Especial de música Esquire.
Para cuando la gira Out There de Paul McCartney llegó a Osaka, Japón, A finales de abril, ya llevaba cerca de dos años recorriendo el mundo.
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Se había presentado frente a cerca de dos millones de personas, de Montevideo a Winnipeg, de Nashville a Varsovia; y el público de Seúl, Marsella y Estocolmo aún esperaba su llegada. Out There siguió después de la gira On the Run, la cual siguió casi inmediatamente a Up and Coming, que comenzó a principios de esta década. Podría seguir explorando su pasado para demostrar que McCartney es un viajero incansable, sin embargo no lo haría con la misma energía y entusiasmo que él mismo transmite en cada espectáculo retrospectivo. Toca casi 40 canciones en cada concierto, de un catálogo que se remonta a hace más de 50 años. Cada concierto dura cerca de tres horas. Las exigencias que esto le supone hubieran sido considerables en 1965, a sus 23 años de edad, así que a saber cómo lo logra ahora. Y no ha sugerido que se retirará o que, al menos, bajará el ritmo.
Se toma descansos prolongados y ha habido años en los que McCartney no ha tocado en vivo para nada, pero por lo menos desde el inicio de este siglo lo ha hecho con casi la misma banda y el mismo equipo, amigos y socios, y ha cantado las canciones que lo volvieron rico y famoso, muchas de las cuales ustedes, todos sus conocidos y millones de personas a las que nunca conocerán, se saben completas. En serio, ¿quién no se sabe los primeros versos de “Yesterday”? El vuelo de McCartney aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Kansai a las 7:00 de la mañana del 20 de abril y lo recibieron con la misma histeria que ha causado desde principios de los 60. No es fácil contar cuántas personas lo recibieron en el aeropuerto (se estima que entre 500 y 800) en el video tembloroso que su publicista, Stuart Bell, me enseña en su teléfono más tarde ese día. Lo que es un hecho es que la mayoría lo esperó desde muy temprano, bajo la lluvia intensa, levantando pancartas caseras muy amables —ERES MI CANTANTE; GRACIAS PAUL, VOLVISTE— y que cuando por fin apareció, como era de esperarse, gritaron, se estremecieron, brincaron y se cubrieron la boca con las manos por la emoción.
Acompañado por su esposa Nancy, McCartney descendió del avión en el uniforme que usa cuando no está trabajando: jeans oscuros, chamarra de mezclilla, camisa blanca, lentes de sol. Llevaba su bajo-violín Hofner, una de sus insignias —ha tenido este en particular desde el concierto en el Royal Variety Performance de 1963— que viaja a todas partes resguardado por su asistente personal John Hammel, quien ha estado con él casi desde entonces. Como Hammel, el Hofner viaja en su propio asiento. (Más tarde, un técnico de guitarras muy amigable me permite inspeccionarlo y, como el experto que soy, puedo confirmar que en efecto es una guitarra.)
McCartney viajaba desde Cleveland, Ohio, en donde la noche anterior había inducido a Ringo Starr en el Salón de la Fama del Rock and Roll. (McCartney: “Como dijo mi hija cuando me incluyeron: ‘Chingada madre, ya era hora’”.) Dijo haber dormido bien en el avión y para cuando llegó al Kyocera Dome, un estadio de beisbol en donde la noche siguiente tocaría junto con su banda para un público de 55,000 personas, se veía descansado y relajado.
Tiene bien ensayada su rutina durante las giras: desayuno, ejercicio, tal vez un masaje y juntas con su equipo. Si el clima y las condiciones de seguridad son favorables, un paseo en bici en las cercanías del hotel. Si hay un cuerpo de agua cercano intentará dar un paseo en bote. Hoy ensayará con la banda, cenará temprano con Nancy y unos amigos que lo acompañan en la gira. Mañana la prueba de sonido se realizará entre las 3:00 y las 4:30 p.m.
