Hace 50 años se realizó el festival de Woodstock, evento que se convirtió no sólo en emblema de una generación de estadounidenses, sino además en la referencia para futuras celebraciones musicales masivas. En aquellos días, los ideales pacifistas conformaron el motor principal para concentrar una audiencia que llevaría este evento a su propia inmortalidad.
Por: Benjamín Acosta
Experiencia liberadora
Paz y amor, la síntesis del estado ideal del ser humano para mantener balance consigo mismo y la convivencia con los demás, pero también el eslogan generacional con el cual se pretendía experimentar con intensidad utópica los años sesenta dentro de esa esfera moldeada por una clara apuesta contracultural.
Poco antes de finalizar aquella década, surgió la idea de emprender uno de los festivales de música más ambiciosos hasta entonces. Simplemente se trataba de un sueño convertido en realidad el hecho de ver en un solo fin de semana a Janis Joplin, Jimi Hendrix, Santana, Grateful Dead y The Who, entre muchos otros, dentro de un concepto que conjugaba naturaleza y sentimientos de unidad.
A manera de contrapeso al entorno bélico, en el aire se respiraba el rechazo al sistema junto con las intenciones de ampliar el espectro de los derechos civiles, así como de un estilo de vida comunitario (sexo libre, drogas y anticonsumismo incluidos). Propósitos encarnados por una multitud que en su mayoría lució largas cabelleras, amuletos y vestimentas en el más puro estilo flower power, entre otros característicos accesorios mientras portaban banderas con arcoíris y el conocido símbolo de la paz.

Los albores de lo que terminaría convirtiéndose en tendencia medioambientalista impulsada en esos días por su oposición al conflicto en Vietnam, así como ecos de la paranoia desatada por la guerra fría con la Unión Soviética. Simultáneo a tal postura ideológica, del 15 al 17 de agosto de 1969, desfilaron sobre el escenario varios de los principales artistas que dieron vida a la psicodelia y que, por supuesto, también viajaban en ese tren multicolor de peace and love que buscaba una ruta alterna a lo establecido.
Un nombre para recordar
Se llamó Woodstock Music & Art Fair porque se había señalado en el mapa al pueblo de Woodstock como sede en el plan original, pero no hubo las condiciones idóneas para realizarlo en ese lugar. Finalmente, los organizadores optaron por una granja a unos 64 kilómetros en el poblado de Bethel, en el mismo estado de Nueva York. Fue idea de Michael Lang, Artie Kornfeld y Joel Rosenman, entre otros veinteañeros que tenían como proyecto inicial la construcción de un estudio de grabación en el mismísimo Woodstock.
En el libro The Road To Woodstock, Michael Lang recuerda acerca de esta nación paradisíaca que no hubo momento para dormir, calculando que en esos días acumuló unas ochenta horas de trabajo sin pausas. Buena parte del tiempo se concentró en disparar su cámara fotográfica, dirigiéndola con mayor atención al público que al escenario.
Sublime eternidad
Richie Havens fue el encargado de abrir el primer día y las circunstancias detrás del telón, que pudieron haberlo puesto en aprietos, terminaron por favorecerlo con el paso del tiempo. No tuvo más remedio que alargar su repertorio porque los siguientes en presentarse se encontraban indispuestos. Por ello, la versión que plasmó sobre el escenario de “Freedom” terminó siendo un himno internacional.
Envuelta por una atmósfera lisérgica, la actuación de Santana trascendió como una de las más poderosas y originales. La sonoridad peculiar de la guitarra de Carlos Santana –de entonces 22 años– enmarcada por un incesante ánimo percusivo, colocó prácticamente en un estado hipnótico a quienes presenciaban con absoluta atención durante el ritual generado por este grupo de San Francisco. Un tema como “Soul Sacrifice” sintetiza la esencia de una propuesta arriesgada al evidenciar la clara influencia latina y afrocaribeña desde su primer álbum, editado ese mismo año.

