Tiene la cabeza rapada, barba de chivo, mirada de piedra y el obligado ceño fruncido. Es alto —1.88 m— y corpulento. Aunque es una tarde húmeda y soleada, lleva una parka negra de manga larga, cerrada hasta el cuello, y shorts de poliéster. Parece lo que es: un entrenador.
Su apretón de manos es sólido. Mide tu fuerza porque a eso se dedica: es maestro de jugadores de futbol americano y desde ahora, head coach de los Cleveland Brown. Es el séptimo tipo con buenas intenciones que se atreve a tomar ese puesto desde 1999. En ese entonces la franquicia —alguna vez legendaria— nos asombró al resurgir de su tumba para alimentarse de los órganos de sus fans. En las últimas cinco temporadas de la NFL, bajo la dirección de cuatro entrenadores, su actual equipo ha ganado 23 partidos y ha perdido 57. Su mejor jugador está apelando una suspensión de un año por fumar mariguana. Su quarterback novato aparece con frecuencia en revistas y programas de chismes por sus borracheras y ridículos en Instagram. Su jefe cumplió su primer año como director ejecutivo y el jefe de su jefe —Jimmy Haslam, dueño desde hace dos años de los Browns— se enfrenta a posibles cargos federales en su contra como resultado de una larga investigación conjunta entre el fbi y el irs [Ministerio de Hacienda de Estados Unidos] de los negocios de la familia Haslam.
Se llama Mike Pettine. Recen por él. Y recen mucho. No porque sea joven, sino porque se acerca a los 50. No porque los Browns sean un chiste dentro de la NFL, sino porque Cleveland es un matadero para los head coaches, el lugar donde la esperanza y las carreras acaban destazadas. Sólo uno de los antecesores de Pettine ha vuelto a trabajar dirigiendo a un equipo de la NFL. El último cadáver fue el de Rob Chudzinski —alto, corpulento, bien afeitado—: lo destriparon al descender del autobús del equipo tras el último partido de la temporada pasada.
Como Pettine, el pobre Chud era un entrenador novato. Como Pettine, tenía mucha experiencia como coach asistente en la NFL, que incluía dos años como coordinador ofensivo de los Browns. Como Pettine, su contrato tenía vigencia de cuatro años. Le dieron uno: una temporada que cerró con marca de 4-12 que encaja de maravilla con la fatídica espiral de Fibonacci de Cleveland. Y como Pettine, fue el resultado de una búsqueda infructuosa que prometía un visionario y sólo fue una metida de pata.
Para cuando los Browns encontraron a Pettine, su búsqueda de entrenador se había convertido en un espectáculo de payasos a bordo de un coche. Los otros seis equipos de la NFL que buscaban head coach ya habían encontrado el suyo y ninguno se había acercado ni un poco a Pettine. Los Browns habían entrevistado por lo menos a otros ocho candidatos, y tres de ellos habían dejado claro que no les interesaba. A Pettine nunca lo habían entrevistado para el puesto. Su agente consideró que el simulacro sería bueno, así que le pidió al equipo que le concedieran una visita de cortesía. Accedieron pese a que el dueño, Jimmy Haslam, intentó cerrar por su cuenta una negociación extraoficial con Jim Harbaugh, entrenador de los 49ers. No se concretó. Pettine se quedó con el puesto. Un par de semanas después de la contratación, Jimmy Haslam despidió al ceo y director ejecutivo del equipo. Haslam aún no ha despedido a Pettine.
Estamos en el campo de entrenamiento del equipo en Berea, en la zona oeste de Cleveland. Los jugadores ya terminaron de entrenar. Hace tiempo, antes de que las canteras se secaran, Berea era “la Capital Mundial de la Piedra de Afilar” y los Browns lideraban la NFL. A Pettine esa historia no le importa de momento, lo que quiere es ver los videos de las prácticas.
—¿Todavía está contento, Coach?