Después, a medida que se acerque la hora del concierto, se retirará a su camerino para ver programas basura de la tele estadounidense. Tras el concierto, se tomará un trago, cenará y a la cama. Y al día siguiente se levantará temprano para viajar a Tokio para el siguiente concierto. “A esto me dedico”, me dijo cuando le pregunté qué lo motivaba luego de tantos años. “Es mi vida.” En la tarde de su llegada la ciudad me presentan a McCartney en un pasillo en el backstage de la sala de conciertos. Como imaginaba, es delgado y activo; su apretón de manos, vigoroso; su mirada, directa; sus movimientos, rápidos y decisivos. No es un hombre que quiera que lo entretengan mucho tiempo, en un pasillo o en cualquier parte. “A esto me dedico”, responde cuando le pregunto qué lo ha mantenido activo durante tantos años. “Es mi vida.”
“A esto me dedico”, responde cuando le pregunto qué lo ha mantenido activo durante tantos años. “Es mi vida.”
Cualquiera de nosotros tendría suerte de llegar a la edad de McCartney —73 para cuando lean esto— en tan buena forma. Pero envejecer a la vista de todos supone cierta crueldad. McCartney era el más querubín de The Beatles: mirada inocente, sonrisa encantadora. Ningún septuagenario luce igual que a los 20 y McCartney no es la excepción. Viste como un hombre menor: hoy lleva jeans grises, una camisa casual azul con las mangas recogidas, tenis negros sin agujetas. El cabello castaño es atemporal: tiene movimiento, lo lleva a la altura del cuello y es cano sólo en las patillas. Sin embargo, la mirada de Bambi ahora tiene los párpados caídos; los labios, antes carnosos, ahora están apretados. Tiene la cara arrugada, curtida. Las cejas altas y arqueadas, parecen estudiar algo con frialdad; da la impresión de que uno está siendo examinado: “¿Podemos confiar en él?”.
La caricatura (en buena medida) cariñosa de McCartney como el tío de la cultura pop que daba un poco de pena ajena parece bastante inadecuada. Sí, en público, si está de humor, hace caras bobas, posa con ironía y levanta los pulgares. Pero en privado, me da la impresión de que se caracteriza por su resolución. Nadie tolera la estupidez, sin embargo la mayoría lo hacemos, por necesidad o por lo que sea. McCartney, uno supone por su actitud avispada que sugiere que no se anda con tonterías, no está dispuesto a tolerar ningún tipo de estupidez. Sin duda me orilla a hacerlo bien para no molestarlo ni aburrirlo.
Una sola línea poco amable en una crítica en buena parte positiva es capaz de molestarlo.
Dicho lo anterior, una vez que se supera la impresión inicial — ¡Jesucristo, es el maldito Paul McCartney!—, es excepcional en hacer sentir a la gente cómoda: es relajado, conversador y cordial. Hace preguntas, habla de trivialidades, hace chistes, de modo que es casi, casi, imposible olvidar que se está ante la persona más reconocible del mundo.
Es difícil escribir sobre McCartney sin abusar de los superlativos. The Beatles cambiaron el mundo. McCartney es nuestro compositor vivo más importante. Es una leyenda, un icono, un Dios del Rock.
Y no es que todos estos no sean correctos, sólo que los hemos escuchado al grado de que han perdido su significado. Conocen la historia, o la recordarán si los ayudo: McCartney fue —dice que aún lo es— un chico de clase obrera de Liverpool que nació en el verano del 42. Sus padres eran Jim, protestante y vendedor, y Mary, católica y partera, ambos de ascendencia irlandesa. Paul era listo: asistió al Liverpool Institute, una de las mejores escuelas públicas del país, y da la impresión de que nunca perdió ese aire de colegial ambicioso, el alumno decidido a aprovechar sus oportunidades a como diera lugar.
La casa de los McCartney era cálida, estimulante y musical, hasta que en 1956, Paul, a sus 14 años, y su hermano menor, Mike, perdieron a su madre a causa del cáncer. El verano siguiente Paul vio por primera vez a John Lennon tocar como miembro de The Quarrymen.
