Una noche de lluvia. Al menos por ahora. Estamos en un restaurancito de jaibas llamado Crab Shack, en una isla en Georgia, Estados Unidos. La joven mesera coloca un platón de jaibas y mantequilla clarificada en la mesa. Pese a que seguro sabe que en los restaurantes de cualquier parte del mundo abundan las jaibas, Channing Tatum aún se emociona con la comida, como si el platón humeante hubiera caído del cielo: “¡Eso! Así me gusta, mira nada más”.
Chan —así le dicen sus amigos— tiene 34 años, lleva una gorra de beisbol hacia atrás e inclinada que todavía tiene pegada la calcomanía metálica en la parte inferior de la visera. Pronuncia las palabras de modo que acentúa cada sílaba: “Mira nada más” (bum-bum, bum-bum, una tonada pegajosa). Las palabras resuenan en el techo arqueado que está formado por una maraña de robles centenarios. Tatum es la primera estrella de cine verdaderamente honesta de su generación: mitad Jump Street, motor e inspiración de Magic Mike y uno de los protagonistas de Foxcatcher, la nueva película dramática sobre lucha libre olímpica y asesinato. Pone el puño como si estuviera sosteniendo un altavoz y dice: “Jaibas en el Crab Shack, de eso estoy hablando”. Parece feliz y se ríe por la pequeña orgía del momento: jaibas, noche, lluvia, un juego de los Yankees en una pantalla plana en el bar. Y Jeter. Aquí nadie lo reconoce. Baja la mirada y se concentra en las patas traseras, duras, verdes azuladas y humeantes. Es una mirada de alegría que parece decir: “¡Jaibas, carajo, jaibas!”.
Entonces, la mesera gira el platón y orienta todas las jaibas —unas ocho o nueve— hacia mí. Son mías. Frente a Tatum coloca una pechuga de pollo con piel. Decepcionado, la limpia: la había pedido sin piel. La mesera le sirve más agua y le pregunta si quiere salsa barbecue. “No, no”, responde en voz baja, con la mirada hacia abajo. “Está bien así. Me estoy preparando para estar desnudo todo el tiempo.” La secuela de Magic Mike se empieza a filmar aquí, en Savannah, dentro de una semana, y él está a dieta y entrenando como un loco para deshacerse de los últimos kilos que a cualquier hombre de 34 años le podrían sobrar. “Es lo que hago”, le dice a la mesera a propósito de su desnudez inminente. “A eso me dedico”, repite y la mira mientras entrecierra los ojos verdes como para que lo entienda.
Después la mesera me da una clase breve sobre cómo comer jaibas: “No te comas los pulmones. Elige un punto de partida y no la dejes hasta que hayas comido todo lo que has querido”.
En ese momento Tatum frunce los labios y asiente. “No te comas los pulmones.” Forma circulitos en el aire con su tenedor y habla como para sí: “Tienes que tener un plan”. La mesera se ríe juguetonamente. Le encanta todo lo que él dice.
“Me gustaría acompañarte”, dice mientras señala mi plato. “Me gustaría tomarme una cerveza y probar las jaibas. Me encanta comer. Pero ahora no puedo.” Sin otro comentario ni queja, empieza a comerse su pechuga y con la mejilla llena de carne de pollo, mientras rompo y meto el tenedor en mis jaibas, narra su travesía de chico rebelde y desubicado a bailarín exótico y modelo, de comerciales de refrescos a franquicias de películas y a una cinta posiblemente candidata al Óscar en la que él también es posible candidato al Óscar. Relata su infancia en Misisipi, su adolescencia en Florida, sus veintes en California, anécdotas sobre cómo se metía en un lío y luego en otro. Durante su historia, mientras cerceno las jaibas, Tatum apenas se mueve, la playera y sudadera le cuelgan de los huesos, su inmovilidad es una contradicción frente a las increíbles cualidades físicas que ha impulsado su ascenso. Se come media pechuga. Con agua. La dieta del stripper. La dieta del luchador. Con los músculos y huesos adoloridos, mareado por el hambre, todo en favor de la desnudez inminente. Dice que no está tan mal. A eso se dedica.
