Francisco Javier González escribe para Esquire por qué maradona es el mejor de la historia y nos dio una experiencia distinta del futbol.
Por Francisco Javier González
Conductor de TUDN
Lo sucedido en la tarde del 26 de noviembre de 2020 es un testimonio claro de lo que provocaba Diego Armando Maradona.
El ídolo fue trasladado a su capilla fúnebre en la mismísima Casa Rosada de Buenos Aires, en la época más inconveniente para hacerlo: en el centro de la pandemia que ha mandado resguardarse a la humanidad.
La pasión envuelta en imprudencia hizo ignorar a muchos miles de argentinos los peligros de nuestro tiempo: había que ofrecer al “Diez” su último baño de pueblo.
El «Ma-ra-dooooo, Ma-ra-doooo..» se cantaba a todo pulmón y era el gran coro que acompañaba los empujones, las vallas aventadas al piso y los labios sin cubrebocas que buscaban enviarle el beso final al Diego de la gente. Ya colocado en un ferétro sobre el que reposaba su camiseta inmortal.
Quienes no lo vieron jugar se hacen una pregunta que los que sí tuvimos esa fortuna podemos contestar con facilidad: ¿Qué lo hizo diferente a los demás?
La clase que tenía es ilustrada por una brillante analogía del gran delantero holandés del Milán, Marco Van Basten, con quien rivalizó durante su estancia en Italia:
Lo que Zidane era capaz de hacer con un balón, Maradona lo lograba con una naranja.
Pero no era solamente su zurda, divina y única, lo que le distinguía. Era su pique en corto, su repertorio interminable de gambetas, el afán de siempre estar dispuesto para recibir el balón y, además de todo ello, una personalidad indomable y resistente a lo convencional.
Diego era capaz de dar la vida por sus compañeros en los momentos mas duros, pero también de colocar en su lista de traidores a todos los amigos de sus enemigos.
De partir a Italia en dos, declarando a viva voz que el norte de la península repudiaba a la del sur —donde estaba el Nápoles, equipo al que hizo campeón por primera vez en su historia.
Maradona se sintió tan incómodo en el Barcelona como feliz en el Nápoles, porque le gustaba estar del lado de los no-favoritos. Ahí, donde nadie le robara brillo y le permitiera tomar el volante de sus huestes para llevarlas a lugares insospechados.
Por eso, aún en pleno declive, eligió Culiacán para dirigir a los Dorados en la división de ascenso; con un éxito tal que, tomándolo del último lugar en la tabla, lo llevó a dos finales consecutivas frente a San Luis (que no le dieron el ascenso por unos cuantos milímetros).
Conectar con la gente como lo hizo Maradona es un don tan grande como el que la vida le regaló a su pie izquierdo.
Pocas muertes han sido tan lloradas en los últimos años como la de él
Maradona fue nuestro José José. Fue el Lady Diana de los ingleses, el Sean Connery para los escoceses o el “Manolete” de España. Sólo esos elegidos se van con tal añoranza del mundo entero.
Sobra hablar de sus números, títulos, goles, lesiones, caídas, adicciones, acusaciones, revanchas y reencuentros.
Alguien dijo que Maradona tenía que extraviarse para poder encontrarse a sí mismo de nuevo. Por eso lo habrá hecho tantas veces.
El estadio del Nápoles ha anunciado que cambia de nombre: ahora no llevará el de un Santo —San Paolo—, sino el de un humano imperfecto, pero igualmente milagroso para ellos: Diego Armando Maradona.
Vale apuntar lo que algún día dijo de él Roberto Fontanarrosa: «No hay que juzgarlo por lo que hizo de su vida, sino por lo que hizo por las nuestras».
Y en eso, no hay nada que reclamarle.