—Me despierto todos los días con una enorme sonrisa —asegura, sin sonreír—. De hecho, vivo en ese condominio de allá. Lo mejor de todo es que vengo caminando al trabajo.
No pude evitarlo y traje mi boleto. Mi reliquia. Es del 27 de diciembre de 1964, el día en que los Browns de Cleveland —dirigidos por Jim Brown— blanquearon a los Colts de Baltimore —dirigidos por Johnny Unitas— 27-0 y ganaron el campeonato de la NFL. Tenía 12 años y lo vi desde uno de los asientos de mi tío Manny. En ese entonces los Browns eran lo mejor de mi vida. Por ahora, este hombre es el head coach de ese equipo. He esperado toda mi vida para conocerlo y mostrarle mi boleto.
—Lo más impresionante es el precio —dice.
Dice 80 dólares. A la altura de la yarda cincuenta, en las primeras filas.
—Yo nací dos años después —agrega.
A lo lejos se ve su condominio. Desde aquí no se ve si la puerta de entrada es giratoria.
Rezar hace milagros: una semana después, Pettine sigue aquí. El campo de entrenamiento se vislumbra desde la ventana, a espaldas de su escritorio. Los muebles se ven nuevos. Ya no vive en el condominio: encontró una casa a un par de kilómetros de aquí y hoy vino en bici. Se está adaptando a lo que parece ser el trabajo más infernal en todo el mundo de los deportes.
—Para mí no es así. Vamos a salir al campo sin ese peso sobre nuestros hombros y vamos a construir un equipo que será exitoso. Así es como lo veo.
Sí, claro.
—Sé que no tengo credibilidad. Los Browns no tienen credibilidad. Sé lo que piensan: “Otra vez lo mismo, un entrenador que asegura que tiene un plan”. Y está bien, estoy dispuesto a enfrentar las críticas. No tenemos el beneficio de la duda, ninguno, porque no tenemos credibilidad.
Pettine acepta esto, no con indignación ni resignación, sino con fiereza. Me gusta eso. Mucho. Chudzinski era raro y fue un chivo expiatorio, su antecesor era un cero a la izquierda y el anterior, estaba chiflado. Mike Pettine tiene más acero en las bolas que esos tres juntos. Se forjó a 50 kilómetros al norte de Filadelfia, en Doylestown, en donde su padre (Mike Senior) construyó un imperio futbolístico de la nada y se convirtió en una leyenda a lo largo de sus 30 años de carrera como head coach en la preparatoria Central Bucks High School West.
Mike Junior jugó para su padre en Central Bucks y más adelante se enfrentó a él. Después entró a la Universidad de Virginia, en donde jugó como safety y se graduó en Economía. Empezó a trabajar como agente de seguros hasta que extrañó el futbol y decidió probar la carrera de entrenador. Trabajó como asistente para su padre y durante cinco años fue head coach en una preparatoria cercana a Doylestown. Los equipos de Mike y su padre se enfrentaron en cinco ocasiones. Mike perdió 0-5.
—Les gusta raspar esa costra de vez en cuando —responde Junior cuando lo menciono.
—Lo siento.
—Su equipo era mejor, estuvimos cerca en un par de partidos, pero por desgracia no lo conseguimos. No tengo ningún problema con eso, no me quita el sueño.
—¿En aquel entonces te imaginabas que ocuparías esta oficina?
—Por extraño que parezca, tenía una seguridad casi ciega. Sabía que encontraría la forma de llegar.
—“Extraño” funciona para describirlo. La imagen que proyectó esa búsqueda de entrenador, seguida de los despidos que hicieron fue terrible.
—Entiendo cómo se pudo haber interpretado: que llegué a arrasar con todos. No soy así, sólo no tenía un buen equipo.
—Suena bien, pero sabes cómo han sido las cosas desde el 99. Esa cruz te va a pesar pronto.
—Creo que nos beneficiaremos de la falta de confianza en los Browns. Si tenemos éxito, aunque sea moderado, causará un mayor impacto. En los deportes no hay nada más satisfactorio que darle la vuelta a las cosas. Nada.