Ya desde su infancia en Pascagoula era corpulento. Siempre escuchaba que los demás —otros niños, sus padres, las amigas de su madre— decían que se estaba poniendo fuerte, lo repetían como si fuera el encabezado de un periódico: “¡Chan Tatum se está poniendo fuerte!” Pero él pensaba mucho en la velocidad, en que no era lo suficientemente rápido para atrapar a alguien o para escabullirse si era necesario. Su padre había sido jugador de futbol americano y también se preocupaba por su velocidad. El futbol era muy importante en su casa. Así que corría a todas partes, de un entrenamiento a otro, para volverse más rápido. Cuando corría pensaba con más claridad. Lo satisfacía, le daba la sensación de estar ocupado. Años después, cuando le preguntó a su mamá si había sido un niño problemático, ella le respondió: “No eras problemático, sólo estabas… ocupado”.
Cuando iba a la escuela en las mañanas, lo que hacía sólo por consideración a su madre, Tatum se imaginaba jugando futbol americano en la universidad. Sobre todo en Alabama, su ciudad de origen y a la que él y su padre siempre habían apoyado. Una vez en la escuela, miraba por las ventanas del salón, más allá del pasto y la calle. El trabajo, y las posibilidades y promesas que éste suponían, estaban allá afuera. Sabía que su padre estaba en ese momento en el techo de alguna casa, cerca de alguna autopista, apoyando su peso en el soporte que había construido para poder subir hasta allá. Que estaba trabajando, contándole historias a sus colegas mientras desmontaban el techo antiguo de alguna azotea cualquiera bajo el sol abrasador. Lo pensaba detrás de las ventanas, con las reglas, la calma desesperante y los olores a zapatos, flatulencias y árboles mojados, y estaba seguro de una cosa: la escuela no era para él. Tampoco el diagnóstico de trastorno por déficit de atención con hiperactividad (tdah) ni los medicamentos que le habían recetado. En las tardes, cuando salía de la escuela, pasaba horas eternas con su instructor de artes marciales, un maestro. Trazaba figuras en el aire hasta que sentía que se habían marcado en la parte exterior de sus brazos, hasta que las sentía sin tener conciencia de ellas. “No era difícil. Aprendí a valorar la repetición. Por eso sé bailar y así aprendí a actuar. Tengo mucha tolerancia para la repetición. Y por primera vez en mi vida, estaba ocupado y no quería detenerme hasta no hacerlo bien. Eso nunca me pasó en la escuela. Jamás.”
Su familia se mudó de Misisipi a Tampa en su adolescencia temprana. Florida no era Misisipi: no había nada que absorbiera la luz, no había sombras, no había barcazas que dejaran una nube de gasolina en el agua, ni fábricas de papel ni río. Su mamá trabajaba para una aerolínea y su papá se recuperaba de una caída que había terminado con su carrera. Ella lo llevaba a Misisipi con frecuencia para que terminara sus estudios con el maestro en artes marciales. Hacían ocho horas de ida y ocho de vuelta en la ardiente carretera de curvas. Los dos recorrían la costa del Golfo para que él se mantuviera ocupado. Con el tiempo su madre se cansó de manejar y Tatum acabó solo en las tardes en una casa común y corriente en Tampa (“terraza, jardín y alberca”). Había muchas niñas cerca: problemas. “Es la mejor ciudad en Estados Unidos para un niño de 14 años cuyos padres trabajan. Siempre teníamos a dónde ir, siempre había alguna casa, un callejón que recorrer, un techo que escalar o una reja que saltar.” Los sábados después de entrenar, cuando visitaba a sus amigas —en las terrazas, esquinas, parques, bodegas, paradas de autobús y playas— seguía teniendo la necesidad de moverse, así que aprendió a bailar de la misma forma en que aprendió todo lo demás: haciéndolo. “Quería bailar, aunque no sabía nada. Tampoco las niñas con las que salía. Pero sus mamás sí, así que supuse que la forma más rápida de aprender sería tomar a alguna de ellas y bailar en su terraza.” Tatum, tan corpulento a los 15 que ya parecía un hombre, bailaba bajo el calor húmedo del verano con esas mujeres al ritmo de la música que salía de sus casas.