Quizá sin pretenderlo, el cantante británico Joe Cocker convirtió en clásico su versión de “With A Little Help From My Friends” de The Beatles. La ovación obtenida fue prolongada y unánime, marcando uno de los mayores aciertos en su trayectoria.
En esta cumbre hippie, quienes aportaron con creces fueron The Who, a pesar de que en un principio no estaban tan convencidos. Habían realizado una serie de conciertos bien estructurados en Londres y de pronto parecía que les causaba cierta comezón esta clase de contexto. Como sea, fue sacudida su depresión y previnieron el fracaso al exigir su pago antes de subir al escenario y entregarse con el poder que les vuelve singulares.
Jimi Hendrix también haría lo propio cuando se atreve a interpretar “The Star Spangled Banner”, el himno estadounidense. Instante dentro de una actuación descrita por el diario New York Post como “el gran momento de los años sesenta”. Lo curioso es que solamente una pequeña parte del público fue testigo, puesto que eran alrededor de las nueve de la mañana del lunes 18 de agosto. Se trató del punto culminante en el concierto más largo ofrecido por el artista que insistió en encargarse del cierre del festival.

Grandes ausencias
Bob Dylan fue uno de los primeros artistas considerados para estelarizar el cartel. Su cancelación de último minuto, ha estado rodeada por rumores que conforman una leyenda. Se ha dicho que, durante ese mismo fin de semana, se excusó con el pretexto de tener hospitalizado a uno de sus hijos. Otras versiones apuntan que en realidad nunca negoció en serio. Por su parte, John Lennon se comunicó con los organizadores para comunicarles que no podía cruzar la frontera desde Canadá debido a la negativa de entrada al país por parte de las autoridades estadounidenses. La orden fue directamente del presidente Richard Nixon, cuya administración lo tenía plenamente identificado como persona non grata por su influyente postura contestataria con respecto a lo que sucedía en Vietnam.
Otros convocados habían sido Jeff Beck Group y Led Zeppelin. Para los primeros –que en ese entonces contaban con Rod Stewart y Ronnie Wood en su alineación–, no fue posible porque estaban al borde de la desintegración. Y en el caso de la banda liderada por Robert Plant y Jimmy Page, argumentaron, con cierto aire de arrogancia, que el evento no les parecía relevante al aparecer como un grupo más en el cartel. Mientras que a The Doors tampoco les resultó lo suficientemente atractiva la oferta por efectuarse fuera de la ciudad de Nueva York. El tecladista Ray Manzarek tenía en mente participar en un festival que se realizara en Central Park.
A esta clase de historias se suma la de The Byrds, quienes sintieron desconfianza por no existir las mejores condiciones para recibir su pago por adelantado. Asimismo, Tommy James & The Shondells despreciaron la invitación pensando que se trataba de un evento irrelevante. Su canción “Crimson and Clover” era una de las más populares durante ese verano.
Para rematar, los californianos Iron Butterfly cancelaron de último momento. Aparentemente se quedaron sin helicóptero y así no podían llegar al punto más cercano para subir al escenario. Pero, otra versión apunta que en realidad una pelea interna estando en el aeropuerto derrumbó los planes y desvaneció por completo la posibilidad para el público de escuchar la kilométrica y célebre “In-A-Gadda-Da-Vida”.