El resto es ruido, estática, flashes y encabezados tendenciosos, sin mencionar bibliotecas de libros y películas y cajas de documentales, y artículos como este. Es Hamburgo, The Cavern, Brian Epstein, George Martin, la beatlemanía, la Invasión Británica, los Swinging Sixties, lsd, el Maharishi, Yoko, Linda, Apple y en 1970, la separación de la banda. (Tengo un amigo que cada que alguien cuenta algo más que obvio, responde con esta línea inmortal: “¿Ah sí? Y The Beatles se separaron”. Es algo que todo el mundo sabe, Cultura Pop 101.)
Después de los 70 hay mucha más historia, por supuesto: las recriminaciones, las disputas legales, el retiro a Escocia, la paternidad, los años del mullet, Wings, el asesinato de John Lennon, el arresto en Tokio por posesión de drogas; las colaboraciones con Michael Jackson y Stevie Wonder, el “Frog Chorus”, el título de caballero, la Antología de The Beatles, la muerte de Linda, la muerte de George Harrison, Heather Mills: boda y divorcio, un tercer matrimonio con Nancy Shevell y el puesto no oficial como director general de orquesta de Inglaterra, labor que en las ocasiones nacionales significativas cierra con todos cantando a coro “Hey Jude” y con fuegos artificiales. Pero al margen de todo el drama desde The Beatles, es por sus actividades en los 60 que siempre se le recordará. Así que quizá sea suficiente afirmar que The Beatles fueron y siempre serán la banda pop más grande de Inglaterra y el mundo.
La popularidad no siempre es la mejor forma de medir la calidad. No obstante, The Beatles no sólo fueron populares. Fueron transformativos, definitorios. No sé si cambiaron el mundo o no. Como la mayoría, antes de su llegada yo no había nacido. Lo mejor sería decir que crearon un mundo propio, diferente del existente —un surrealismo suburbano, una psicodelia familiar— y también lograron que querer ser un británico con estilo, exitoso y arrogante fuera no sólo deseable sino imperioso. Y que nos preocupáramos por cómo lucía nuestro pelo. Tal vez sea demasiado decir que nos crearon. Pero sin duda algo tuvieron que ver.
Aunque corro el riesgo de sonar aún más sentimental, las cualidades que promovieron —juventud, amistad, apertura, hacer el tonto, desvelarse, pasarla bien y sí, amor y paz— siguen siendo cosas que vale la pena celebrar. Eran graciosos, ingeniosos, encantadores y carismáticos.
Esto no quiere decir que hayan sido o sean apreciados por todos. Desde su primer éxito comercial, The Beatles se convirtieron en la cara aceptable de la cultura juvenil, a diferencia de aquellos teddy boys peligrosos y violentos que los precedieron o los zafios de pelo largo (The Rolling Stones) que los sucedieron. Buena parte del mundo se enamoró de ellos, aunque para un grupo torpe de pseudosubversivos y fans de The Velvet Underground, The Beatles fueron y siempre serán, pese a las drogas, las chicas, los pantalones atrevidos, el interés por la sítara y el coqueteo con lo avant-garde: limpísimos, demasiado ambiciosos y muy pinches lindos.
Y McCartney, con esa apariencia de buen tipo, sus ganas de complacer, parecía el menos provocador de los cuatro. Era civilizado, amable, formal. Más adelante, cuando la banda se separó y encabezó la toma de decisiones, empezó a tomar forma una imagen suya de controlador, incluso dominante.
El hombre alguna vez descrito como “el más beatle de todos los Beatles” estuvo cerca de un colapso nervioso cuando la banda se separó. Y desde entonces lo han perseguido los comentarios negativos. Me cuenta que una sola línea poco amable en una crítica en buena parte positiva es capaz de molestarlo.
Como Lennon, McCartney se esforzó durante años para escapar de la sombra de su antigua banda. Para algunos, sus antecedentes penales no comienzan con la separación sino con lo que vino después, cuando formó Wings. Wings eran caóticos, de vez en cuando espectaculares, en ocasiones ridiculizados por la crí- tica, sumamente exitosos, no eran The Beatles —esa era la idea— y su rollo nada cool, ligeramente hippie, familiar, no siempre se ganó el cariño de los más jóvenes y modernos. En el verano de 1977, cuando el punk arrasaba, Wings grabaron “Mull of Kintyre” con la Campbeltown Pipe Band. Llegó al número uno esa Navidad. Lo que para algunos cierra el caso.