Se mantuvo ocupado gracias a sus caderas, las movía hasta cansarse, repetía los pasos. Así sorteó los entrenamientos de futbol y así se convirtió en bailarín exótico. En su primera audición en un club nocturno en Tampa se encontró en el escenario y comenzó a desarrollar lo que nunca había aprendido en la escuela: la observación, la improvisación, el atletismo, la disciplina y la repetición. Eso y, podemos imaginar, cierto control sobre una excitación sexual incipiente. Pero eso se sobrentiende.
Foxcatcher es una historia real que ocurrió en los 90 que nadie recuerda. En ella Tatum recurre a su corpulencia, su naturaleza más intensa y su mirada más sombría para interpretar el dolor de Mark Schultz, medallista olímpico y campeón mundial de lucha libre olímpica en dos ocasiones. Schultz entrenó para un hombre rico (interpretado por Steve Carell con una extravagancia maravillosa) y su dinero. Es el mejor papel que le han ofrecido a Tatum y el mejor que ha interpretado. El director Bennett Miller se lo sugirió tras verlo en la infravalorada A Guide to Recognizing Your Saints (2006), en la que da vida a un acosador que vive en Queens en los años 80: despiadadamente leal, atormentado, dulce y violento en la misma medida. Miller dice: “Cuando lo vi en esa cinta de inmediato le propuse el papel en Foxcatcher, a la que le faltaban años para concretarse. En ese entonces, la carrera de Channing lo llevó hacia un rumbo que se distanciaba de lo que me había llamado la atención en él. Sin embargo pasaron seis años entre que le propuse el papel y se hizo la película. En ese lapso nunca me interesó nadie más”.
Desde que obtuvo oficialmente el papel a principios de 2012, Tatum aprendió a luchar: movimientos como el suplex, tacleada a una pierna o los tiros de cabeza y brazos. Todo era nuevo para él: “Ya no me considero practicante de artes marciales aunque, de todas formas, la lucha no tiene nada qué ver. Ahí no existe la retirada. No hay forma de retrasar las cosas. En la lucha no haces más que avanzar y el cansancio es una mentira para hacerle creer a tu rival que se puede relajar. Es lo más difícil que he hecho”.
Su coestrella y compañero de entrenamiento, Mark Ruffalo, era luchador en la preparatoria. Los dos entraron juntos al ambiente oscuro del filme y abren la película con un ritual de calentamiento coreográfico cuya precisión e intimidad son exquisitos. “Sin duda hay un elemento de miseria que todos percibimos. Sin embargo, Channing es implacable e inflexible. Se comprometió al máximo. Y logró esa intensidad con su mirada, su cuerpo y su presencia”, dice Ruffalo.
Como parte de la preparación, Tatum también estudió con el propio Schultz, entrenó y comió con él. Tatum se refiere así al hombre al que encarnó en la pantalla: “Para ser honesto, es intenso hasta para comer huevos. Infunde miedo al enfrentarlo en las colchonetas. Era apenas mi tercera o cuarta lucha y fue contra ese técnico del deporte, un campeón de todos los tiempos, un luchador extremadamente violento que podría haberme partido por la mitad. Y lo hizo: me hizo pedazos”.
Tatum adoptó la forma de caminar lisiada de Schultz, como dando saltos, su mirada de hierro, la fortaleza y la musculatura del tren superior. “Lo que hice fue imitarlo, desde su forma de caminar hasta sus movimientos de cuello. Intenté encajar mi naturaleza en eso. Todo en él parece estar destrozado y adolorido, aunque nadie sabrá nunca hasta qué punto.” Algunos maestros de actuación enseñan a sus alumnos a evitar la imitación cuando interpretan a gente real, aunque a Tatum nunca le importaron las clases de actuación. El método de Channing Tatum es: aprender por su cuenta, subir de peso, aumentar la musculatura. Cuando su esposa Jenna Dewan Tatum lo visitó en una de las locaciones a las afueras de Pittsburgh, se encontró con el clima lluvioso característico del oeste de Pennsylvania, así como con la masculinidad sombría de las almas heridas que se jaloneaban del cuello, los tobillos y las rodillas. Supo de inmediato que no era lugar para ella. Le dijo a Tatum que su presencia no le beneficiaba en nada. Tatum la ha amado desde que se conocieron en su primera película de baile hace ocho años, Step Up. Se fue y Tatum se quedó solo de nuevo, habitando su papel.