—Pareces emocionado.
—Muchísimo, porque tengo confianza, porque sé que estamos estructurando el equipo de forma adecuada y fichando a los jugadores indicados. No le voy a poner una cifra… Al diablo, podemos ser un equipo de .500.
Pettine azota la mano en la mesa que nos separa y agrega.
—Gracias a la estructura de la NFL, con los agentes libres y el draft, hay más igualdad. Como lo dije en la primera junta: ¿por qué no podemos lograrlo nosotros? ¿Por qué? ¿Qué nos lo impide?
—¿Estás seguro de que no es porque Dios odia a Cleveland?
—No, no es porque Dios odia a Cleveland.
Dios odia a Cleveland. Pettine se equivoca. Algo terrible sucedió. Y no fue un huracán, sino algo más gradual, mucho más grande y devastador. En parte, sucedió lo que en toda ciudad extensa del país en la que el núcleo urbano se desintegró en virtud de la pobreza y el racismo. Se le demonizó y quedó desierta. Ciudades industriales como Cleveland y Detroit nunca se recuperaron. Y nunca lo harán.
Pero eso no explica la historia de los Browns ni el amor que les tiene toda una ciudad. Ni siquiera yo la entiendo, yo que crecí como devoto de la iglesia de San Paul Brown, en honor de quien el equipo recibe su nombre y el entrenador más iNFLuyente en la historia de la NFL.
La fotografía de Paul Brown se exhibe en la sala de prensa del equipo, junto a fotos de sus jóvenes héroes, que también son los míos. Héroes. Quizá, para explicar ese amor, hay que hablar del mito. Desde hace mucho en esta ciudad escasean los mitos y los héroes, sobre todo en los deportes. El título de los Browns en 1964 fue el último. Los Indians ganaron la Serie Mundial en 1948. Los Cavaliers, nunca. Sin embargo, esas derrotas estimulan el hambre y la esperanza de que algún día nuestro príncipe llegará, nos colmará de amor y nos conducirá a una felicidad mítica.
Ha pasado medio siglo: dos generaciones nacieron, crecieron, se fueron; están sedientos, furiosos y esperan la salvación. Nuestro Moisés, LeBron James, quien nos otorgó siete años de esperanza, y después nos dejó en un estado de aflicción indescriptible —hace mucho escribí un libro al respecto—, ha regresado. Eso nos vuelve a llenar el corazón de esperanza. Pero sólo un campeonato nos servirá.
Sea como sea, esta ciudad y sus fans aguantarán. ¿Qué hay de los Browns? En el campo de entrenamiento, rostizándose bajo el sol, todos y cada uno son una bestia, un Beowulf. Desde la línea de banda, al verlos correr en dos bandos de once, es fácil apreciar por qué incluso los peores entre ellos están peleando por un lugar en esta liga de gladiadores. Hace calor y hay mucho ruido, la música que emana de unas bocinas de alta definición me recuerda, aunque muy vagamente, a sitios en los que las mujeres bailan en tubos. A pesar de la música, se escuchan los gritos de los entrenadores y los silbatos. La maldita sirena que retumba de vez en cuando —al parecer para indicar algún cambio de ejercicio en el entrenamiento— es ensordecedora.
Pettine está parado entre ellos en completo silencio. No lo escucho gritar ni una vez. A veces habla con alguno de los entrenadores adjuntos y siempre se queda fuera de la acción. Sobre todo, toma notas en un cuadernito. Y observa. Camina y observa.
Ahí está Josh Gordon, el número 12. Mírenlo deslizarse. Incluso aquí, en la sesión de entrenamiento de pretemporada —una Actividad en Equipo Organizada, en argot de la NFL (OTA, por sus siglas en inglés— y a la mitad de su velocidad, Gordon es el mejor jugador en el campo. La temporada pasada resultó ser uno de los dos o tres receptores más peligrosos de la liga y la joven superestrella de los Browns. Sin embargo, todo indica que Dios también odia a Josh Gordon. En dos universidades no pasó las pruebas de dopaje y la liga lo suspendió dos partidos el año pasado por ese mismo motivo. Ahora se enfrenta a otra prueba que dio positivo y que le podría costar la temporada entera.