En el libro que se enfoca en el McCartney de los 70, Man on the Run, el periodista Tom Doyle argumenta que el Macca posBeatles era un excéntrico fascinante, no tanto el papá barbón que vivía en el campo como se decía, más bien era un músico disidente, extravagante, estimulante: de ahí su decisión de grabar “Mary Had a Little Lamb”, su intento por pasar 1 /4 de marihuana a Japón y su plan de internarse en una Lagos, Nigeria, devastada por la guerra, para grabar un disco. Si bien a otros se les celebraba esa extravagancia, a Macca, el ex Beatle, a menudo se le ridiculizaba. Se le consideraba estrafalario, popular, aunque no se le tomaba con seriedad.
Cada generación lucha por escapar de la sombra de su predecesora. Creo que McCartney en vez de ser el tío que da un poco de pena ajena, es una especie de figura paternal en la cultura pop, alguien cuya influencia es inevitable reconocer, alguien a quien admiramos —incluso amamos, aunque no queramos admitirlo—, pero también alguien a quien criticamos, alguien cuyas faltas menores se exageran y cuyas cualidades abundantes se desprecian o ignoran. Los papás pueden ser vergonzosos y nuestras relaciones con ellos pueden ser tensas. A diferencia de Keith Richards o Eric Clapton o Jimmy Page, es más, o John Lennon, Paul McCartney se convirtió en un hombre de familia respetable, felizmente casado, resultó tener unos modales estupendos y llevar las uñas limpias. No es un renegado del rock. Nunca fue adicto a las drogas, mujeriego, ni destrozaba habitaciones de hotel. Es un embajador cultural de Inglaterra maravilloso, lo cual es admirable, pero no muy roquero.
Sin importar los sentimientos que McCartney les provoque, conflictivos, contradictorios o de otro tipo, antes de descartarlo consideren esto. Escribió, entre muchas otras, las siguientes canciones: “Hey Jude”, “Blackbird”, “Jet”, “Band on the Run”, “Good Day Sunshine”, “Yesterday”, “Penny Lane”, “And I Love Her”, “Helter Skelter”, “Hello Goodbye”, “Eleanor Rigby”, “Maybe I’m Amazed”, “Live and Let Die”, “Let It Be”. Y se ha mantenido en forma como para seguir tocándolas frente a millones de personas en todo el mundo a sus 70 años.
¿Cómo incluirlo todo en una entrevista? ¿Qué preguntarle al hombre al que le han preguntado todo? Y peor aún, que ha respondido todo amablemente y con lujo de detalle.
McCartney es un conversador. Es un narrador. Sus anécdotas implican mucha producción. Imita voces (acento scouse de Liverpool, sobre todo, pero también, en mi presencia, japonés, inglés estadounidense y británico esnob). Se caracteriza, se pone de pie para representar ciertas escenas. Durante una historia sobre su padre, sale un momento de la habitación en la que nos encontramos y reaparece asomando la cabeza por la puerta y tocando una tonada en la puerta con los nudillos para imitar lo que hacía su papá cuando sospechaba que en la casa ocurría algo “padre”.
La conversación de McCartney es un río caudaloso, suave pero imparable. Te puedes poner las botas de pescador y caminar hacia el centro, lo cual es agradable, sólo que es muy difícil cambiar su rumbo. A menos que lo interrumpas, con verdadera resolución, hablará, hablará y hablará sin pausa. Así que como un entrevistador para quien corre el reloj, es necesario interrumpir, con brusquedad, para hacerle la siguiente pregunta. Para esta pieza me reuní con él en dos ocasiones. Cada entrevista duró poco más de media hora, y me quedó claro que rebasé por mucho el tiempo que se le otorga a los periodistas. Me confirmaron que lo regular es una conversación de 20 minutos. Muchos tienen que hacerlo por teléfono.
