El preámbulo para el final generó circunstancias creativas especiales para The Beatles. Inmersos en un ambiente de conflicto grabaron una obra emblemática en la historia del pop. Fue así que, quienes se convirtieron en eterno sinónimo de Liverpool, consiguieron con el conocido como The White Album, elaborar una de las piezas más valoradas desde su realización hace cincuenta años.

Por Benjamín Acosta
Sin más que una portada blanca como antesala gráfica, el 22 de noviembre de 1968 aparecía una producción que solo lleva el nombre del cuarteto musical más célebre. De forma minimalista, el grupo decidió así encapsular un álbum doble homónimo y caracterizado por canciones que, en su conjunto, refleja cierto interés por seguir explorando el eclecticismo en la composición que habían registrado en el anterior Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967), aunque sin tanta innovación técnica.
La ironía en el contraste deliberado entre forma y fondo, se proyecta con más fuerza cuando se sabe que las sesiones de grabación se realizaron tras un retiro de meditación en Rishikesh, India.
Al parecer, el respiro espiritual que vivieron con el Maharishi Mahesh Yogi, no solo derivó en la revelación de frases y melodías, sino también para colocar en la misma sintonía las tensiones como grupo, cuya desintegración se haría realidad en abril de 1970.
Las acaloradas discusiones que fueron inevitables durante la grabación que se realizaba a cualquier hora –y con un centenar de tomas en algunos casos– en Abbey Road, se desataban en medio de una serie de ensayos e improvisaciones. Instantes para moldear versiones finales y que podemos ahora conocer mediante las nuevas ediciones de este disco.

Ese fue el escenario en el que lograrían canalizar contrapuntos y fricciones.
El choque de individualismos en desacuerdo y exigencias perfeccionistas, llevarían a un retiro temporal del baterista Ringo Starr, así como una pausa que le permitiera tomar aire fresco a su productor George Martin e ingeniero Geoff Emerick. Y, por si fuera poco, no resultaba del todo agradable la participación de Yoko Ono, cuya presencia era apoyada incondicionalmente por John Lennon.
A pesar de esa toxicidad, la atmósfera terminó por ampliar el espectro y así concebir piezas cuya intención logró derribar estándares para dar vida a momentos tan inclasificables como desconcertantes (“Helter Skelter”), de pegajosidad absoluta (“Back in the USSR”, “Birthday”), licencias lúdicas (“Ob-La-Di, Ob-La-Da”) o bien baladas tan atípicas como hermosas (“Dear Prudence”, “Blackbird”).
Y, más allá del vuelo liderado por Lennon y Paul McCartney, es el espacio donde George Harrison plasma una de las apuestas más sólidas: “While My Guitar Gently Weeps”. Tan solo algunas escalas entre las treinta canciones que lo integran, cuya narrativa no lineal conforman la colección considerada como una de las más relevantes de The Beatles debido a la versatilidad que, de cualquier manera, ejercieron sin prejuicio alguno.