No se trata de drogas que aumentan el rendimiento, sino de cannabis y, una vez, codeína. Gordon argumentó que ésta provenía del jarabe para la tos que le recetaron para el estreptococo, por lo que sólo lo suspendieron dos partidos. Esta vez es ganja de nuevo, y la cereza en el pastel: a principios de julio lo arrestaron en Carolina del Norte por manejar en estado de ebriedad.
Nadie sabe qué pasará con él.
Tal vez Grossi sepa. Tony Grossi empezó a cubrir a los Browns en 1984 para The Plain Dealer, que en ese entonces era el único periódico de circulación diaria de la ciudad. En 2012, casi 30 años después, el diario le quitó la cobertura del equipo cuando tuiteó lo que pensó era un mensaje directo, en el que llamó al entonces dueño de los Browns “el billonario más irrelevante del mundo”. Fue honesto e inofensivo, pero los Browns igual se enojaron. The Plain Dealer reaccionó de inmediato y salvó su propio pellejo en vez de buscar la verdad —por desagradable que fuera— acerca de los poderes corporativos y políticos de la ciudad.
Después de que lo cambiaran de puesto, Grossi renunció. Sigue cubriendo a los Browns en la estación de radio local de espn. Grossi creció en Slavic Village, una colonia cercana a la zona este de Cleveland y es un héroe de verdad: peleó como el guardián de la ciudad durante la probable incorporación de Art Modell —que su recuerdo se extinga pronto— al Salón de la Fama de la NFL. Art Modell ha estado cerca de la inducción en dos ocasiones —una vez en 2013, después de su muerte, y otra, antes de que el equipo que se robara de Cleveland estuviera a punto de jugar en el Super Bowl— y en ambas, Tony Grossi se ha encontrado entre los jurados del Salón, a quienes ha convencido de rechazar a ese maldito mentiroso.
Le pregunto si cree que Pettine despedirá a Josh Gordon.
—¿Para que se reforme y juegue como una estrella para los Patriots de Nueva Inglaterra? Sería tan típico de Cleveland.
Grossi está bronceado y delgado, y tiene una buena melena que peina hacia atrás. Me pregunta si me he percatado de la chispa que rezuma Gordon. Sí, claro…
—Uno nunca sabe con estos chicos. En los vestidores es tímido y bonachón, pero no permite que nadie fraternice con él. Su falta de confianza es algo serio.
Todavía no hay material suficiente para hablar de Mike Pettine, quien se portó muy astuto en su primera conferencia de prensa y dijo: “No estoy aquí para ganar conferencias de prensa”.
—Y las ha ganado todas —dice Grossi.
No la de hoy. Es la primera ota tras la aventura veraniega, abundante en alcohol, de su qb Johnny Manziel —o Johnny Football, como se le conoce—. Y para rematar, una toma gloriosa de Manziel bañando Las Vegas en champaña causó revuelo en los medios tradicionales y redes sociales de todo el mundo. Para los reporteros aquí presentes, Manziel es un regalo del cielo porque un titular de los Browns —cualquier titular del equipo, fuera o dentro de temporada— se impone en los medios. Tan pronto lo ficharon, el dueño, Jimmy Haslam, empezó a parlotear acerca de que Johnny debía ser discreto y humilde, pues era un refuerzo novato y sin privilegios que tenía todo por demostrar. La fanfarronería de Haslam no fue más que la típica arrogancia de ganadero rico e idiota: fue una tontería. Que Haslam le haya llamado la atención en público no fue para nada provechoso —fue un acto engreído— y no significó nada para Manziel, quien siempre ha sido un chico adinerado y salvaje.