La primera entrevista se llevó a cabo en Osaka. Comenzó por contarme que prepararse para hablar conmigo había sido más o menos como ir al dentista. (Creo) que lo dijo para romper el hielo, de todas formas tuve un poco de miedo. Después me llevó a su camerino “palacioso”. “¿Palacioso? ¡Palaciego! Al carajo, me gusta ‘palacioso’. ¡Vente! Fue un vuelo largo.”
No era ni palacioso ni palaciego. Era un cuarto funcional con una mesa plegable con botellas de vino y un platón de fruta, tapetes en la pared, un teléfono rojo vintage en una esquina y una televisión grande. Nos sentamos en un sillón acolchado y color chocolate, casi rozándonos las rodillas. Y en caso de que se pregunten a lo largo de la entrevista, la respuesta es sí: es emocionante, raro y no poco desconcertante que el hombre que escribió y grabó algunas de las canciones más populares del mundo te cante fragmentos de ellas.
Esquire: Me queda claro que no necesitas el dinero ni la fama. Entonces, ¿por qué dar una serie de conciertos en Japón cuando podrías estar en casa descansando?
Paul McCartney: Dos motivos: me encanta y es mi trabajo. Tres motivos: el público. Cuando cantas recibes a cambio una calidez y adulación increíbles. ¿A quién no le gusta eso? Es sensacional. Además la banda es muy buena. Dije que había tres motivos, pero por lo menos son siete. También tengo la oportunidad de repasar mis canciones y se remontan a hace tiempo. Si estoy cantando “Eleanor Rigby” puedo repasar el trabajo de un veinteañero y me gusta, suena bien [canta]: “Wearing the face that she keeps in the jar by the door”. ¡Oh! Y todo desfila de nuevo frente a ti… como si te ahogaras. Es la mejor manera de recordar.
Esq: ¿Nunca has contemplado el retiro?
PM: ¿Sentarme en casa a ver tele? Eso hace la gente, hermano. Jardinería, golf… no, gracias. A veces sí pienso que ya debería estar harto, aburrido. Mi manager, que me alegra decir, ya no trabaja conmigo, me sugirió hace mucho tiempo retirarme a los 50. Para él no era un look positivo. Y lo pensé, pero todavía disfruto componer, cantar. ¿Qué haría? Hay tanta gente que se retira y muere en seguida.
Esq: ¿Crees que aún tienes algo que demostrar?
PM: Sí, siempre. Es una sensación ridícula. A veces me digo: “Un momento, mira esta montaña de logros. Son muchos. ¿No son suficientes?”. Tal vez podría hacerlo un poco mejor. Tal vez podría escribir algo que sea más relevante o nuevo. Eso siempre te alienta. La verdad nunca he pensado: “Uy, qué bien lo hice”. Nadie lo hace. Incluso en los mejores años de The Beatles. Prefiero pensar que hay algo que no estoy haciendo del todo bien para seguir trabajándolo. Siempre fui así, siempre fuimos así. Es decir, mira a John [Lennon]: paranoico, le preocupaba mucho hacerlo bien. Y sólo basta escuchar sus letras. Creo que en general los artistas son así.
Esq: Se dice que la felicidad genera una página en blanco.
PM: La rutina es enemiga del arte. No sé si sea cierto. Es posible escribir buenas canciones alegres. Así que no creo que sea precisamente la felicidad. La autocomplacencia quizá sea la enemiga. Prefiero pensar: “Mañana la voy a cantar mejor”. Implica un esfuerzo progresivo con el que me siento cómodo. Se siente humano.
Esq: Tus conciertos son extensos: 40 canciones, tres horas. Es inusual.
PM: Springsteen también se excede. ¿Sabes qué pasa? Tenemos muchas canciones.
Esq: Es una retrospectiva con énfasis en The Beatles. Durante muchos años no tocaste canciones de The Beatles en un intento por escapar de esa etapa. ¿Qué cambió?