Inconvenientes y extravagancias
En el inicio, la organización tuvo algunos tropiezos. El festival comenzó una hora después de lo programado porque no fue sencillo encontrar a los integrantes del primer grupo en condiciones ideales para su actuación. Tim Hardin estaba demasiado intoxicado, por lo que su show no duró más allá de la segunda canción. En 1980 sus adicciones le pasarían factura y moriría como consecuencia de una sobredosis de heroína.
The Incredible String Band, cuarteto escocés de folk, le confesó al escritor Mark Ellen que la altura del escenario les pareció tan fuera de lo común que a tres de ellos causó vértigo.
John Sebastian –uno de los fundadores de The Lovin’ Spoonful–, fue sorpresivo ante el público. No dudó en abandonar el backstage cuando le invitaron a salir al escenario. Como había consumido marihuana y LSD, no pudo evitar gritar más de una vez: “¡Son realmente geniales!”. Pero simultáneo a la fiesta interna, los retos en el exterior se manifestaron con incidentes que no pasaron de la anécdota. Como la ruptura de una parte lateral del escenario cuando ahí se encontraban Janis Joplin y Grace Slick (Jefferson Airplane), quienes afortunadamente salieron ilesas.
La inconformidad social de esos días también fue caldo de cultivo para los yippies, simpatizantes del Partido Internacional de la Juventud, organización política a favor de la libertad de expresión y en contra tanto de lo militar como del corporativismo. Con el activista Abbie Hoffman al frente, cobraron 10 mil dólares a los organizadores. De esta manera, garantizaron su no intervención para evitar el sabotaje del evento. Su postura en contra de lo que ellos percibían como “pasividad” de los hippies, sumado a sus actos teatrales para llamar la atención, suponían cierta amenaza. El siguiente año, Hoffman publicaría el polémico Roba este libro.
Y cerca de la misma frecuencia paradójica, las granjas se vieron colonizadas por asistentes que llevaban carteles con mensajes en defensa de los animales. Pero en esos días, las vacas dejaron de dar leche debido al estrés.

Danza de números
Se estima que asistieron 500 mil personas para presenciar las 32 actuaciones que dieron vida al festival. El boleto tuvo un precio de 18 dólares para los tres días de música, lluvia y tentadoras dosis de desenfreno. Pero, como parte de cierto nivel de improvisación que lo caracterizó, la entrada terminó siendo gratuita cuando el control de acceso comenzó a ser imposible. La disparidad en las expectativas trajo consigo una estimación equivocada. Mientras los organizadores calculaban una asistencia máxima de 250 mil, la policía creyó que serían alrededor de 6 mil personas quienes responderían a la convocatoria.
Los organizadores consiguieron cerrar el trato para confirmar la sede por una cantidad que osciló los 75 mil dólares, pagados al granjero Max Yasgur, propietario del campo de alfalfa donde se llevó a cabo el evento. El área alquilada comprendía 240 hectáreas.
Los productores de estos “tres días de paz y música” tuvieron que ser muy pacientes hasta ver recuperado el total de la inversión. Aproximadamente transcurrió una década para que su contabilidad arrojara números negros. Los cálculos indican que gastaron 3.1 millones de dólares y en un inicio sólo se habían ingresado 1.8 millones. La proyección y posterior comercialización del documental Woodstock. 3 Days of Peace & Music, fue determinante para este rescate financiero. El filme, dirigido por Michael Wadleigh y editado por un equipo en el que participó Martin Scorsese, fue reconocido con un premio Óscar en 1970.
Entre el inesperado poder de convocatoria y el previsible consumo de drogas, por fortuna no hubo mayores consecuencias al considerar que, para salvaguardar la integridad de ese gigantesco público, sólo había alrededor de trescientos cincuenta policías, veinte médicos y casi cuarenta enfermeros, además del apoyo del ejército que envió comida vía aérea. De acuerdo con los servicios sanitarios, se estima que nueve de cada diez asistentes fumaron marihuana y en total hubo 33 detenidos por posesión de sustancias ilegales. Lo verdaderamente lamentable fueron tres muertes. ¿Las causas? Sobredosis de heroína, ruptura de apéndice y un tractor que accidentalmente pasó por encima de alguien que dormía.
El gobernador Nelson Rockefeller declaró zona de desastre la granja de Bethel. El Departamento de Salud documen-tó 5,162 casos médicos, incluidos 797 a causa del uso indebido de drogas. Con todo, la revista Time lo definió como el “mayor acontecimiento pacífico de la historia”.
El colapso de las carreteras provocó que muchas personas caminaran hasta veinte kilómetros para llegar al área de conciertos. Por eso, al enterarse de la masificación del evento, las autoridades buscaron la forma de cancelarlo, pero el derecho a la libertad de expresión colocó la última palabra y las ansias por cambiar el mundo hicieron que el festival de Woodstock se apropiara de un trozo de utopía pasajera aunque memorable.
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