Pettine asciende al podio una vez que termina el entrenamiento y los jugadores desaparecen en los vestidores. Casi todas las preguntas que le hacen se refieren al viaje a Las Vegas de Manziel. A lo largo de 10 minutos Pettine asegura, en 10 maneras distintas, que es un tema sin importancia:
—Mi trabajo es preparar a 90 individuos para jugar. Mi propósito es el futbol.
—Es un adulto, no hizo nada ilegal.
—Creo que se le está dando más importancia de la que se le daría si se hubiera ido a otro equipo.
Ese último punto resulta fascinante, sobre todo porque es un disparate. Johnny Football viajó a Las Vegas —roció la habitación con champaña y lo compartió con el mundo entero por medio de una foto— precisamente para que se le diera muchísima importancia. En sus dos temporadas en el equipo de la Universidad Texas A&M se convirtió en una marca nacional desde un sitio nada atractivo para la prensa: College Station, Texas. Se pavoneaba fuera y dentro del campo, lo arrestaron una vez y lo investigó la Asociación Nacional Atlética Colegial (ncaa, por sus siglas en inglés). Veinte equipos de la NFL —algunos urgidos de un quarterback— decidieron no fichar a Manziel pues dudaron de su capacidad, actitud y concentración; además temían el alboroto constante que implica su presencia.
Sin duda Pettine se da cuenta de esto: era coordinador defensivo de los Jets de Nueva York cuando recibieron a Tim Tebow en 2012 y se enfrentaron al ridículo en los vestidores y el campo, así como al frenesí de la prensa durante una temporada entera. Manziel es otro tipo de misionero, es más mito que hombre. Los aficionados que se enamoraron de Brady Quinn y Brandon Weeden —los dos últimos quarterbacks fichados por los Browns en la primera ronda del draft, ambos condenados desde su llegada— están ansiosos. Llevan 50 años de celibato y están llenos de lujuria.
Aquí viene Johnny, sale de los vestidores 15 minutos después de que Pettine desciende del podio. Nadie se ha ido. No hasta que Mister Football declare: “Me sorprende mucho que haya causado tanta alharaca —con esta afirmación rompe el récord de la mayor sandez dicha por algún novato de la NFL—. Todos los días me presento a trabajar sin descanso, intento ganarme mi lugar y hacer lo que me toca. Soy un novato más…”
Para ser un quarterback de la NFL, es muy pequeño. Lleva una playera del equipo que le queda grande, shorts holgados, calcetines blancos encima de mallones negros y sandalias. Es quejumbroso: “No vivo mi vida según lo que ustedes o los demás piensen de mí, la voy a vivir al máximo”.
Bah, es un principiante. Ya hemos oído esas necedades. Pregúntenle a LeBron.
Lo bueno es que nada de esto es futbol. Aún. Al estadio frente al lago, que fue bautizado como “la fábrica de la tristeza” por el comediante oriundo de Cleveland, Mike Polk, se le mantiene con dinero del erario en una ciudad necesitada de todo. Este año se le añadirá un marcador enorme y escaleras eléctricas.
Aquí en Berea, Jim O’Neil está preparando a la defensa. O’Neil jugó para Pettine padre en Central Bucks West una década después de que Pettine hijo se graduara.
O’Neil trabajó con Pettine Junior cuando éste fue coordinador defensivo de los Jets y los Bills. Los dos aprendieron el arte de diseñar defensivas para la NFL bajo la tutela de Rex Ryan, hijo de Buddy, quien confeccionó una de las mejores defensas de la liga en los 80 como coordinador defensivo de los Bears. Rex fue el rabino de Pettine, así como éste es el de O’Neil. Su plan es encontrar y crear defensivos rápidos, astutos y versátiles que infundan presión y dolor a sus oponentes. Y después esperar que la ofensiva no pierda la pelota y meta uno que otro gol de campo.
—Estamos enfocados en trabajar —asegura O’Neil el día siguiente, al término del entrenamiento. Está en sus 30, esboza una amplia sonrisa y tiene una barba de chivo como la de Pettine, aunque más pulcra—. Jugaremos futbol rudo y, si alguien quiere pasarnos, tendrá que ser más rudo que nosotros.