Cuando Tatum dice que la escuela no era para él, la gente cree que no pudo con ella, pero esa no es la razón por la que abandonó la pequeña universidad en Virginia del Oeste después de un año, en donde terminó tras perder una beca de futbol en la Universidad de Wake Forest debido a razones académicas. Asegura que “no tenía ningún plan con el futbol, ningún compromiso. Creo que me había dejado de gustar, además nunca me concentraba en las clases. Necesitaba empezar de nuevo”. Regresó a Tampa y con el tiempo se mudó a Los Ángeles sin ningún plan, ninguna ruta o meta. Sin título académico ni experiencia en la actuación. “Cuando llegué a Los Ángeles hice muy poco. Reparé techos una temporada. Los días y las horas transcurrían muy despacio, pasaba las noches en clubes nocturnos. Aprendí a bailar por salir tanto de fiesta y por las chicas. Mujeres, coches, callejones. Algunas noches me divertía y otras terminaban mal. Entonces empecé a modelar y eso implicaba horarios de viaje y dietas, las exigencias me disciplinaron. Estaba ocupado todos los días y tenía expectativas diarias. Nunca las había tenido. De repente cada hora del día era importante. Estaba ocupado. Y nunca quiero que deje de ser así.”
Abercrombie y American Eagle, Armani y Dolce & Gabbana: el modelaje, una carrera que ha vejado a tantos actores antes de que cambien de profesión, le supuso estabilidad y le abrió puertas: “Conocí a gente, hice contactos, me empezaron a tomar más en serio”. Siguió con comerciales y empezó a audicionar para películas con papeles hechos para su tipo: atletas, bailarines, rebeldes, soldados, acosadores, el amor platónico de alguien. Después hubo más ofertas: al principio eran papeles pequeños como un jugador de basquetbol en Coach Carter (2005) con Samuel L. Jackson. Para la cuarta cinta (A Guide to Recognizing Your Saints) o la décimo segunda (G.I. Joe: The Rise of Cobra) o vigésima primera (Magic Mike), la gente empezó a salir del cine diciendo: Ese tipo. Ese tipo es más listo de lo que pensé. Ese tipo es bastante cool. Encantador. Gracioso. Guapo. Les gustaba su apariencia. Su apariencia siempre ha importado, incluso cuando se trataba de su tamaño o velocidad. Nadie ponía en duda su apariencia, así que la olvidó. Años después, Tatum —un niño problemático, un adolescente problemático, un desertor universitario problemático— se ha convertido en una estrella de cine como Steve McQueen, sólo que agradable. Un tipo sin un plan, nadie lo preparó para hacer nada salvo trabajar. Y después trabajar más. Consigue que las películas de acción sean llevaderas y que las comedias sean más agudas. Incluso si como dice Bennett Miller, Step Up y G.I. Joe lo alejaron de la voz de la crítica que dice que puede actuar, Foxcatcher es una corrección, un parteaguas, un papel que creó al mezclar un silencio melancólico y la explosión física calculada de la rabia y el deporte. Tal vez no gane ningún premio, pero eso no significa que no debería ganarlo.
De vuelta en el restaurante de jaibas en el que no hay jaibas para él, Tatum asume diversos roles —estrella, coguionista, coreógrafo de medio tiempo y productor de Magic Mike XXL— y describe cómo transcurren sus días en este punto de su vida: todas las mañanas reescribe el borrador final con el otro guionista. Lleva a su hija de quince meses a recoger conchas antes de cenar. Tiene ensayos de baile dos veces al día, “una vez en solitario y otra con el grupo”. ¿Ensayan desnudos o cómo? Sonríe: “Ofrecemos muchas disculpas: ‘Perdón por golpearte en la barbilla’ o ‘déjame quitarte la pierna del cuello’”.