PM: Puntualmente ese fue el periodo después de The Beatles, cuando intentaba consolidar a Wings, así que tenía que recordarme que sí, era un ex Beatle, pero estaba intentando hacer algo nuevo, por lo que debía dejar esa parte de lado. Es arriesgado porque a los promotores no les gustaba. Me pedían que cerrara con “Yesterday” y respondía: “¡No!”
Esq: Imagino que no sólo los promotores, el público hubiera querido escuchar “Yesterday” también.
PM: Así es. Pero no había de otra, tenía que hacerlo así. No quería depender del material de The Beatles. En 1976, cuando Wings tuvo una gira muy exitosa en Estados Unidos, decidí que ya era tiempo. Sentí que había encontrado vida después de The Beatles. Entonces pude considerar lo que había sabido siempre y lo que mencionaste: “Si soy parte del público, quiero escuchar los hits. No quiero ver a los Stones tocar su nuevo disco. Quiero ‘Satisfaction’, ‘Honky Tonk Women’, ‘Ruby Tuesday’”. En cierto punto lo racionalicé.
Esq: Muchas de tus canciones son autobiográficas. Una de las razones por las que son tan sugestivas es porque la gente sabe de qué tratan: “Let It Be”, sobre tu mamá; “Maybe I’m Amazed”, sobre Linda. ¿Cuándo las tocas piensas en esas personas? ¿No resulta doloroso?
PM: No, no siempre. Las canto porque son canciones. Cuando toco “Let It Be” no pienso en mi mamá. Sé que todos en el público piensan en algo distinto. Hablamos de 50,000 ideas, según la capacidad del recinto. Obviamente cuando toco “Here Today” como lo hago, es muy personal. Soy yo hablando de John. Pero al cantarlas, las repasas. Si canto: [canta] “What about the night we cried?”, recuerdo Key West. Todos estábamos borrachos, nos quedamos varados en Jacksonville por un huracán. Nos estacionamos en Key West, estuvimos toda la noche despiertos y nos emborrachamos —“Let me tell you, man, you’re fucking great”—, sé que a eso se refiere. Recuerdo la noche. Sí, pienso en eso.
Esq: ¿Entonces no te conmueves como el público por el contenido emotivo de las canciones?
PM: No siempre. No podrías cantar. Te limitarías a llorar. Pero, sí, a veces. Creo que fue en Sudamé- rica. Había un hombre muy alto, como una estatua, barbón, muy atractivo. Abrazaba a quien pudo haber sido hija. ¡A lo mejor no! No, sí, era su hija, sin duda. Estaba cantando “Let It Be” y miré a donde estaban ellos, lo vi de pie, su hija lo miraba, él volteó y la miró y compartieron un momento. ¡Wow! [se estremece]. Me llegó. Es difícil seguir cantando después de eso. Se ven muchas cosas así. Si veo a alguien llorando con “Here Today”, me puede contagiar. En un nivel es sólo una canción, pero en otro es algo muy emotivo para mí. Y cuando veo a una chica llorando sin control y viéndome cantar, me sorprende porque significa algo para ella. No sólo soy un cantante. Estoy haciendo algo más.
Esq: Cuando entrevisto a actores, escritores o a quien sea, a veces les pido que citen la letra de una canción que consideren significativa. Puede ser muy revelador. No estoy seguro de que seas la mejor o peor persona a quien preguntarle porque has escrito muchas de esas canciones.
PM: Lo intentaré.
Esq: Bien, ¿cuál es la letra de Paul McCartney más significativa para ti?
PM: “Why don’t we do it in the road?”
Esq: No, no me lo esperaba. Para mí es una sentimental: “And in the end, the love you take is equal to the love you make”. Las últimas palabras de la última canción de The Beatles. Vaya sentimiento para despedirse.
PM: Esa pequeñita, me sorprende. No recuerdo haberla compuesto. Salió de repente, como muchas de mis canciones. La gente me pregunta qué opino de The Beatles. Me siento orgulloso porque en general transmitimos un buen mensaje. En estos días con esa canción cierro el concierto y hoy, la entrevista. Venga, ¡chócalas!