—Todos los fans de los Browns que conozco se conformarían con una defensa que no se caiga en el momento decisivo de un partido —le digo.
—Eso no va a suceder.
Después del entrenamiento, la rueda de prensa está sazonada con preguntas sobre Johnny Football de nuevo, pero de las buenas. Una reportera se queda prendada cuando Manziel lanza un pase completo y le pregunta a Pettine si sus compañeros ya se sienten a gusto con el joven fichaje.
—¿Ya sucede eso que le pasa a los QB cuando sus compañeros lo convierten en el centro de atención? —es la pregunta.
—Ya está pasando. Si quisieras un quarterback, probablemente no lo ficharías a él: es pequeño, con pies y manos grandes. Sin embargo, tiene “ese algo”, que los demás perciben.
Ah sí, “ese algo”. No dudo de su existencia, de hecho, lo venero en todas sus formas y aspectos. Ahora bien, en cuanto a los quarterbacks de la NFL, ese algo o Alguien requiere de otro: alguien que atrape la maldita pelota. Si suspenden a Josh Gordon, los Browns, tal como están, se quedarán con un sólo receptor de calidad que, además, es un ala cerrada.
En la conferencia de prensa alguien pregunta por Gordon. No ha hablado y no se esfuerza en los entrenamientos. Se encuentra en un limbo desde el 9 de mayo —un día después de que ficharon a Manziel— y lleva semanas enredado en el proceso en torno a su consumo de drogas. Si lo suspenden esta temporada, desaparecerá. Ni siquiera le permitirán participar en las actividades del equipo. Gordon es, por mucho, el mejor receptor que ha tenido Cleveland desde Paul Warfield —miembro del equipo campeón del 64 y del Salón de la Fama—. Pero no se sabe si la carrera de Gordon, a sus 23 años, ya esté acabada.
—Cuando decide hacerse presente, es asombroso —dice Pettine.
Horas antes, en la oficina, Pattine hablaba sobre la iNFLuencia que tiene el lugar de origen, no sólo en Gordon.
—Lo difícil con todos los atletas profesionales es que le guardan una lealtad extrema a la gente con la que crecieron. Por si esto fuera poco, hay chicos que saben diferenciar entre lo bueno y lo malo pero que aun así se dejan arrastrar, porque si no se les criticaría muchísimo: “Nos diste la espalda. Te volviste famoso y le diste la espalda a tus amigos”.
Mike Pettine habla de una verdad que Jane Austen, una experta en el draft de la NFL, diría que “es reconocida como verdad absoluta” y vale igual para los atletas profesionales, aquellos que se vuelven famosos o un chico de Houston. Tu gente es tu gente. Tu casa es tu casa. Sólo pregúntenle a LeBron.
Ese vínculo, tan fuerte como el de sangre, es lo que enajena a los fans a muerte de Cleveland. Han sido 50 años miserables, dos generaciones de sufrimiento absoluto, burlas constantes y despiadadas y todavía tenemos esperanza. ¿Qué esperamos? ¿Un desfile? Me cagan los desfiles. Aun así, ahí estaré. Si no en vida, lo harán mis cenizas. Porque a diferencia de Dios, amo a Cleveland.
Doylestown también es agradable. Bucólico, con un centro antiguo y pintoresco, y muy cerca de ahí, la casa victoriana en la que Margaret Mead, la afamada scout de la NFL, vivió cuando estudió en la prepa de Doylestown.
“Cuando viví aquí era muy diferente. Esta zona ha cambiado, no deja de crecer. Ahora está poblada por abogados y médicos jóvenes”, dice Mike Pettine.
Es un domingo a mediodía, caluroso y sin nubes. Pettine lleva un atuendo casual, shorts cargo, sandalias, playera negra, gorra de camuflaje de las Fuerzas Especiales y no luce ningún distintivo de los Browns. Saluda a amigos y familiares en el campo de Central Bucks West, en donde Jim O’Neil es anfitrión de su clínica anual para entrenadores jóvenes.
