No había forma de dejar pasar la muerte de Gustavo Cerati. Simplemente no había. Nuestro colaborador recuerda un par de anécdotas que describen bien al genio argentino.
Por Leonardo Tarifeño
Gustavo Cerati dijo, entre resignado e irónico y sin perder la sonrisa, “estamos en esto y esto somos”. Acababa de pedir una hamburguesa veggie en un restaurante del SoHo neoyorquino, y uno de os periodistas de Rolling Stone que había viajado hasta allí para entrevistarlo le recordó que si quería fumar tendría que salir a la calle. Gustavo contestó que, después de la trombosis avanzada que meses atrás había afectado su pierna derecha, su médico le había prohibido siquiera ver un cigarrillo. Pero quien debutara como solista con el sugestivo título de Bocanada no era un paciente ejemplar, y no le gustaba reconocerlo.
En Nueva York terminaba el invierno de 2006, y durante ese almuerzo debía contar la historia de su disco Ahí vamos. Sin embargo, quizá sin proponérselo, Gustavo postergó las declaraciones estrictamente musicales y dedicó un buen rato del encuentro a confesar las dudas y los temores que la vida roquera le despertaba en el umbral del medio siglo de existencia: “Esto es nuestro trabajo, nuestra vida, pero cuando miro al futuro me pregunto: ¿podré ser así para siempre? He recuperado la capacidad de disfrutarlo. Y por suerte ya no me planteo la posibilidad de parar. La fantasía de abandonarlo todo e irme a pintar óleos a Uruguay la descarto antes de plantearme la idea de cómo sería vivir así. Y es que habría que ver si realmente soy capaz de vivir de otra manera. Como dice ‘Crimen’: ¿qué otra cosa pueeeeedo hacer?”.
«Si no olvido, moriré»
Hoy sabemos que Gustavo no pudo hacer otra cosa, y que las tres pastillas diarias y la inyección anticoagulante que precedía cada viaje suyo en avión eran las señales inequívocas del drama que lo sorprendió el 15 de mayo de 2010.
Del otro lado de esa larga noche, la noticia del 4 de septiembre de 2014 convirtió al tiempo en una forma cruel de ese humo que hechizaba al héroe que murió dos veces. Quienes crecimos y nos enamoramos con su música, luego quedamos a solas con las certezas que a nadie le gusta asumir: que la muerte ajena es una cicatriz en el alma. Desde ese momento en adelante, algo de todo eso sale a la luz cada vez que se le escucha, como si el último viaje de Cerati hubiera obligado a sus miles de fans a un proceso de maduración colectiva y exprés capaz de aceptar lo inexorable y reconocer el valor de la tristeza. Una tristeza cuyo eco llega en forma de canciones, himnos y postales.
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