La reescritura continúa incluso un par de días antes de empezar el rodaje.
—Cuando nos sentamos, nos ponemos a escribir en serio. Mi compañero y yo hacemos muchos cambios conforme haga falta. Hoy, mañana. Por eso también soy productor. Para tener permiso de cagarla todos los días —dice Tatum.
—Escribimos hasta casi el último segundo. Leemos el guión en voz alta y afinamos las escenas. Chan le entrega los cambios al director y al director de fotografía, habla con ellos. Después va al gimnasio a entrenar, saco mi laptop, me siento en uno de los aparatos y nos ponemos a trabajar mientras entrena —dice Reid Carolin, el otro guionista.
—Te tengo un reto —le digo a Tatum como si le estuviera vendiendo una historia—. ¿Qué pasaría si un stripper estuviera preocupado porque su pene es muy pequeño? ¿Sería una buena complicación de la trama?
Tatum se ríe.
—No creo.
—Pero parece un problema de lo más común.
Se aclara la garganta y hace eso de llevar la barbilla al frente como si estuviera hablando con alguien con autoridad.
—No creo que a una persona en esa situación le interesara ser stripper.
Pero él es la autoridad, no yo, así que lo escucho. Escucho sus relatos, su historia, sus aventuras. Le gustan todos los lugares en los que ha estado, cada fase, cada moda, cada peculiaridad de la vida que acontece en la periferia de las grandes ciudades estadounidenses. Consigue que haber sido el hijo de una madre trabajadora de clase media baja en Tampa suene a una novela picaresca. Consigue que bailar prácticamente desnudo para satisfacer el placer y la diversión de una horda siempre cambiante de cuarentonas o cincuentonas que arrojan billetes suene a Saturday Night Fever. Al escucharlo, tomo mi última jaiba de los extremos y la parto con una mano. Se desmorona un poco, después se abre por completo y un chorro de jugo de jaiba salpica a Tatum en esa parte de su cara valuada en un millón de dólares, entre el labio y la nariz. Me estaba contando algo como: “Un día Ruffalo y yo decidimos bajar de peso todo lo posible, como hacen los deportistas, hicimos ciclismo y…” ¡plas!, lo salpico con líquido de jaiba. Dada su gentileza sin límites, me sigue la corriente, finge no haberse dado cuenta. Parpadea una vez para registrar algo, aprieta el botón de reinicio, una pausa mínima que apenas es notoria antes de continuar: “…corrimos, brincamos la cuerda, entramos y salimos del sauna”.
Continúa. Está dispuesto a soportar la incomodidad, es tan decente como para no prolongar el momento más de la cuenta, quiere que finja que no lo acabo de salpicar. Tengo que interrumpirlo: “Oye, no me importa lo amable que seas. Te acabo de ensuciar con jaiba. Estuvo muy mal. Lo lamento mucho”.
Respira y se ríe. Se quita un pedacito de jaiba de la ceja. “Esto pasa con la jaiba”, dice mientras se limpia la cara. Entonces prepara un chiste para que nos podamos reír del tema: “Está bien, por lo menos me tocó probarla”. Dejo de estar avergonzado y Tatum continúa en donde se había quedado: Ruffalo y él se torturan para entrar más en su papel. Ahí está de nuevo: Channing Tatum, inclinado sobre la mesa y hambriento, en un lugar en los confines del Océano Atlántico, reescribe su trabajo y se reescribe a sí mismo hasta el final.
Fotos principal, 1, 2, 3 y 6: traje, camisa y corbata de Ermenegildo Zegna; zapatos de John Lobb; calcetines de Gold Toe.
Fotos 4 y 5: traje, camisa y corbata de Ralph Lauren Black Label; zapatos de Ralph Lauren. Maserati 2015
Fotografías de Max Vadukul