Es una bienvenida agradable. Pettine contrató un camión limusina para viajar desde Cleveland y vino para apoyar a O’Neil en compañía de otros asistentes de los Browns. Tambien está Chuck Driesbach, otro ex alumno de cbw que jugó para Pettine padre a finales de los 60 y hoy es entrenador de linebackers de los Browns. Es un peregrinaje y un tributo cariñoso a Mike Pettine padre.
Junior también se volvió famoso —es head coach de la NFL, por ahora— y no le dio la espalda a su gente, aunque sí consideró prudente dejarlos en Filadelfia anoche.
—Mis amigos en Filadelfia acabaron yendo a lugares a los que no quería ir. Esta mañana me desperté y descubrí 40 mensajes e imágenes en mi teléfono. Así es la vida.
Quiero creer que en ninguna de esas fotos figuraba Johnny Football borracho en Austin, flotando en una alberca a bordo de un pato iNFLable y bebiendo de una botella de champaña.
—También recibo ese tipo de fotos. Siempre y cuando no sea Johnny esposado a bordo del pato, no hay problema. Es joven y se está divirtiendo. Y lo sabíamos. Como lo he dicho siempre, le encanta el futbol. Si no lo hiciera, no lo hubiéramos fichado. Me encanta su espíritu de competencia. Hace 40 años no hubiera sido un problema, pertenece a otros tiempos.
Las reglas de la NFL le prohíben a Pettine hablar de la suspensión inminente de Josh Gordon y de su futuro con el equipo, tampoco de si Gordon pertenece a otros tiempos, si le encanta o no el futbol o si busca la adrenalina donde no debería. En un equipo más estable, habría uno o dos veteranos que intervendrían para llevar de la mano a jugadores jóvenes como Gordon y Manziel —de jugador a jugador, de hermano a hermano— a lugares que ningún jefe o adulto debería entrar, como a los vestidores. A los Browns les tomará tiempo —así como ganar algunos juegos— infundirles una cultura del deber, de sacrificio y hacerlos sentir que es su casa.
En un campo en Doylestown —en este campo— Pettine hijo vivió esa cultura todos los días. Aquí, los equipos de su padre hicieron una marca de 326-42-4. Aquí, ese padre y ese hijo lucharon dentro y fuera del campo y superaron esas batallas para trabajar juntos: Junior desde la cabina el día del partido, trazando jugadas mientras su padre gruñía y gritaba sobre la línea de banda.
Aquí, en el Estadio War Memorial… un momento, aquí está el mismísimo Mike Pettine padre, a sus 74 años, en forma, elegante y bronceado, con una camisa y gorra grises de los Browns.
“El futbol es el futbol. La NFL está en otro plano, pero en esencia es lo mismo para mis chicos de prepa: actitud, no holgazanear, sin tonterías.”
Me pide que me alinee porque me quiere enseñar cómo le hace un back defensivo astuto para que la línea de banda sea su amiga, para cortar el avance de quien lleva la pelota.
—Sólo hay un lugar por el que va a intentar avanzar, así que más me vale detenerlo ahí. Hará una finta o saltará, pero lo recibiré con un buen golpe. Para mí, eso es futbol básico. Sin importar cuán grueso sea tu manual de estrategias, si no haces esas jugadas, te van a ganar.
—Está bien, Coach. Ah, soy fan de los Browns.
—Es una organización de primera clase. Me llegó un kit con todo tipo de cosas.
—Lo sé, soy uno de esos fans a muerte .
—Mi mejor amigo vive en Florida y es fanático de toda la vida de los Indians y los Browns: Bobby Lombardo. Me enseñó la frase “Dios odia a Cleveland”. No me atrevo a quejarme de los equipos en Filadelfia a los que no les va bien porque de inmediato me da una breve lección de historia.