Macca levanta la mano para chocarlas, en seguida me acompañan al pasillo en donde le digo a todo el que esté dispuesto a escucharme que necesito más tiempo con él. No sucede, en cambio me encuentro en la situación inusual de verlo ensayar con su banda durante una hora. (Inusual en el sentido de que no son muchas las tardes de lunes que paso como el único espectador en un concierto de uno de los músicos más famosos del mundo; en general los paso en mi escritorio comiendo chocolates y chismeando con Catherine, de Moda, si tengo suerte.)
En el escenario McCartney bromea con su banda, alienta los comentarios, acepta sugerencias, intenta cosas nuevas. Tocan una canción titulada “Temporary Secretary”, del disco McCartney II (1980). Es una faceta menos conocida de Macca, la que contradice su reputación de popular. Es rara, suena a principios de la electrónica y resulta extraña, pero interesante. No la tocan en el concierto.
Al día siguiente, estoy en la prueba de sonido. McCartney es ágil, toca todo desde rock and roll (“Blue Suede Shoes”), country blues (“Midnight Special”), saca el ukulele para tocar “Big Barn Bed”, de Wings, y luego se pone una acústica para la muy querida “Bluebird”. Es un espectáculo en sí mismo, pero sin un componente crucial: los fans.
Esa noche veo el concierto con niños con uniformes de Sgt. Pepper, una mujer en un kimono de la Union Jack. Un hombre en el pasillo de al lado ha dibujado a McCartney de samurái, pero en versión más joven y musculosa. A su lado, una mujer con aspecto de matrona extiende un letrero amarillo enorme: MUERO POR VERTE ERES MI TIPO DE HOMRE.
Más tarde llego al backstage para el encore—“And in the end, the love you make…”—, intento no tropezarme con los cables ni desaparecer por un escotillón y me pongo al lado de Nancy, la esposa de McCartney, que no deja de sonreír. La primera parte del concierto estuve distraído por una mujer a mi lado, de treinta y pocos, que parecía tener una crisis selectiva: variaba frenética entre el llanto desenfrenado (“Let It Be”) y la euforia (“Live and Let Die”).
Esa noche, en el bar del Ritz-Carlton, en donde McCartney se está relajando con una margarita, se la menciono. Con cualquier otro músico menos entusiasta, la anécdota hubiera parecido sosa —ah sí, no es para tanto, los fans se vuelven locos—, pero con McCartney me da la impresión de que, más que cualquier otro músico que haya conocido, no se ha cansado de escucharlo y nunca lo hará.
Un mes más tarde nos reencontramos en una suite en Rosewood London, un hotel de lujo en Holborn, en donde ha estado posando para las fotografías de estas páginas. Lleva puesto un traje oscuro y una camisa blanca. Mientras hablamos se come un bagel con hummus y se toma un té con mucha leche. Como siempre, está muy sociable. En esta ocasión estoy decidido a ir rápido, hacer todas las preguntas que pueda en media hora. Lo anterior supone muchas interrupciones y cambios de tema, todo lo cual acepta sin dificultad. Al final conversamos durante 40 minutos y es francamente agradable, por lo menos para mí. Es franco, resuelto, impredecible, apasionado, irritable y emotivo. Y si no valoran nada de eso en un hombre, entonces me temo que algo anda mal.
Esq: ¿Recuerdas cómo se siente no ser famoso?
PM: Sí. No puedes entrar a ninguna discoteca, no puedes ligar. Es desquiciante. No tienes dinero. ¡No! Sí lo recuerdo. Los días de escuela, crecer en Liverpool. Tengo muchos recuerdos de mi infancia. Y de los comienzos de The Beatles, de cuando intentábamos volvernos famosos, escribir cartas: “Estimado señor: somos una banda de rock semiprofesional. Consideramos que somos muy buenos. Tenemos futuro…”
Esq: ¿Cuando encontraste la fama, resultó ser como se suponía?
