, penoso y triste de todos es el escritor Don Birnam en The Lost Weekend (1945).
Dominic West en The Wire.
Don no ha podido escribir un buen párrafo en muchos meses. Ha perdido la memoria, la sobriedad y la confianza para concatenar palabras. Su historia es la de todos los hombres abandonados por lo que, románticamente, llaman musa o inspiración. O, con más realismo, oficio. Pero bebe. Y desesperado en las calles de Manhattan busca un sorbo más de rye. Ha perdido todo menos la sed. Cuando se sienta por fin frente a la barra, le ruega a Nat el cantinero que le fíe una copa más: la que los alcohólicos míticamente llamamos “La Última”. Nat la sirve. El whiskey “me encoge el hígado, ¿cierto, Nat? Me encurte los riñones, sí —dice Don y mira atentamente su copa—. ¿Pero qué le hace a mi cerebro?”
Entonces comienza uno de los grandes discursos alcohólicos que se han pensado, escrito, dicho. Uno de los grandes poemas que el whiskey, agua ámbar, torre de reflejos, ha inspirado. Y yo con este poema los voy a dejar, amigos, para que sepan dónde encontrarme las próximas horas. Por ahí los veo, en el fondo del vaso:
Gary Oldman en State of Grace (1990).
“¿Pero qué le hace a mi cerebro? Deja caer los lastres para que el globo aerostático pueda alzarse por los aires. De pronto estoy por encima de lo ordinario. Tengo confianza, confianza total. Voy cruzando las cataratas del Niágara por una cuerda floja. Soy uno de los grandes. Soy Miguel Ángel, moldeando la barba de Moisés. Soy Van Gogh: estoy pintando pura luz de sol. Soy Horowitz tocando el Emperador de Beethoven. Soy John Barrymore antes de que las películas lo destruyeran. Soy Jesse James y sus dos hermanos. Soy los tres al mismo tiempo. Soy Shakespeare. Y estoy ahí, y ahí no está la Tercera Avenida ya. Está el Nilo. El Nilo, Nat, y por el Nilo viene bajando la barca de Cleopatra.”
ALONSO RUVALCABA (Ciudad de México, 1973). Es editor de Frente y colaborador de Letras Libres. Su restaurante, Bretón / Rosticeros, no lo va a hacer rico nunca pero al menos le ha permitido probar algunos grandes whiskies. Como el Balvenie Doublewood 12.
Ray Milland en una escena de The Lost Weekend (1945).
Fotografías: cortesía