—Estoy aquí para escribir sobre tu hijo. Como fan, tengo esperanzas.
—Soy optimista, pero con cautela.
—Leí en algún sitio que cuando aceptó el trabajo le preguntaste si estaba listo.
—Sí, se ofendió un poco. Estarás familiarizado con el Principio de Peter, asciendes a otro nivel y de repente, el éxito se desvanece.
Está bromeando. Su mordacidad fue un arma que empleó con frecuencia como una herramienta de entrenamiento. A Mike hijo sus compañeros en los Jets lo apodaron “Trauma Directo” por decirle a los jugadores verdades brutales, aunque graciosas, en las juntas y en el salón de video.
Le digo que Junior parece listo y honesto. Sin duda, capaz, si se le da tiempo.
—Va bien hasta ahora. Pero te puede confirmar que no soy de los que da calificaciones altas.
Le recuerdo un momento capturado en video en un documental de 2002 titulado The Last Game. Justo después de que Pettine padre e hijo se enfrentaran por última ocasión como entrenadores rivales —el jefe ganó 21-0—, se dan la mano en el silbatazo final y Pettine padre se inclina para decirle a su hijo: “Fue tu última oportunidad, amigo”.
Es difícil de imaginar que no querías que el chico ganara por lo menos un partido. Que no fue doloroso.
—Nunca lo disfruté. Llegó un punto en que después de los primeros dos partidos, mis hijas me dijeron: “Deja ganar a Michael”. No en esas palabras, pero querían que su hermano ganara. Siempre dije, bromeando, que después del primero fue más sencillo. Sin embargo, durante ese primer partido estaba devastado porque los estábamos aniquilando y se trataba de mi hijo. Mi asistente me abrazó y me dijo: “Ya le llegará su oportunidad”. Y ya le llegó.
—Debe ser gratificante ver a O’Neil y a Driesbach aquí. También eran tus chicos.
—Es satisfactorio que le devuelvan algo a la comunidad. Es muy importante. A lo largo de estos años he tenido a chicos que se olvidan de dónde vienen. Siempre le pido a Mike que no se olvide de sus raíces.
Hay una estatua frente a la sede de los Browns en Berea, no de Paul Brown ni de Jim Brown, tampoco de Otto Graham ni de nadie que hiciera algo con los Browns más allá de exprimirles su capital. El nombre y la semejanza de la estatua le pertenecen a Al Lerner, quien le ayudó a Art Modell a fugarse con los verdaderos Browns y después —aseguró que fue “un acto de conciencia”— ganó la subasta de la NFL de la franquicia de zombis a la que le pusieron el mismo nombre.
En 1998, Al Lerner, quien vendió en pedacería a los verdaderos Browns para convertirlos en los Ravens, pagó 530 millones de dólares por los Browns muertos-vivientes. Después le dio cáncer en el cerebro y murió en 2002, porque Dios odia otras cosas por encima de Cleveland. El hijo de Al, Randy —el blanco del odio de Tony Grossi en Twitter— administró el equipo como lo haría el hijo idiota e incapaz de un billonario y hace dos años se lo vendió a Jimmy Haslam por un billón de dólares.
Estoy de vuelta en Berea mirando fijamente a Al Lerner a los ojos. No estoy rezando. No soy optimista. Soy incrédulo.
La defensiva de todos los equipos que Mike Pettine hijo ha entrenado ha liderado al equipo, ha pateado traseros. Con los Jets vio a un novato indeciso —Mark Sanchez, el infame protagonista del “fumble butt” y sinónimo de fracaso— estar a un partido de llegar al Super Bowl, algo que los Browns nunca jamás han conseguido. Pettine también estaba en Baltimore en 2009, cuando otro quarterback novato, Joe Flacco, los llevó a los playoffs.
—No dudaría en meter a un quarterback novato porque esas temporadas me demostraron que es posible.
Mike hijo es mi tipo de persona favorita: es fácil subestimarlo. No alardea, sólo trabaja. A