PM: Sí, en realidad sí. Porque se sabe que es difícil e increíble en igual medida. Te lo advierten. Recuerdo haber tomado una decisión muy consciente: “Ok, nos estamos volviendo muy famosos, tengo que decidir si le entro o no”. Por alguna razón pensaba en Marilyn Monroe, en el sentido de que podía ser horrible. Fue luego de un viaje a Grecia. Ahí no éramos famosos. Un día estaba platicando con los de la banda del hotel: “Yo también estoy en una banda. Se llama The Beatles”. Me miraron con indiferencia. Decidí que si la fama se volvía insoportable, podíamos mudarnos a Grecia. Y al año siguiente, ¡ya éramos famosos también en Grecia! Recuerdo haberme preguntado si quería seguir o no. Me gustaba demasiado como para dejarlo.
Esq: Hay gente para quien la fama es una pesadilla. Los jode. En cambio, parece que tú has lidiado con ella con naturalidad. La has aceptado.
PM: En cierto sentido así es. Sucede que si vives un revés, como la separación de The Beatles, entonces la fama se vuelve una pesadilla porque no puedes escapar de ella y tú la has creado. Ahí reside la dificultad. Lo que tú sugieres es que para algunas personas es difícil aunque les esté yendo bien.
Esq: No pueden lidiar con la atención.
PM: A mí no me molesta. Tengo un chiste con mi hija Mary: a veces no estoy de tan buen humor, salimos y la gente se amontona, entonces ella mira a Nancy y le dice: “Le gusta la adulación, le alegra el día”. Y es así, es cierto. Toda la vida he intentado ganar un premio en la escuela, salir bien en un examen o conseguir un buen trabajo. Algo por lo que la gente diga: “Eres bueno”. Cuando lo consigues me parece una lástima despreciarlo. En mi caso es lo que quería. Debo admitir que me gusta. La atención nunca me ha molestado. Siempre he pensado que soy famoso porque he elegido este camino y no puedo culpar a nadie. Está bien siempre y cuando lo disfrutes. Y cuando sale mal tienes que sortearlo.
Esq: Tus orígenes son modestos, naciste en Liverpool.
PM: Más bien bastante pobres.
Esq: ¿Aún te sientes conectado con ese mundo? ¿Aún reconoces la influencia que tuvo sobre ti, en tus gustos, actitudes y opiniones?
PM: Todavía me siento como ese chico. Cada año volvía a Liverpool para la fiesta familiar de Año Nue – vo, nunca faltaba. Sobre todo cuando los familiares mayores vivían. De niño siempre hacíamos una fies – ta. Mi papá era el pianista, se reunían todos los tíos y las tías. A mi hermano y a mí nos tocaba atender el bar. Tengo millones de recuerdos gratos de esa épo – ca. Era una familia adorable. A veces me preguntan por qué la fama no me ha afectado tanto. Creo que tiene que ver con eso. Ya no voy tanto, tal vez porque los tíos y las tías han ido muriendo. Pero aún lo hago y siempre me pone los pies en la tierra. [Imita el acento scouse]: “Alright, Paul? How you doin’, la’? Eh! What’s up”. Me siento uno de ellos, es quien soy.
Esq: Se nos dice que los 60 crearon una sociedad sin clases. ¿Es cierto?
PM: No, creo que ayudaron a acercarse a ello. Fue un periodo muy interesante para conocer a cualquiera: músicos, pintores, aristócratas, dramaturgos. No im – portaba. Eso me gustaba. Pero creo que los ricos se quedaron arriba. Y así será mientras sigan existiendo [las escuelas privadas] Eton y Harrow.
Esq: Te han hecho caballero, ¿te sientes parte del Sistema?
PM: No, para nada. No tengo muchos amigos aris – tócratas. Conozco a pocos. Cuando me hicieron ca – ballero pensé que tendría que ir a los banquetes con otros caballeros. Pero a las mujeres que me atraen no les llama la atención. No son socialités. A veces me planteo ir, pero terminamos yendo al cine. Nunca me he relacionado con ese grupo de gente.
Esq: Te guste o no, eres un